Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

domingo, 13 de febrero de 2011

SERVICIO MILITAR Y… MUCHO MÁS

SERVICIO MILITAR Y… MUCHO MÁS

Valladolid 19-3-2010

Queridos hijos y nietos:

Como bien sabéis me quedan un par de peluqueadas para cargar sobre la espalda noventa tacos de calendario y con tantos tacos de almanaque, tantísimos, que me faltan tres cortes de palo para ser nonagenario, esto es, que si como se dice, la vida empieza a los noventa, estoy alcanzando la infancia de la cuarta edad, lo que no evita que escarbando en el traspatio de mi memoria y resucitando recuerdos resulta que, por asombroso, y hasta insólito que pueda parecer, en un remoto pretérito algún día de un lejano pasado, además de mozalbete intrépido y pendenciero,  también fui joven, quiero decir, en mis buenos viejos tiempos, fui joven y cumplí el servicio militar.

Considerando que en aquellos difíciles tiempos, cuando para los demás el tal servicio a la patria consistía en la más absurda pérdida de preciosa juventud,  ese divino tesoro; encerrados en cuarteles por doquier atestados hasta el techo de soldados ociosos, aburridos, hambrientos, siendo pasto de piojos y ladillas… ¿Merecía la pena el desperdicio de vida tan sin pena ni gloria?
Mili KK, se decía con sobrada razón puesto que se trataba  de sufrir tres interminables años estériles de cuartel, tres eternos años de mortal aburrimiento.

Fui destinado a Bilbao y no puedo quejarme, ni me quejo, pues sería de vicio, porque mi incorporación al ejército, fue un tiempo corto, cómodo y divertido.
Mi buena suerte llegaba de la mano y bajo las órdenes de un  brigada de la compañía que era  saldañés, y como Saldaña no es mi pueblo -pero como si lo fuera- fui un privilegiado porque me tenía enchufado como cabo furriel: encargado de repartir la comida; en verdad, puedo decir que poco menos que nadando en la abundancia, encargado de repartir el escaso rancho, para mí no tan escaso, porque, ya se sabe, “quien reparte y bien reparte…”
Si sigo descorriendo la cortina de la memoria hasta aquellos inolvidables tiempos me avergüenzo de que valiéndome de mi situación ventajosa, abusaba sirviéndome el primero, lo más y lo mejor. Descaradamente, por qué negarlo, la comida  me sobraba.

Mayor cargo aún de conciencia resultaba, si se toma en cuenta que la hora de la comida, escasa y de mala calidad,  resultaba un triste espectáculo: En el patio pobres soldados a los que por rabiar de hambre, se les juntaba  con las ganas de comer.

No era eso todo: como en el cuartel no existía comedor, ni mesas ni nada de eso, los pobres soldaditos formaban larga cola en el patio frente al perolón, con viejos y abollados plato y cuchara de aluminio que cada quien llevaba siempre consigo a la cintura colgados de una argolla, y para mayor desconsuelo, les servían, y de pie, o sentados en el vil suelo, comían el mísero caldo con cuatro garbanzos bailando, eso era todo, ni para un diente. Francamente mal, es decir, peor imposible.

Concurrían para mi, otras circunstancias favorables, gozaba de otra ventajosa concesión: en la compañía había soldados cuyos padres residían en la ciudad y por alguna especial prerrogativa pernoctaban en sus casas y, con autorización del brigada, su racionado trocito de pan me pertenecía.
No es que fuesen muchos, media docena y  los fines de semana alguno más, un tesoro para mí.
Pues vamos a ver, practicando un sencillo cálculo matemático: un día con otro, siete u ocho chuscos, que me quitaba de las manos el dueño de un restaurante al precio de tres pesetas unidad, se vendían como rosquillas. Resultaba una mina de oro, un río de dinero sobre todo tomando en cuenta que los soldaditos percibíamos de paga la inaudita miseria de media peseta diaria.
Pues eso, que con motivos sobrados para tener una visión optimista de la vida, puesto que el dinero se me salía de los bolsillos, me sobraba para dar alegría al cuerpo, y dado que don dinero como bien sabido es, tiene un encanto irresistible, no me faltaban amigos, ni tampoco novias.

A propósito del servicio a la patria, en México se reducía a acudir, los mozos en edad adecuada, a una comisaría de policía un par de horas las mañanas de los domingos de un año para hacer un poco de ejercicio. Recordaréis que en nuestra calle se veía a los jóvenes, sin uniforme alguno, evolucionar de acá para allá, “un, dos, un dos, tres, cuarto…” En mexiquito lindo existe la “sagrada institución de la mordida”, que hace milagros. Por poner un ejemplo cercano, Jose no cumplió ese trámite; un capitán del ejército, amigo mío, por una módica cantidad resolvió la cuestión estando Jose en España.

