Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

jueves, 27 de enero de 2011

LORENZA Y LA MUERTE DE PLÁCIDO

Como decíamos ayer, para aliviar a mi madre en las tareas del hogar, trabajó en casa Lorenza: una joven mujer bastante singular que nació sin dedos en las manos, es decir, únicamente con las falanges, sin falanginas ni falangetas, pero su minusvalía no suponía obstáculo para ser limpia, responsable y sumamente habilidosa en el manejo de las tijeras y la aguja.
 Tristemente, lo que recuerdo de ella como si las cosa hubieran tenido lugar ayer mismo por la tarde, es una alocada acción que llevó a cabo cuando vivíamos ya en Guardo.
Tenía yo seis o siete años, y se desencadenaron una serie de circunstancias adversas que dieron lugar a mi primer gran disgusto en la vida: la trágica muerte de “Placido”, nuestro perro; un chucho grandullón, noblote y simpático que sabía hacerse querer y con sobrados motivos era el orgullo de la familia.
Estos son los hechos: Lorenza tenía un novio en toda regla, serio y formal, pero surgía un problema, la futura suegra repudiaba a la moza por su deficiencia física.
Así las cosas, con motivo del cumpleaños del hijo, la madre le regaló un pañuelo de seda que entonces era un toque de elegancia llevar al cuello los mozos, pero ocurrió que el novio consideró un fino detalle de galantería obsequiárselo a la novia, y ésta a su vez, tiempo después, el día en que el prometido dio por roto el compromiso por que no ganaba para disgustos con su madre.
La pobre chica al verse vestida y sin novio, se trastornó y tuvo la pésima ocurrencia de hacer tiras el pañuelo, amarrarlas el cuello del perro y con gritos y amenazas lo espantó. El chucho amigo del novio y conociendo bien su casa corrió a refugiarse allí; ¡¡para qué lo haría!!
La bruja desalmada que vio su pañuelo hecho jirones, montó en injusta cólera que descargó sobre el inocente emisario echándole una soga el cuello y lo colgó de un árbol.
Menudo drama organizó aquel ahorcamiento. De mí, digo que después de más de ochenta años aún guardo vivo en la memoria el recuerdo de Plácido.

Besos y Abrazos de vuestro padre.                      
Félix


MI MADRE, CORNITA A SU PESAR


Queridos hijos:

Mira que hay pueblos en España, pues tuvo mi madre que dar con sus huesos en el más inadecuado imposible.
Por eso de que uno ha de mostrarse siempre fiel al terruño en que abrió los ojos a la luz, proclamo mi humilde orgullo de ser cornito, pero ni puedo ni quiero silenciar que Cornón es millonario en estrellas, pero a ras de suelo no pasa de ser un poblachín de perrachica pobre, triste y desconejado, pues en aquellos días el único cordón umbilical que le conectaba con el mundo era un accidentado caminucho terrero trazado por las ruedas de los carros y las pezuñas de los animales. Por lo demás, sus tierras de secano resultaban poco agrícolas; Dios y su hija, la madre Naturaleza, se han mostrado poco generosos, lo que dio  justificado motivo para que se produjera el duro problema de la emigración que en su momento lo despobló.

Pese el escaso rendimiento, o precisamente por ello, los cornitos, que eran ambiciosos, no dejaban baldío ni un palmo de terreno, cultivaban hasta el último rincón, razón bastante y sobrada para exigir que la familia en pleno, incluidos niños, prácticamente desde que echaban a caminar, y las mujeres a vivir como burritos de carga. De ahí que en Cornón no se diese el sexo débil y las féminas con mayor predicamento fuesen las viriles con músculos de toro y las manos que resultaban más atractivas eran las duras y ásperas, grandes como trillos para manejar con brío y eficacia las rudas herramientas agrícolas.

Mi pobre madre, mocita decorativa, con dulce y linda apariencia de señorita, manos pequeñas, blancas, regordetas, suaves como el pompón de aplicarse los polvos en las mejillas, muy apropiadas manos de novicia para bordar y tejer tapices, leída y escribida, limpia y repeinada, pero como mujer, con escaso poderío físico para manejar aquel arado; chismarraco que no había sufrido trasformación desde la época de los romanos, (imaginaros a vosotras mismas empuñando la esteva de aquella herramienta anacrónica en un terreno duro y pedregoso e imaginaros también parir valientemente como ella lo hizo para traerme al mundo).

