Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

domingo, 3 de abril de 2011

LA NORIA DE LAS CUCHARAS

Eso que tú llamabas en 2001          "La noria de las cucharas" o “Correcazuelas”, y que en mi pueblo se denominaba “comer a pilón”, no se hacía ya en la lejana época de mi infancia, pero he oído muchas veces a mis padres contar que así comían en todas las casas –imagino que sólo en las humildes-.
Nadie empezaba hasta no estar todos los comensales sentados a la mesa cuchara en mano y por mucha hambre que hubiera –que la había-       a nadie se le ocurría meter el cuezo hasta que el padre había tomado la primera cucharada.
El sonido de cuchara contra barro; ese “ras”, aun creo seguir escuchándolo al pensar en las sopas de leche –o de ajo- que mi abuelo tomaba siendo yo muy niña, en una cazuelita individual del mismo barro “vidriau” y rugoso que siguen teniendo las cazuelas de Pereruela.
También comían “a pilón” el sabroso y diario “cocido” con garbanzos de Alaejos: los mejores que existen –eso dicen-.
La sopa la ponían en una fuente ovalada de porcelana blanca y filo azul o rojo –semejante a la foto que encontré por Internet- a la que en Alaejos se le denominaba “larguero” y que era atravesado por los ojillos de la familia –sobre todo los de los más pequeños- aguardando ordenadamente el turno de meter la propia cuchara.
Me contaban mis padres y abuelos, que además del “ras” no se oía más que el zumbido de las moscas en verano y el sorber de mocos de los constipados en invierno. La conversación se dejaba para después, por aquello de “oveja que bala…”
¡¡Otros tiempos Félix!! Seguramente ahora –con todo e higiene- el sabor no es tan rico como los que tú y yo recordamos… y a nadie le daba escrúpulo comer del mismo “larguero” que padres, abuelos y forasteros, por muy “esporcellau” que luciera.
Abrazos grandes.

Marisa Pérez       


LA NORIA DE LAS CUCHARAS

Valladolid, 10 de Septiembre de 2001


         Queridos hijos: Estoy tumbado cara al cielo con la vista clavada en el techo de mi habitación estrellado artificialmente con lo que cada noche puedo hacerme la alegre ilusión de que mis ojos corren libres por entre las estrellas verdaderas del portentoso firmamento de mi pueblo, y como una cosa lleva a otra, no tarda mucho mi volátil y traviesa fantasía en llevarme a mezclar recuerdos antiguos y actuales, reales e imaginarios, y así, de pronto y caprichosamente me encuentro saboreando  con el paladar mental el exquisito olor y sabor característico de aquellas sopas de ajo de entonces, honestas e intachables, todo un poema, para quienes sabían apreciarlas en su junto valor y experimentaban su sabor puro e indescriptible, capaz de despertar entusiasmo  en aquellos que poseen la sensibilidad adecuada y tienen el paladar puesto en su Sitio, algo que por cierto, carece por entero la juventud actual, empezando por casa.

He brindado a los nietos la posibilidad de saborear unas de estas sopas de ajo de lujo, algo digno de paladares dados a placeres  y al deleite y… ¿Sopas de ajo? ¡Gua, qué asco tan grande! - han contestado todos a una- Y nada me extraña tal como tienen de enajenado el paladar con tanto extraño sabor edulcorado y ful, saturados de conservantes y colorantes,  acostumbrados a golosinas sospechosas -cuando no nocivas- envueltas en papeles plastificados de colores fluorescentes y psicodélicos, con sabores a  chorretes de refrigerador, viciosillos pepsicoleros, engolosinados a esa bebida de pacotilla mal llamada “la chispa de la vida”. No saben lo que se pierden.
         A mí, ahora mismo, mentándolas me ha crecido la saliva y me apetecen extraordinariamente, y es que las sopas de ajo son uno de esos manjares en los que al sentarte a la mesa entran en juego los cinco sentido que Dios nos ha dado: se come con los ojos por el excitante  color rojizo que les presta el pimentón refrito; con el olfato, puesto que huelen que alimentan y alborotan la segregación de los juegos gástricos; interviene también el oído con el sabroso crujir de los torreznos bien churrusqueados, y, por supuesto, el gusto, que es el sentido que a la hora de comer cobra mayor importancia y participación.
         Se elaboran las sopas con productos los más sencillos y elementales que darse pueda: agua hirviendo con abundantes ajos, un cuscurro de pan duro, cucharada de pimentón, toque de cominos y torreznos, a lo que hay que añadir dos elementos de gran importancia, una buena dosis de cariño y tiempo por delante, con lo que se obtiene el guiso sencillo y sabroso, con precios de risa que arregló el cuerpo de nuestros padres y abuelos todas las mañanas del año durante todos los años de su vida... Por supuesto habrá a quien les parecerá alimento pobre y monótono, pero como queda dicho, a nuestros ancestros con el apetito bien puesto y aguzado no era así en absoluto, contrariamente, las afamadas sopas de ajo les resultaban poco menos que la perfecta conjunción  de algo que bien podía decirse que cumplía la trilogía pan, vino y tocino. Sin exagerar puedo asegurar que no recuerdo haber visto a nadie comer con mayores muestras de gusto y satisfacción que a mi padre rebañando los rebordes tostados  y la exquisita costra  pegada al fondo de la cazuela, animado todo ello con un buen vaso de vino para desengrasar y suavizar el gaznate.
         También puede parecer fácil su elaboración, pero preparar este plato extraordinario a la perfección exige largo y complejo entrenamiento, porque hacerlo de cualquier manera está al alcance de todos, pero para quien pretenda legar a saber lo que trae entre manos y darle el punto exacto, lo mejor será dejarse aconsejar por las abuelas que conocen todos los secretos aprendidos a lo largo de muchos años de práctica.
         Con los ojos de la imaginación puedo ver a la autora de mis días migando finas rebanadas de pan  duro que remojaba en agua de ajos con un toque de cominos que en fuego de leña de roble hervía lenta, muy lentamente, hasta alcanzar la consistencia y la textura debidas. El guiso lo remataba regando sobre las sopas albadas, la grasilla de freír los torreznos, en la que se refreía el pimentón.
         Recuerdo que en mi adolescencia participé en no pocas ocasiones en casa de los abuelos en la llamada: "La noria de las cucharas" o “correcazuelas”, que consistía en colocar en el centro de la mesa la humeante cazuela de la que por turno todos picábamos, sucediéndose con orden inmutable, nadie se adelantaba ni se quedaba en retaguardia, cucharada y paso atrás.
Soy del humilde parecer de que aquella manera comunitaria de comer, aunque, por cierto, menos elegante y menos higiénica, haciéndose como se hacía, relajadamente y buen humor, resultaba muy animada y placentera.
 En mi memoria  y en mis oídos resuena aún la gozosa música del cuchareo, el tamboril alegre, vivaz y acompasado del chocar el metal de las cucharas con el barro. Eran otros tiempos, peores, sin duda, pero con un encanto indiscutible.                                                       
Besos y abrazos,