Por propia voluntad no me hubiera licenciado abandonando la mina de oro, pero aún no cumplía el año en el cuartel cuando ocurrió el triste fallecimiento de mi padre y me enviaron a casa por hijo de viuda.

Y ahora ¿qué? Yo en Saldaña me encontraba bien, incluso muy bien, liberado del ejército, y con 22 años, aunque quedarme en el pueblo que ofrecía escasas posibilidades de futuro no me ilusionaba precisamente.

Venía de Bilbao, conocía las atractivas tentaciones que ofrecía la ciudad y habituado al movimiento y bullicio de donde creía que la emoción y la alegría estaban garantizados, quedarme en el pueblo no me seducía, así que la idea de pirarme de nuevo a una gran ciudad resultaba casi irresistible.
Casualmente, por aquellas fechas, mi hermano Paulino, en espera de embarcar para México, residía en Barcelona.

Viene al caso proclamar alto y claro que tengo hermanos bandera, mejor imposible, de no merecerlos, una monjita profundamente buena y un sacerdote cuya máxima ilusión era trabajar denodadamente para hacer feliz a la gente.
Pues bien,  pese a ser yo la oveja negra de la familia siempre me han manifestado cariño sin límite.
A él, con mayores posibilidades de hacerlo, le debo muchos y grandes favores, dado que cuantas veces  he solicitado su ayuda se ha apresurado decididamente a prestármela. Como no podía ser de otro modo, siendo como es, también presume de tener un buen hermano a quien debe mucho, pero, la pura verdad, le debo más que me debe, comenzando por la ocasión de que hablo.

Debido a que en aquellos años de penuria en España nada se conseguía sin recomendación, recurrí a Paulino y con su decidida ayuda e influencia -más bien por la de sus amistades- conseguí trabajo en una fábrica de artículos de viaje en la Ciudad Condal.
A mi llegada  me encontré una ciudad, luminosa, bulliciosa, divertida; sentí como un estallido de emoción. Todo lo veía con ojos admirados, y no me faltaban motivos para un entusiasmo razonable; era joven, de inmediato había conseguido trabajo y gozaba de la mejor disposición para la alegría, pues la vida se presentaba como un valor para disfrutar.

Sin embargo la cruel realidad era muy otra: corría el año 43, año de la posguerra incivil, fábrica de muerte, con sus graves secuelas de hambre y miseria. No resulta fácil ni siquiera imaginar a quien no haya pasado por ello, lo que era vivir en aquella paupérrima España en la que no había de nada. Nada x nada=nada.

Por poner un simple ejemplo: no había telas, ni hilos, ni siquiera agujas. Pero la escasez más penosa y aguda era la de los alimentos. La comida resultaba de pésima calidad y era mercadeada con cuentagotas; lo poco que había se distribuía por el sistema de tarjetas de racionamiento en cantidades manifiestamente insuficientes, de hecho, la leche, los huevos, el azúcar, la carne… únicamente alcanzaba para los más pequeños. La ración de pan consistía en un panecillo diario de cien gramos,  con la seria dificultad añadida que resultar poco menos que imposible conseguir más ya que se vendía a estraperlo a precios exorbitantes.


Sin quererme echar una flor puedo decir que en el trabajo no caí mal, supongo que por los buenos padrinos. El propietario de la fábrica, como a bien recomendado por toda la comunidad de PP. Pasionistas, me dispensaba trato de favor y mostrándose amable y complaciente me permitió elegir la sección de trabajo más de mi agrado; me incliné por el departamento de envío de pedidos por poseer una mínima experiencia.

Como saber no ocupa lugar, aquellos elementales conocimientos adquiridos resultaron  suficientes para salir airoso en mi nuevo puesto de  trabajo. Enseguida advertí que la sección de embalaje no estaba bien organizada porque los envíos se efectuaban en costosos cajones de madera que adquirían con medidas estandarizadas y resultaban caros, pesados y poco adecuados, pues la mayoría de las veces no se ajustaban a las medidas de pedidos que se enviaban de baúles, maletas, maletines, mochilas… teniendo que rellenar los espacios vacíos con grandes cantidades de virutas.