Pues, eso, ¿qué hacía en Cornón una mujer como mi madre que para esposa de un cornito no reunía condiciones, que resultaba un honor superior a sus merecimientos y los ropajes como tal le quedaban grandes?
Con los cien ojos cornitos pendientes de ella, por ejemplo: sus surcos superficiales y torcidos eran motivo de escarnio y risas de cornitos y cornitas; ellas decían, “ésta no es la otra”; ellos, machísticamente, “tanto que sabe ler y escrebir, ¿pa`qué? La mujer ensabiendo saber bien a hembra, sobrao sabe” Así que pronto se hizo famosa por  “mala fama ganada a pulso” Y lo explico:
Razón primera: Además de guapa, educada y fina, sabía leer y escribir.

         Segunda razón o motivo: Introdujo en el pueblo el uso del calzoncillo, que ni remotamente se conocía.
En Villalba, el pueblo de mi madre, ya existía uno depositado en el ayuntamiento para  uso comunal, a disposición de cualquier vecino que emprendiera un viaje, lo que estaba muy bien, sólo tenía una pequeña pega, como la gente no estaba acostumbrada a ponérselo, tampoco a quitárselo a la hora de... Bueno, el caso es que la limpieza brillaba por su ausencia.

         Tampoco este detalle cayó nada bien en Cornón, y cuando la autora de  mis días lavaba los de  mi padre y los tendía al sol para su blanqueo, la gente pasaba  mirando de reojo, y con gestos de asco exclamaban: “uf, uf, uf, que aparato”, las más claras muestras  de desaprobación.
Costó lo suyo lograr que su uso se pusiera de moda.

Sin embargo no se piense nadie que mi madre vivía ociosa, simplemente lavando el calzón de su marido o en un lecho de rosas; saltaba de la cama la primera, antes de que el astro del día empezase a alzarse por el firmamento y era la última en acostarse.
Entre tanto la jornada era de movimiento continuo de sol a sol: el ajetreo de las labores del hogar, escobetear, fregar, lavar, preparar el fuego, acarrear el agua, guisar, dar de comer al cerdo, ordeñar, amamantar al hijo y asearle el culito…y después de este trajín acudir al campo a arar o a segar agachándose e irguiéndose hora tras hora bajo un sol amodorrante, atropando y atando las gavillas de mies con el polvillo flotante pegado a la garganta como engrudo.

Relataba que en ocasiones, cuando se sentía más agobiada y afligida, se detenía a observar a las hormigas que con inaudito esfuerzo avanzaban por dificultosas sendas entre la hierba cargando a la espalda pesos muy superiores a sí mismas, e imitando su ejemplo hacía un esfuerzo supremo de voluntad para seguir adelante hasta rematar la faena, para jadeante y sin aliento regresar a casa.
Contaré la anécdota del estercolero, que puede parecer una tontería, pero no lo fue en absoluto. Las tierras poco agrícolas y la agricultura en pañales trabajada, por poner un ejemplo significativo, con un arado que muy probablemente la fecha de su invención puede  remontarse a la lejana época en que la madre Naturaleza  era apenas una virginal doncella; en los años de sequía, de vacas flacas de raquítica cosecha, con los trigales abrumados de amapolas y mariposas, más que espigas, la gente vivía tan austeramente que rezaba la miseria, sedienta de pan.
      Pues eso, que se avecinaban las fiestas del pueblo, san Antolín, y las calles de Cornón, estaban empedradas de boñigas, cagajones, cagalitas y todo ese cacao maravillao y mi madre no supo resistir la tentación de adecentar el pueblo recogiendo toda aquella riqueza regada por el suelo. Así que escobetón y pala en ristre y cuévano a la espalda se lanzó a la faena.
¡Para qué lo haría! Cornón, convertido en una colmena zumbona, estalló en carcajadas burlonas, sin que creo faltase algún problema de diafragma por espasmos de risa. Hablando cornitamente  se decía, “que discurriato el de la güetagones esa que la mu sansirolona que tanto sabe ler sin servir p’a cosa otra que atropar mierda”.
      Eso fue de entrada, pero conforme crecía el estercolero, se fueron excitando los ánimos y la cuestión se volvió vidriosa y todo  eran  miradas cargadas de sospechas. Los cornitos de nerviosismo incordiante decían de la autora de mis días “¡que cuajo el de la intrusa!”
      Total, y resumiendo, que se reunió en consejo y por unanimidad y arbitrariamente decidieron que para ser barrendero de pueblo había que pagar un canon, pero con la siguiente inicua condición, si se trataba de un indígena la cuota  eran diez reales y dos cántaros de vino anuales, si se trataba de la  intrusa, doble: un duro y cinco cántaros. Hay que considerar que aquel duro de entonces suponía casi una riada de dinero, pero mi madre lo pagaba, porque sabía que “la boñiga cría espiga” y algo mejoraba las cosechas.
Además de  todo esto, tengo que referir la enorme complicación que suponía para ella salir de casa a trabajar.

