Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

domingo, 24 de abril de 2011

A MI MADRE COMO A JOSUÉ

Ni dudo ni dudaré, que lo que recuerdas es tal como tu madre lo vivió, y tal como ella te lo contó, porque para ella no existió la ansiedad, el estrés o la depresión que aqueja por nimiedades a los humanos ahora.

Tu madre no conoció la defensa de la infancia, ni el castigo de cárcel por dar un resoplido a un infante, tal como ocurre ahora… aunque si estoy segura que desde donde está ahora, va llevando cordura para que no haya más niñas pastoras muertas de pena al añorar a su madre escuchando la música que con ella disfrutaba.
No más niñas sin infancia, ni madrastras tiranas.
Eran otros tiempos, y ni tanto ni tan calvo; que ahora son demasiados derechos y muy pocas obligaciones para los niños que viven en zonas privilegiadas, porque de otros niños y otras infancias, poco ha cambiado la historia.

A MI MADRE COMO A JOSUÉ
06-OCTUBRE-2001

No lo digo por fanfarronear, ni por avasallar, pero a mi madre, cuando  aún no era más que una jovencísima pastora de apenas diez años de edad, un día de calor de fritura que apacentaba el rebaño de ovejas en la sartén del páramo de su pueblo, se le paró el sol en la mitad del cielo.
¡Uy! Menudo fue aquello, bien quisiera ya poseer la fuerza de imaginación bastante para alcanzar a comprender el cómo y el por qué ocurrió aquel imposible, pero, bueno, pese a tener  todo el aire de tratarse de una ilusión óptica, ¿por qué no? ¡A otras pastorcillas se les ha aparecido la Virgen en carne mortal!
Por supuesto, quizá también pudo ocurrir que metida siempre en fantasía y luchando con la imaginación, inconscientemente no aceptase como válida la realidad ilusoria y relativa que la envolvía, ni viese lo que la gente normal suele ver en las cosas, lo obvio, superficial y hasta errado, y  lo que ocurrió fue que hizo un desgarrón en la realidad para poner un poco de magia en la vida triste y monótona de la paramera. No lo sé, lo que sí sé es que a mi madre la he querido tantísimo, a más de por  ser un cielo de madre, porque era un vivero de anécdotas por ella protagonizadas tan reales como insólitas.
Aventuras que yo siempre escuchaba con los ojos iluminados por el asombro y la  admiración, y que tan emocionantemente me impactaron que pese al mucho tiempo que sobre ellas han pasado no han envejecido ni se han ajado, razón por las que puedo traer a mi memoria con  pelos y señales este pasmoso caso, que quizá cueste creer porque parecerá que lo estoy inventando, con todo, si  deseo contarlo es porque creo que merece la pena ser contado.