Sugerí una solución y lo que propuse fue aceptado. Aunque para aclarar esto he de contar una triste circunstancia por la que desafortunadamente había pasado. Me explico:

En Saldaña, por complicación cardiaca murió súbitamente un joven, entrañable e íntimo amigo de mi edad. Recuerdo los hechos como si hubieran tenido lugar ayer por la tarde.
Un sábado del mes de agosto, en compañía de unas muchachas habíamos estado juntos próximamente hasta media noche, planeando una merienda campestre para el día siguiente. Pues bien, en la madrugada del domingo el chico falleció. Lo último que dijo al oído de su madre: “di a Félix que siento no poder acompañarlo a la hora de la merienda”. La pobre madre  me hacía pasar sofocones tremendos, porque donde quiera que me viese corría hacia mí y abrazada a mi cuello lloraba desconsoladamente.

Se daba la circunstancia de que la familia del amigo muerto era propietaria de una carpintería importante y de gran actividad, en la que entre otros muchas cosas montaban jaulas y más jaulas con listones de madera para una fábrica de zapatos. Con frecuencia  acudía allí a visitar y echar una mano al amigo, precisamente en esta faena que resultaba fácil, no era precisa ninguna especialización.

Esa experiencia fue la que me permitió mostrar sobre el terreno lo fácil de la solución al problema de los envíos, montando allí mismo jaulas con listones de madera hechas a la medida, que resultaban rápidas, baratas, ligeras y de lo más adecuado.
Me hice cargo de la sección y me nombraron encargado con un sueldo no muy allá, porque así eran entonces las cosas, pero suficiente para estar razonablemente satisfecho pues era joven, tenía trabajo y buen estado de ánimo al no faltarme -ni sobrarme- una peseta en la cartera, así como tampoco mi ración diaria de alegría y emoción, puesto que era plenamente consciente de estar vivito y coleando en Barcelona una ciudad que me gustaba de bastante a mucho.

Pero aquel mi verlo todo de color rosa, con el correr de los días se fue difuminando; estábamos en los difíciles años de la posguerra –tras la trágica aventura de la guerra civil-, con pavorosa escasez de alimentos, condiciones de vida miserables y situación de hambre colectiva; fueron los peores años del racionamiento, faltaba de todo, no había pan, ni aceite, ni leche, ni azúcar, ni tabaco… por no haber no había jabón, situación ideal para que triunfasen apoteósicamente piojos y chinches.
Por supuesto, lo poco que miserablemente distribuían para todo un mes apenas  cubría las más elementales necesidades de una semana, y tal escasez trajo consigo un brutal mercado negro -el estraperlo- con el que ningún dinero alcanzaba para lograr malcomer y  malvivir.

Forzoso es aclarar que mi bonanza duró hasta que -si todo estaba racionado- racionaron también el suministro de energía eléctrica y el trabajo en la fábrica se redujo a dos o tres días a la semana, o sea, desastre total.  El rigor de las desgracias, porque, consecuentemente, mis ingresos quedaron reducidos a la mínima expresión.
Situación insostenible, momento propicio para emprender graciosa huida a casa; pero no me apetecía volver fracasado; craso error, pésima decisión fue aquella insigne tontería de alargar excesivamente mi estancia en Barcelona, que sin el menor destello de esperanza que mejorase la situación me ofrecía la peor cara, se me había vuelto inhóspita, nada graciosa ni divertida. Aquella ruda realidad no era vivir, dado que somos lo que comemos y yo no tenia nada que echar al estómago y como si la cosa me tuviese perfectamente sin cuidado me quitaba de la boca lo poco que tenía para asistir a las salas de cine y no faltar al fútbol. Consecuencia lógica: me había quedado patéticamente flaco,  parecía la radiografía de un silbido, no digo más que pesaba 50 kilos.

Diversión gratis era pasear por el puerto entre barcos, soñando despierto que algún día me cambiase la suerte y pudiera subir a uno de ellos que me llevase a otras tierras donde la vida resultase más fácil y cómoda. En tan lamentable situación, con el ánimo por los suelos, sumido en un mar de tristes reflexiones, caminaba un día por el paseo central de las Ramblas hacia los muelles; próximo ya a Colón.
A una docena de pasos, en la acera, en aquel momento, cosa rara, vacía de transeúntes, algo, como queriendo llamar mi atención, se movía de modo singular, sacándome  de mis obstinadas cavilaciones.
Al primer golpe de vista pensé que se trataba de un gorrión en apuros. Presté más atención y no; no se trataba de un pájaro con problemas, era otra cosa. Picado por la curiosidad, sin tener claro qué sería aquello, me fui aproximando para aclarar qué era lo que movido por la brisa del mar giraba sobre sí mismo llamativamente.