Cuando era yo un bebé alimentado en el pecho materno me llevaba con ella donde quiera que fuese; si al campo, me arrebujaba en una manta y me acurrucaba al pie de un árbol o en medio de un matorral al abrigo de fríos y calores, pero pronto crecí y empecé a caminar y a correr.
También llegó mi hermano y entonces era a él, el niño de pecho a quien llevaba con ella, y conmigo ¿qué hacer?
A veces se animaba a cargar con lo dos, pero dice el refrán, “ara con niños y recogerás cardillos”, o sea, que imposible trabajar con dos críos, uno de ellos cosido a sus faldas, ¿qué otra solución? Ni pensar dejarme en casa solo, ni en la calle, ni al cuidado de una vecina porque a todas se les presentaba igual problema. Entonces, como mal menor, con el corazón acongojado, me dejaba amarrado a la pata de la cama. Por ello, en cuanto podía, corría a casa angustiada a rescatar al hijo cautivo.
Me hallaba siendo pasto de las moscas, embarrado de mocos hasta los ojos, excrementado, hambriento, sediento y desgañitado de tanto berrear.

 ¿Era eso realmente vivir? ¿Era aquello el prometedor porvenir que esperaba a sus hijos? La complicada situación la movió a reflexionar sobre la obligación de buscar una solución por aquello de que “quien no se amaña no se apaña” y estaba claro que vivir en aquel villorrio chismoso y trasconejado consistía en sudar la gota gorda a fin de lograr un poco de comida con que recuperar fuerzas para volver a trabajar y nunca medrar, pues evidente que practicando aquel tipo de agricultura resultaba el sueño de lo imposible pensar siquiera en mejorar de posición.
Y eso no era todo, en Cornón no había novedad alguna, nunca ocurría nada, la vida se la comía el cáncer de la rutina, hoy igual que ayer, lo mismo que mañana. Siendo esto así se imponía tomar la decisión irrevocable de emprender graciosa huída hacia el futuro que por allí no pasaba. El mundo, se decía a sí misma, está ahí fuera, lleno de caminos que conducen a muchas partes con personas que piensan, que ríen, que viven…
Era mi madre muy dada a concentrar los pensamientos en las cuestiones, le gustaba pensar y pensar, volver a pensar, y pensando, pensando llegar hasta tener ordenadas las ideas, y una vez decidida a echar a caminar no resultaba fácil detenerla.
Contaba graciosamente la autora de mis días que una gallina clueca que amorosamente cuidaba y enseñaba a su dorada prole a escarbar a la caza de lombrices, le descubrió el filón, le inspiró la idea salvadora: sería “recovera”, negociaría con  leche, huevos y aves de corral.

No resultó fácil, pero con tesón y una pequeña suma de dinero que le facilitó su padre, el abuelo Francisco y contando con la inestimable ayuda de “Ruche”, una burrita en la flor de la juventud, más lista que algunas mozas, inició el negocio, por supuesto, en pequeña escala, pero toda marcha empieza con el primer paso, y éste consistía en recorrer de puerta en puerta las casas de los pueblos circundantes más próximos, y el mismo Cornón, recogiendo la mercancía que revendía en el importante mercado de Guardo.
Cornón, en principio se mostraba reacio a vender, pero concurría una singular circunstancia, en aquel entonces, por aquellas tierras, el dinero en efectivo brillaba por su ausencia. Nadie disponía de dinero contante y sonante, y quien tuviera necesidad  urgente de alguna peseta en el bolsillo tenía que acudir al mercado a vender, por ejemplo, un saco de trigo. Por la necesidad absoluta de dinero la venta de estos productos representaba magnífica oportunidad para obtenerlo, así que se desvivían por reunir algunos huevos y criar algún pollo tomatero para acudir presurosos a ofrecérselos a mi madre que pagaba al contado.

Para contar con libertad de acción requería de ayuda, la que obtuvo con una persona bastante singular: Lorenza era su nombre, bien la recuerdo porque estuvo largo tiempo en casa.

Bien, tal como decía, al permitirse el lujo de liberarse de la seria preocupación, mi madre pudo dedicar más tiempo a la actividad para la que estaba claro que poseía mejor actitud que para destripar terrones; comprar y vender, porque bien compra y vende quien bien regatea y ella se hallaba en su salsa practicando ese arte en el que decía se conoce al personal, su inteligencia, su tolerancia y hasta se puede establecer juego de palabras con cierta ironía entre vendedor y comprador.

