NACIMIENTO DEL DÍA
Valladolid Agosto de 2001
Queridos hijos: Bien conocéis mi
nada común e insólito modo de ser respecto al sueño, pues apenas oscurece me
agarra por la oreja Morfeo y, quieras o no, a la cama, o sea, que me acuesto
como las gallinas y me levanto como los gallos, cuando aún brillan las
estrellas en el cielo.
Como bien cornito me chiflan las
estrellas que te entran por los ojos y
se te meten dentro produciendo una sensación de calma y pasmo.
En Valladolid no resulta fácil
presenciar el nacimiento del día, y aunque lo fuese el espectáculo ni
remotamente se asemejaría al que admiraba en Melilla, el que voy a revivir
dando un corto paso hacia atrás en el tiempo y situándome en la terraza de la
casa de Rocío que constituía un mirador excepcional, desde donde me resultaba
hasta emocionante ver como después de desvanecerse las estrellas, poco a poco
la noche se iba haciendo penumbra y la penumbra día. Llegaba gradualmente el
día y la hora mágica en que brotaba el primer resquicio del sol, cuyos primeras
rayos eran como un milagro que teñía de brillantes tonos el agua.
Rápidamente se hacía visible en
su totalidad el medallón de oro, y el sol y el mar en su mayor esplendor, como
unidos en amistoso abrazo se confundían, se veían iguales con idéntico restallante
azul.
Y el mundo, nuestro globo de
colores, se llenaba de luz, de un calorcillo tibio y acariciador, de gozoso
optimismo por la sensación de maravilla.
No hay nada más bonito que la
vida, y sentirse un afortunado mortal vivito y coleando te penetra en lo más
intimo del alma un sentimiento de gratitud y admiración hacia el Creador. Quien
haya vivido tales momentos sabe de qué hablo, quienes no lo hayan experimentado
no saben lo que se pierden.
Hijos, que Dios nos conceda el privilegio de
verle en todas las partes, sino no le
veremos en ninguna.
Paternales besos y abrazos
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