Don Quijote decía a Sancho que los milagros son cosas que rara vez ocurren, lo que quiere decir que a veces ocurren. ¡Y ocurrió!
Se trataba, ni más ni menos que de un maravilloso billete de 500 pesetas. En mi situación toda una fortuna. Con el dinero providencialmente llegado a mis manos, ahora sí, me faltó tiempo para alguna despedida, recoger mis cosas y subir al tren hacia Bilbao, de allí a Guardo y finalmente a Saldaña.
Entre Guardo y Saldaña no existía entonces servicio alguno de transporte de viajeros, por lo que era obligado recurrir al socorrido sistema del dedo. Encontré un conocido que gustosamente me hubiera hecho el favor, pero llevaba en la cabina a la esposa y a la suegra, total que no era posible.
Con ninguna otra posibilidad, solicité permiso para viajar arriba, a la intemperie, sobre los sacos de carbón que transportaba. No puso objeción, dijo que era elección mía, advirtiéndome que el viaje no resultaría precisamente placentero. Acepté considerando que por incómodo que resultase, un viaje tan corto -apenas 30 kilómetros- sería soportable.
En efecto, el viaje fue una auténtica pesadilla; no sé lo que duró, pero me pareció un viaje sin fin debido a que la noche había caído, el clima era de Alaska, corría un vientecillo gélido que cortaba el aliento, y el vehículo antediluviano se movía a gasógeno con lentitud excesiva, así que llegué a Saldaña convertido en témpano de hielo y aspecto de deshollinador por el polvillo del carbón pegado al cuerpo.
Cuando mi madre me echo la vista encima y me vio convertido en un costal de huesos rompió a llorar a lágrima viva. No exagero al decir que se negaba a reconocer que aquella momia tiznada y congelada fuese su hijo.
En verdad, de inmediato se dedicó con ahínco a aplicarme una rigurosa cura de hambre a base de cocido, cocido y más cocido, sin cejar hasta verme convertido en un rollo de manteca. Es decir, a ponerme a la moda de aquellos tiempos, cuyo lema era: “no hay mejor espejo que la carne sobre el hueso”. Pienso que mi tendencia a gorditín tuvo lugar allí.

De nuevo en Saldaña, ya más sosegado después de sufrir el revés barcelonés, con los amigos Lorenzo y Jose Mari, montamos un juguetito que resultó un éxito clamoroso por la acogida que tuvo: una emisora, digamos, casera, un sencillo transmisor, un simple circuito compuesto por cuatro elementos sencillos y económicos a más no poder: una bobina, varias válvulas, algunos condensadores, resistencias y, por supuesto, un micrófono y  a salir al aire, captándonos el favor de los oyentes emitiendo con calidad tan destacada que, en verdad y sin exagerar, no teníamos nada que envidiar a las más importantes emisoras.
Recuerdo que un día nos llamó el notario quejándose de no entender cómo todo el mundo nos oía y él que contaba con receptor último grito no lo lograba. Acudí yo personalmente, sintonicé nuestra emisora que en aquel momento emitía música maravillosamente.
- Estos somos nosotros.
- No es posible que emisora tan potente seáis vosotros.
- Pues lo somos- y en ese momento: “Aquí radio Saldaña”. No lo podía creer.

Toda clase de público se mostraba alborotado con nuestras emisiones, organizábamos programas alegres y desenfadados, con buena música, frecuentemente conciertos interpretados por la banda de música local, humor, canto, poesía… pues invitábamos a participar a cuantos lo deseasen si tenían algo que ofrecer. Ciertamente no nos faltaban colaboradores.

Las emisoras de radio debían trabajar bajo permiso de la autoridad, de lo contrario podía acarrear consecuencias, ser castigados con multas y sanciones: nosotros éramos clandestinos, pero se trataba únicamente de un divertido juego que contaba con en beneplácito del ayuntamiento. Por supuesto, sin ánimo de lucro y con un nivel de audiencia limitado a Saldaña y pueblos circundantes. Pero un día tuvo lugar esta simpática anécdota.

Eran las fiestas patronales a las que, invitado por el ayuntamiento,   asistió en gobernador de Palencia. Viajaban en coche con la radio funcionando el alcalde y el gobernador y, de pronto, “Aquí radio Saldaña”:

- ¿Cómo? ¿Qué eso de que radio Saldaña?
- Pues sí, ya lo está oyendo, señor gobernador, en Saldaña tenemos emisora.