El sorprendente e imposible hecho  tuvo lugar un día de los de mayor rigor estival y solemnidad del año, la festividad de Nuestra Señora de Agosto, coincidiendo con las grandes fiestas patronales de la aldea  de la autora de mis días. 
Sin tomar en consideración lo festivo de la fecha, la zagalilla, como todos los días del año, al alborear la mañana y en compañía de los demás pastores, emprendía camino hacia la ineludible cita cotidiana con las ovejas; llegando al aprisco cuando el sol se desparramaba por el llano.
En esta ocasión en vez de permanecer en el brezal, como era lo habitual, tentada por la golosina de la fiesta bajó a la vega acercándose al pueblo y apacentó el rebaño por la verde y arbolada rivera del Río Carrión.
El ganado, tranquilo, pacía a dos carrillos buenos bocados de hierba tierna y jugosa que allí con el frescor del agua crecía abundantemente. Gran, ocioso, sin cosa mejor que hacer, con bostezos desgarradores dormitaba a la acogedora sombra de un fresno; entretanto la pastorcilla se apiporraba de frutos silvestres en su justo punto de maduración: endrinas, majoletas, garamochos, moras...
         En esto estaba muy quitada de la pena cuando de pronto estalló la fiesta en el pueblo, llenando el aire el pimpampún de la cohetería, el tatachín de la música y el tilín tolón de todas las campanas de la torre de la iglesia llamando a misa mayor.
Con aquella explosión repentina de ruido y alegría, algo muy fuerte  agitó sus sentimientos, y con los escalofríos de la emoción se le alborotó el corazón  y en la cabeza se le atropellaban sensaciones aflictivas: la dolorosa nostalgia  por la ausencia materna, que había sido para ella como un sol cálido y resplandeciente, pues ya se sabe que amor grande, amor de madre, y a ella la suya la había querido con tanta ternura que por verla feliz cualquier sacrificio  le parecía poco.
Unamos a esto el recuerdo de lo que significaba día tan señalado en su compañía, cuando lavada y repeinada, con zapatos y calcetines nuevos, muy tomaditas de la mano acudían al templo profundamente adornado con plantas y flores, la atmósfera cargada de fragancias a campo verde, incienso y cera, resonando emocionantes cantos religiosos.
         Mi abuela María Cruz -madre de la mía- por lo que tengo oído, fue una de las admirables señoras de antañamente, auténticas heroínas, mujercísimas de estirpe espartana que soportaban estoicamente cuanto les cayese encima para sacar adelante a la familia, pero pese a su moral de hierro, su fortaleza y capacidad de trabajo, tenían un "pero", uno solo, pero de bulto: inverosimilmente  se dejaban morir con una facilidad pasmosa, y a mi madre con la temprana desaparición de la suya se le vino el diluvio encima ya que la madrastra la inició en el oficio del pastoreo a una edad nada apropiada para andar trotando por el pedregal de brezos tras una punta de ovejas.
Con la añoranza de los días fáciles y felices ganó a la cría gran desconsuelo, y sintiéndose infinitamente sola, inquieta y desasosegada le dio por derramar lágrimas como nueces, y no siendo ésta la actitud más lúcida, tuvo el primer alarmante presentimiento de que allí pasaba algo, que no todo era normal, que , como decirlo, tal como si el viejo sol, sofocado, vacilante y tambaleante surcara la rampa celeste a pasitos tan menudos que parecía fijo en el aire, sin moverse de donde estaba, y, lógicamente, con la calma solar, el tiempo espesaba y enlentecía, con lo que las horas pasaban a rastras y la mañana resultaba enloquecedoramente larga, sofocante y cegadora, pues claramente se percibía que a menor aceleración solar, mayor ardor y fulgor, por lo que quedó como ciega y sólo percibía la gran luminosidad. Quedó también como sorda, pues aunque todo vibraba, todo sonaba, sus oídos únicamente percibían la música entre el campaneo y el  estruendo de la cohetería.
En aquel escenario confuso, fuera de sí, perdido el control de si misma, se dejaba conducir por las ovejas que satisfechas, con la andorga repleta, por su cuenta emprendieron el regreso al páramo, provocando en el camino una polvorera densa y flotante. Atosigada por la nube de polvo que al posarse sobre su piel sudorosa la impregnaba de tierra, y ofuscada por el chisporroteo del sol y la excesiva luminosidad, estaba cada vez más dolorosamente persuadida de que su peor presentimiento, "el parón solar", se estaba haciendo realidad.
Devota de la Divina Pastora,  por  afinidad  de  oficio, le rogaba  fervorosamente que obligase al astro del día a acelerar el paso y evitase la faena de quedarse quieto.
         De regreso en el llano tapizado de brezos, atosigada por los zumbidos y las picaduras de moscas, mosquitos y moscardones, a merced del calorón que se pegaba a todo el cuerpo -se pegaba incluso a los pensamientos- llenando la cabeza de bochorno y pereza, envuelta, para empeorar las cosas en el ebullente reverbero que avanzaba por la planicie entre reflejos que desfigurando y difuminando contornos proporcionaban una visión viscosa e irreal de las cosas. Con tal apariencia engañosa es perfectamente posible y hasta natural que la idea de realidad se le volviera a la chiquilla ambigua, y el sol un resplandor inmóvil en el corazón del cielo.
¿Puede alguien imaginar la escena? No, no creo que pueda, hay que haber sido niña pastora y haber estado allí,  chupando gota a gota días abrasadores, redondos, sin fronteras, repletos de minutos elásticos que se alargaban hasta antojarse horas, y horas que resultaban pequeñas eternidades. Perdón por la reiteración, pero después de pasar por semejante experiencia, a nadie debiera asombrar que a los ojos de la niña con la cabeza llena de pajaritos y gran dificultad para deslindar la realidad de la fantasía, las cosas envueltas en tan misterioso camuflaje variasen  de significado, por lo que no siempre lo que veía era exactamente lo que creía ver.
Lo que tampoco carece de su puntito de lógica, sabiendo como sabemos que " la realidad es tan varia -tan irreal en realidad- que presenta tantas apariencias como individuos la viven”. Es por todo ello que creo que la cría es merecedora de simpatía, comprensión y admitir que a cualquiera en su lugar viviendo aquel alud de circunstancias adversas, probablemente hubiera sufrido una alucinación cuando menos tan rara y singular como la por ella vivida.