Con entusiasmo y mayor dedicación fue posible ampliar el campo de acción y organizarse mejor procurándose ayuda que se cuidaba de hacer el acopio de la mercancía, evitando corretear de puerta en puerta, su cometido era cuestión de cargar y acudir directamente al mercado.

Practicaba la autora de mis días el lema de respeto al cliente, es decir, siempre la verdad por delante y las cuentas claras. No contaba torpemente con los dedos, manejaba con soltura la Aritmética para los cálculos y la liquidación de las cuentas. A esto se sumaba presentarse siempre con una sonrisa en los labios y gozar de un cierto carisma con el que se ganaba la confianza de los clientes, a más de caer simpática promocionando donairosamente sus productos: Leche honrada, decía, sin bautizar, cremosa, y tan reciente que ayer tarde era un brazado de hierba, y los huevos más frescos: sólo trayendo la gallina debajo del brazo para que los ponga directamente en la sartén del cliente.

Era costumbre de mi progenitora frecuentar las golosinerías para que no le faltasen en el bolso chuches, porque decía que cuando correteaba por los pueblos echaba de menos a sus hijos y le servía de consuelo acariciar a cuanto crío se cruzaba con ella y endulzarles la boca con confites y caramelos.

Es de hacer notar este detalle; como la visión humilde de negocio se elevó de nivel a ojos vistas, las cornaladas de los cornitos se volvieron exclamaciones de admiración: “coño, coño, la Filumena, que despabilá, feriando güevos le se salen los reales por las sus orejas”.

Lógicamente, la buena marcha de las cosas exigía viajar diariamente al mercado, que resultaba llevadero contando con la burrita, que era gran parte del éxito, dado que con su trotillo alegre, suave y ligero, según su dueña, una alfombra voladora en la que los huevos en serones entre paja iban seguros. Pero, ida y vuelta sumaban dos leguas largas con frío, lluvia, nieve o sol, por lo que resultaba necesidad absoluta la aproximación a la clientela, pero mi padre hecho al modo y condición cornita y con una visión del mundo que no pasaba  más allá de la punta de la nariz, resultaba singularmente difícil arrancarle del pueblo. 

Vámosnos, Víctor, suplicaba insistentemente mi madre, ¿qué hacemos en este poblachín de parra chica donde los alimentos no caen de la atmósfera, todo lo contrario, los años de vacas flacas, no pocos, en los que la cosecha se recoge prácticamente grano a grano, poco menos que escasea el pan, la vida de los pobres?
Saca los ojos de Cornón y verás que hay más mundo que este…

La tenacidad y los buenos resultados dieron su fruto y al fin vio cristalizado la ilusión de residir en Guardo, poblachón minero donde los obreros del carbón  con su dura faena de perforar la tierra obtenían jugosos salarios que solían derrochar rumbosamente y, consecuentemente, en el próspero pueblo resultaba fácil ganarse la vida, y allí se establecieron con un puñado de vacas selectas; recuerdo los nombre de algunas, Lista, Chata, Linda, Mora…, nobles animales que daban abundante y excelente leche, tan cremosa que flotaba sobre ella una capa de un par de dedos de nata. Conservo en el paladar el sabor de las gustosas meriendas; una buena rebanada de pan con generosa capa de flor de la leche, con azúcar o miel.

Como era de esperar las cosas marcharon a pedir de boca desde el primer momento, y pronto contaron con clientela fija entre las primeras y principales familias. Como clientas muy a destacar recuerdo a una señora cubana, esposa de un ingeniero de minas, padres de quince hijos que para proveer las necesidades de leche y huevos a tan numerosa familia todo lo que se les suministrase era poco, con lo que resultaba que pronto tuvieron más clientes de los que podían atender.
Así las cosas, resulta evidente que la vida fuera de Cornón se desarrolló con absoluta normalidad, habían alcanzado un vivir modesto, pero digno y tranquilo. Atrás quedaban fatigas y estrecheces, se habían liberado de la esclavitud del trabajo rudo e improductivo.

Mi infancia y adolescencia en Guardo transcurrió todo lo feliz que un crío puede ser, la chiquillería éramos libres como el viento, gozábamos de libertad para obrar a pleno placer. Aunque es cierto que pasaron cosas significativas que me impactaron y otro día contaré.

                                      Besos y abrazos
Félix