Explicada la circunstancia, en broma, el gobernador dijo que nos iba a meter a todos en la cárcel, empezando por el alcalde. La consecuencia fue que contamos con otro  importante permiso más para seguir emitiendo durante mucho tiempo dos horas diarias, de ocho a diez de la noche.

También por esas fechas, con ideas y ganas, de nuevo en compañía de Jose Mari y en locales de los bajos de su casa, montamos una pequeña fábrica de maletas, que por cierto funcionó bien durante mucho tiempo, pero Jose Mari, hijo de familia adinerada fue perdiendo interés; por otro lado, tuvo lugar esta circunstancia:

El rector del colegio de escolapios “San Antón”, de la calle Hortaleza de Madrid, era Saldañés; miembro de una familia unida a la nuestra por estrechos lazos de amistad, y como por cuestión de la emisora pasábamos por listillos, me ofreció trasladarme a la capital para hacerme cargo de la centralita telefónica del colegio.
Dejé la emisora de radio y la fábrica de maletas e hice la mía cargada de ilusiones para instalarme a vivir en el colegio.  

La susodicha centralita -bastante compleja por cierto- por las muchas conexiones y numerosísimas llamadas -no pocas internacionales- por ser aquella la residencia de P. General de la congregación.
En realidad, no es que resultase endemoniadamente complicada, pero con aquellos viejos teléfonos, a veces, no dejaba de presentar sus intríngulis; no es por darme jabón, pero pronto me hice perfectamente con el manejo del sistema y todo marchaba a satisfacción.

Como telefonista no es que ganase mucho, pero me ayudaba con sustituciones a maestros cuando era necesario. Una vez más recurrí al pluriempleo, haciéndome cargo de la despensa y el comedor -trabajo adicional y compatible- al contar con un jovencito la mar de espabilado y servicial que a cambio de recibir estudios me sustituía cuando lo necesitaba, sirviéndome de gran ayuda. 
Los religiosos, aunque aún eran tiempos de escasez, se cuidaban a cuerpo de rey, alimentándose abundante y exquisitamente; en razón de ello, sobraba deliciosa y seleccionada comida que estaba autorizado a llevarme, con la que mi madre -que había llevado conmigo a Madrid, y se alojaba en una pensión- y la vuestra –mi entonces novia- que también residía en los madriles, comían a diente libre las mejores carnes, pescados y no pocas exquisiteces. Con frecuencia, por poner un ejemplo, en las festividades se servía langosta con cabello de ángel, así como otras golosinas con que dar gusto al paladar.

Queda claro que estaba perfectamente acomodado en el colegio; más diré, mi paso por allí supuso una experiencia singular y agradable que duró tres años, pero había tocado a su fin, me despedía porque mi hermano residente en México había tramitado con éxito -cosa nada fácil-  mi reclamación y tenía en mis manos el permiso de entrada en el país.
Ya no se trataba de contemplar la posibilidad de emprender graciosa huída de la España pobre y triste de la dictadura; las ilusiones durante tanto tiempo anheladas se hacían palpitante realidad.
Había sonado la hora de emprender la emocionante aventura de emigrar al querido y admirado México, pero antes, novio formal de vuestra progenitora; que entonces era una muchachita exuberante, reidora, saltarina, complaciente, viborilla siempre, pero con espíritu conciliador, no recuerdo peleas de novios, o sea, formábamos una buena pareja, enamorados encariñados y como las cosas no podía resultar mal, nos casamos en Valladolid en el mes de junio de 1952; en septiembre embarqué en el Marqués de Comillas, tres meses después vuestra madre subía a un avión de Iberia y treinta días más tarde llegaba al mundo Jose, nuestro primogénito, mexicanito él; pero ese es otro de los capítulos que pronto leeréis.

                                     
Besos y abrazos y que la suerte, la salud y la alegría os acompañen siempre
Félix

¿DONDE ESTÁ EL BURRO?