Pero vamos a los hechos que más o menos se desarrollaron así o así lo vio mi madre, y si para la autora de mis días resultó patente realidad, también para mí, pues para un hijo lo que dice su madre va a misa.
El sol remolón ascendió cielo arriba y entre  patinazos y reculones éste logró, al fin, alcanzar lo más arribones, la mera picorota del firmamento, y una vez allí, pisó el freno y paró en seco. Y cuando digo que se detuvo en seco no estoy hablando en sentido figurado, quiero decir que se paró definitivamente. Y con él, el tiempo.
Supongo que no faltará quien no lo admita, pero trataré de explicarme: se dice que el tiempo no existe, que es sólo una metáfora que usamos para medir lo inmedible e incontable, que el hombre es tiempo  y la vida del hombre otra metáfora y etc. etc.; pero yo, que no deseo filosofar y menos aún polemizar, sino contar la realidad de los hechos punto por punto, digo que exista o no el tiempo, ahí está y visto, digamos, desde un punto de vista  cósmico, sin oscilaciones, siempre igual, las horas no pueden ser  ni largas ni cortas, todas tienen sesenta minutos de sesenta segundos exactos. Pero la cosa, no obstante, tiene su intríngulis. El mismo Einstein, que sabía lo que traía entre manos, aseguraba que el tiempo es de goma y se dilata o contrae según y como, y le concedo toda la razón, porque el tiempo será siempre todo lo igual que se quiera, pero nunca constante, puesto que incontrovertiblemente siempre será por entero diferente la apreciación del mismo, para un individuo a quien la carga del susodicho tiempo le resulta confusa y aplastante en razón de tener un carrillo hinchado y le pesa una barbaridad a consecuencia de un dolor de muelas aparatoso y terrible, que a una pareja de tórtolos enamorados arrullándose a la plateada luz de la luna, a  quienes las horas  se les  tornarán instantes.
No es cosa de dramatizar, pero la pastorcilla, a pesar de discurrir y obrar cual corresponde a su edad, es decir, viviendo de confusión en confusión, cayó en la cuenta de la situación verdaderamente inaudita en que se hallaba: con el globo  solar anclado como zepelín cautivo, el tiempo sin el soporte de los giros solares que son los que originan los días y las noches, también roto, clavado en un mediodía exacto, en un puntual momento presente inacabable, y, consecuentemente, con el futuro vacío. Y ahora viene lo más grave: con el paso de los días cambiamos por dentro y por fuera, pero si el tiempo se ha hecho pasta espesa y no pasa, la vida también queda en un punto muerto, y, consecuentemente, suspendido el proceso de crecimiento, permaneciendo como estaba en aquel momento, en estado de niñez a perpetuidad.
Con la angustia de verse en aquella situación límite, le dio por llorar acongojantemente, y entre lágrimas y suspiros se ovilló a Gran, su perro y único consuelo, y hecha apretado nudo con él, pronto quedó profundamente dormida, dado que su madre era una presencia continua en su imaginación, y lo  bien conocida que es la maravillosa facilidad de que gozan los niños para servirse de la magia de los sueños para hacer asequibles deseos insatisfechos, lo más probable es que de inmediato se pusiese a soñar a todo gas para  satisfacer plenamente su anhelante deseo de disfrutar de la compañía materna a pleno y prolongado placer.
Tan extendida resultó la siesta que la interminable espera terminó por romper los esquemas mentales de las ovejas que inquietas y desorientadas terminaron por organizar un ruidoso concierto, agitando nerviosamente esquilas y cencerros, acompañados de  patéticos balidos, be, bee, beee... El escandaloso cencerreo despertó sobresaltada a la soñadora, que como impulsada por un resorte se incorporó de un salto. El corazón le daba vuelcos y los ojos escapaban de las órbitas no dando crédito a lo que  veían: un enorme sol de oro caía en picado cielo abajo, y ya a media altura el calor había perdido su fiereza y la acritud de la luz se  difuminaba alargando las sombras.
¡Ay, Dios! O sea, que todo había pasado sin pasar. Cuando al fin quedó por entero persuadida de que no había pasado nada, que todo había sido nada, como si  nada, y las cosas habían vuelto a la normalidad, supo lo que es alegrársele a uno las pajarillas, pues tal fue su regocijo que trémula de emoción rió y lloró de alegría. Pero no por  mucho tiempo, de pronto se asustó de nuevo, era tarde y tenía la perentoria orden de estar de regreso en casa después de la puesta de sol, pero antes de que anocheciera totalmente. No convenía a la madrastra el retraso de la cría, porque con la tardanza de la hija, el padre desasosegado y nervioso se ponía intratable.
Lo inmediato era reunir el rebaño  disperso. No resultaba difícil con la eficaz ayuda de Gran, que allí estaba, todo ojos, en espera del menor gesto para entrar en acción y atar corto al ganado. A más de que las ovejas son -aunque algo atolondradas- animales de temperamento dócil y bastan unos silbidos; el ademán de lanzar una piedra y cuatro gritos  raros: ¡eh,  uuui, ahí, ahiiii, perro, eeeeeh,  ovejas....! y obedecen como novicias.
Y en un periquete quedó reunido el rebaño, y desplazándose en piña volaban más que corrían hacia el corral. El sol se marchaba con sus resplandores tras las montañas y el cielo empezaba a desangrarse por el horizonte cuando cerraban las puertas del redil y emprendían camino del pueblo felices y alborozadas. 
- Gran, a la una, a las dos y... ¡A las tres! Tonto el último.
Y con la alegría de la niña, el perro, loco de contento no sabía qué hacer, y transmutándose en niño... en niña, jugando con ella brincaba como mono a su alrededor, corría después lejos y con increíble pirueta daba la vuelta para regresar desbocado, ladrando en tono regocijado y moviendo dislocadamente el rabo mostrando su contento.
Llegaron al pueblo en fiestas con las últimas luces del día. En la alameda sonaba la música y todo el mundo bailaba, perro y pastora trepados sobre un montón de piedras presenciaban fascinados el festivo jolgorio en su apogeo con gran trajín de colores y voces.
No cabe duda, mi madre no tuvo una infancia ni fácil ni feliz, pero sí  de lo más emocionante.