¿DONDE ESTÁ EL BURRO?
Valladolid, 5 septiembre de 2008
Queridos hijos: Me surge de entre las brumas del pasado el recuerdo de una absurda peripecia en la que me hallé envuelto en los años de la dictadura, el gran triunfo de la injusticia pura y dura, cuando las autoridades se significaban por su pequeño espíritu, pequeñez que les orillaba a practicar la intolerancia, incluso más, gozaban de  absoluta incapacidad  para reconocer  que todo ser humano es  sagrado y abusando  descaradamente del poder, entendían la democracia como el derecho a hacer lo que les salía del fondo de la tripa, y en el colmo de la desfachatez y del cinismo, atropellar olímpicamente el vivir del prójimo.
La inusitada circunstancia tuvo lugar en Saldaña cuando yo contaba con 19 ó 20 años, precisamente en el día de la festividad de la Virgen del Valle, fiesta mayor del pueblo, esperada como agua de mayo, no sólo por los saldañeses, con el mismo entusiasmo por el personal de las localidades circunvecinas que acudían en tropel a comprar y vender; predispuestos a la  diversión, comiendo, bebiendo, cantando y bailando.
Formaba yo parte de un animado grupo de amigos reunidos en la plaza, que ataviados con las mejores galas y con ganas de risa y alegría, en animada charla con unas chicas, cuando acertó a pasar a nuestro lado un señor de pueblo lamentando habérsele extraviado su pollino. Casualmente pasó también un joven guardia civil recién llegado al pueblo. Uno de los amigos, queriendo hacer una divertida broma, se acercó al guardia y le informó conocer el paradero del burro y señalándome a mí, aunque  igual podía haber señalado a otro cualquiera, dijo:
-        Éste lo tiene.
Todos reímos la ocurrencia, incluido el del tricornio, pero a mí la risa me duró poco; con la chanza me cayó la negra, me pillo el toro, porque el mentecato civil, se conoce que ya en la mente el virus de las ideas oscuras e irracionales, corrió al cuartel, imagino que con la pretensión de hacer méritos, a informar al superior tener conocimiento del robo de un burro y conocer al autor.
Increíble, pero cierto, así, sin más, llega una pareja de civiles, me esposan con las manos a la espalda y con mi corazón dando vueltas de campana y todos los glóbulos de la sangre apelotonados en cara y orejas, me llevan detenido por medio de la plaza de bote en bote, con la admiración, el asombro y el comentario del personal: qué habrá hecho, qué habrá dejado de hacer…
Ya en el cuartel  osaré  decir que miedo, lo que se dice miedo, no tenía ya que ningún delito había cometido, pero sí estaba asustado como una perdiz tiroteada a cuenta de que aquellas autoridades totalitarias disfrutaban haciendo difícil e incómoda la vida de la gente. Como efectivamente ocurrió, sometiéndome a duro y abusivo interrogatorio.
- Vamos a ver, perillán, ¿dónde está el burro?
- Perdón, señor guardia -me defendí-. Yo no sé nada de tal burro, aquí hay un error, se trata únicamente de una broma de mi amigo.
Pero en absoluto eran aquellos tiempos propicios  para bromas, y con la guardia civil, bromas las juntas, puesto que sin tomar en cuenta para nada las claras razones de mi inocencia, volvían obstinadamente una y otra vez a la carga con doblada, redoblada y lógica obtusa sobre la acusación radicalmente, ya no falsa, estúpida a todas luces:
- ¿Dónde está el burro? ¿Dónde está el burro y dónde está el burro?
- Por favor, ¿qué burro? ¿Para qué quiero yo un burro?
- Pues, bien, ¿Niegas tener el burro? Tú lo has querido, en tanto no te declares autor de la fechoría, al calabozo.
El día de la fiesta mayor, lleno de alegría para todos, resultó para mí cargado de tristeza y desesperación; dominado por un sentimiento de total indefensión, debido a que, aunque el famoso burro hacía horas que había aparecido, mal atado, se desató y le hallaron en un jardín particular dándose un banquete de hierba fresca y tierna; me encerraron el día íntegro en un calabozo oscuro sin comer ni beber.
Para cerrar con broche de oro: ya anochecido me concedieron la libertad,  pero con la seria advertencia de que ¡ojo! Porque la próxima no me libraba de una buena ración de bofetadas como en esta me había librado mi madre y sus amistades.
Porque Dios no se mete en estas cosas, pero que bien hubiera estado que Él que tiene los brazos largos hubiese propinado los más sonoros guantazos a aquellas gentes que cometían cada día la indignidad descarada de abusar de la autoridad pisoteando los más elementales derechos del prójimo.
Con tamaña tropelía se fijó en mí el justificado deseo, si se presentaba ocasión, de escapar de aquellas autoridades que ejercían el poder sobre la gente arbitrariamente.
Pasaron algunos años, pero se presentó. Cristalizó mi ilusión a través de mi hermano que había sido destinado a México. Otro día hablaré de ello.
Besos y abrazos
Félix

HACER EL BIEN SIN MIRAR A QUIEN

Ojalá al publicar esta carta puedas sacarte esa espinita y algún  familiar de la buena gente que te abrió sus puertas, pueda leer que regresaste agradecido –y lo sigues estando- y no pudiste –que no es poco- más que perpetuar tu historia con este hermosísimo mensaje.

Saludos lectores, leedores y seguidores de este Blog.

Marisa Pérez

HACER EL BIEN SIN MIRAR A QUIEN
                                                       

Valladolid,   20-Octubre de 2001  

         Queridos hijos y nietos: Tiempos ha, en mi juventud, tuve un amigo, por llamarlo de algún modo, de quien no ignoraba su modo y manera de ser: tipo viva la virgen que todo le importaba nada.
         Se dedicaba al transporte con un pequeño vehículo. El día del que voy a hablar emprendía un corto viaje hacía un lugar en que residían unos de mis parientes que él conocía y me invitó a acompañarle.
         Pese a conocer su loca cabeza a pájaros, como en casa de mis tíos  -labradores acomodados- se vivía regaladamente y mis primos me acogían con cariño y simpatía, acepté encantado.
         Salimos de Saldaña a media tarde de un día de clima agradable y como la población de residencia de mis allegados distaba apenas medio centenar de kilómetros, el viaje resultaba rápido y cómodo.
         Sobrados de tiempo; todo iba sobre ruedas y bien avanzado el trayecto, pero al cruzar la calle principal de un pueblo que nos quedaba de paso se le antojó hacer un alto para tomar un refresco:
         -Ven y verás -me invitó- una moza de rollizas pantorrillas que tiene un bar que se pueden comer sopas en el suelo.
Sentí una desconfianza justificada, por lo mismo que sabía que estaba en su naturaleza cambiar bruscamente de planes. Y bien en lo cierto estaba, porque entre requiebros a la moza, dimes y diretes con los clientes, allí mismo logró un pequeño cargamento: se trataba de transportar unos sacos de legumbre con destino que le desviaba por completo de la ruta original. Problema para mí; en absoluto para él, que yendo siempre a lo suyo, lo de más era lo de menos, y allí mismo me dejó abandonado a mi suerte.
          - ¡Cómo! -protesté-. Vaya, hombre, no puedo creer que me dejes aquí tirado.
 - Lo siento -se disculpó-. Soy como soy, ya me conoces y a veces no se puede, aunque se quiera. Pero no te preocupes que estás prácticamente en casa.
Y desde la misma puerta de la cantina me señaló un caminito a lo lejos que entre un grupo de robles se internaba en un monte.
          -Siguiendo ese camino -me aseguró- Sin abandonarlo para nada y caminando a buen paso, antes de que anochezca estarás en casa de los tuyos.

         Como bien sabía lo inútil que resultaba pedir a tal gallito con cresta y espolones que considerase el trastorno que me causaba, y como la tarde avanzaba más de lo que me convenía, decididamente, sin pensarlo más, de inmediato emprendí la marcha.
         Mentira. El camino que tan fácil y rápido me conduciría a mi destino no era más que un senderito extraviado que no conducía a parte alguna, y después de caminar largo rato cuesta arriba y cuesta abajo, se estrechaba, convirtiéndose en estrecha senda que terminó por perderse en la espesura, y yo con ella; quedando con un abrumador sentimiento de desorientación y susto.
          Aún intenté, con gran dificultad, seguir hacia adelante, pero a todo esto el sol se hundía en el horizonte, y unos nubarrones que sin saber de dónde habían venido cubrían el cielo, entristeciendo la luz del atardecer, y motivando que poco después oscureciera por completo.

         Voy a ser sincero: Tuve miedo sintiéndome solo y abandonado, lleno el corazón y los nervios de agitación, con una sensación opresiva en el ánimo y erizados los pelos de la nuca cuando creí ver -no digo que fuera- brillar en las tinieblas los fieros ojos de un lobo.

         Hay que considerar que entonces no pasaba de ser un mozalbete de apenas dieciocho abriles, y si logré reunir el valor suficiente para evitar el ataque de pánico angustioso fue porque acudió en mi ayuda el recuerdo de mi madre y sus consejos.
         Decía ella que en  situaciones apuradas -y aquella lo era- había que evitar  a toda costa disparar una bomba llena de fantasmas, porque lo peor que puede pasar es dejarse dominar por el miedo al miedo.

         Atendiendo a tales razones, poco a poco, fui recobrando algo la serenidad. Sabía también por la autora de mis días -que curtida pastora de ovejas conocía bien a los lobos, por Lo mucho que había batallado con ellos- que estas fieras no atacan al hombre a no ser en situaciones límites, como la ocasión de grandes nevadas, cuando famélicos no tienen otra cosa que llevarse a la boca -Lo que no era el caso- Así que  estas alimañas, aun en el caso imposible de que rondaran por allí, poco podían inquietarme. Y a algún individuo con intenciones aviesas, en semejante escenario y tales circunstancias, trabajo tenía para dar conmigo, pero aun en el remotísimo caso que tal cosa ocurriera, ¿qué podía querer de mí?
        
         Nada era, ni nada tenía, a no ser la alegría de estar vivo, y a él eso poco le serviría arrebatármelo. O sea, que demasiado improbable para tomarlo en cuenta.
         Con todo, la ocasión no era como para tirar cohetes, así que algo había que hacer: Seguir avanzando a ciegas en la negrura de la noche -sin norte y sin camino- no resolvía nada, retroceder tampoco era fácil ni solución, sentarme horas -la noche aun era joven- a esperar la luz del nuevo día, tampoco denotaba excesiva sensatez.
         Dentro del total desconocimiento, no mal dotado del sentido de orientación, conservaba cierta “certeza” de que caminando hacia la derecha -¿¿??- se hallaba la carretera antes abandonada, y avanzando en aquel sentido podía resultar.
         Así Lo hice, con éxito, pero no antes de luchar a brazo partido con los elementos.
         Avanzaba como invidente, tropezando con todo y cayendo y levantándome, alcancé al fin mi objetivo: la anhelada carretera. Mi intuición no me había engañado.
         Mi situación era muy otra, y pude decirme serénate, ten juicio, que la solución de tus problemas está próxima.
         Caminé dificultosamente, pero esperanzado de hallar refugio seguro; avancé no sé cuánto tiempo bajo la lluvia que arreciaba por momentos, y como en la oscuridad todo es negro, me hubiera pasado desapercibida la casa que se hallaba ubicada al borde de la carretera, si por la rendija de una ventana no hubiera escapado un tenue hilo de luz.
         Con el corazón emocionado por la alegría, pero con temor y temblor, llamé a la puerta. Después de repetir la llamada, la voz de un hombre preguntó desde dentro que quién era y lo que deseaba.
Con voz de pajarito piando explique mi insólita situación a través de la puerta cerrada.
-         Soy un joven que se ha perdido en el monte.
-         ¿Y qué hace un joven perdido en el monte a estas horas de la noche? - quiso saber la voz grave.
-         Voy hacia tal lugar - aclaré - a visitar a unos familiares. Mi tío es fulano de tal…
        
         Al dar los nombres, dijo conocer bien a mis tíos y primos y me abrió la puerta de par en par. La casa era una humilde casilla de caminero, pero para mí resultó una casa de hadas habitada por un matrimonio asombrosamente amable y hospitalario que me acogieron, no como si hubiera llegado un hijo, sino un ángel, y así me trataron.

         Cuando la señora me vio empapado hasta los huesos y aterido, se apresuró a cambiar mis ropas húmedas por otras secas del esposo; avivaron el fuego y mientras me preparaban la cena, (gracias, pero por favor, no), aunque nada me preguntaron, conté mí peregrina peripecia.

         Con la tripita alegre y satisfecha dormí como un lirón en el más mullido colchón que recuerdo.
         Al despertar encontré mi ropa seca y planchada. Me obsequiaron con un opíparo desayuno: unas sopas de ajo memorables, todo un poema, con sendos torreznos churrusqueantes y crujientes, chorizo y lomo de la olla, dos huevos fritos, de aquellos exquisitos de antes.
         La señora me despidió a la puerta de la casa con cariñosas palabras y amorosos besos en los carrillos. Y eso fue todo, con ser tanto, el señor me acompañó hasta la misma casa de mis parientes que me recibieron con los brazos abiertos, celebrando con buen humor el final feliz de la singular andanza.

         Pasaron los años, y como la vida es un tiovivo que da vueltas de continuo, una de ellas me llevó a México, y otra me volvió al terrumio.
         A mi regreso quise visitar a mis amigos, me acerqué con el corazón dando saltos de alegría y agradecimiento, pero hallé la casa en ruinas, con los techos por los suelos, y sus habitantes -alguien me informó- atacados también por el sarampión de la emigración, habían sido transportados a otras tierras. Por Lo que no he tenido nunca más ocasión de verlos, pero me inyecta en vena emoción y admiración el recuerdo de aquellas bellísimas personas que en posesión del don de la generosidad y capacidad para practicar profunda y verdaderamente el hacer el bien sin mirar a quien, fortalecen la fe en la vida.


                                          Os abraza vuestro padre y abuelo:

Félix