Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

domingo, 13 de febrero de 2011

HACER EL BIEN SIN MIRAR A QUIEN

Ojalá al publicar esta carta puedas sacarte esa espinita y algún  familiar de la buena gente que te abrió sus puertas, pueda leer que regresaste agradecido –y lo sigues estando- y no pudiste –que no es poco- más que perpetuar tu historia con este hermosísimo mensaje.

Saludos lectores, leedores y seguidores de este Blog.

Marisa Pérez

HACER EL BIEN SIN MIRAR A QUIEN
                                                       

Valladolid,   20-Octubre de 2001  

         Queridos hijos y nietos: Tiempos ha, en mi juventud, tuve un amigo, por llamarlo de algún modo, de quien no ignoraba su modo y manera de ser: tipo viva la virgen que todo le importaba nada.
         Se dedicaba al transporte con un pequeño vehículo. El día del que voy a hablar emprendía un corto viaje hacía un lugar en que residían unos de mis parientes que él conocía y me invitó a acompañarle.
         Pese a conocer su loca cabeza a pájaros, como en casa de mis tíos  -labradores acomodados- se vivía regaladamente y mis primos me acogían con cariño y simpatía, acepté encantado.
         Salimos de Saldaña a media tarde de un día de clima agradable y como la población de residencia de mis allegados distaba apenas medio centenar de kilómetros, el viaje resultaba rápido y cómodo.
         Sobrados de tiempo; todo iba sobre ruedas y bien avanzado el trayecto, pero al cruzar la calle principal de un pueblo que nos quedaba de paso se le antojó hacer un alto para tomar un refresco:
         -Ven y verás -me invitó- una moza de rollizas pantorrillas que tiene un bar que se pueden comer sopas en el suelo.
Sentí una desconfianza justificada, por lo mismo que sabía que estaba en su naturaleza cambiar bruscamente de planes. Y bien en lo cierto estaba, porque entre requiebros a la moza, dimes y diretes con los clientes, allí mismo logró un pequeño cargamento: se trataba de transportar unos sacos de legumbre con destino que le desviaba por completo de la ruta original. Problema para mí; en absoluto para él, que yendo siempre a lo suyo, lo de más era lo de menos, y allí mismo me dejó abandonado a mi suerte.
          - ¡Cómo! -protesté-. Vaya, hombre, no puedo creer que me dejes aquí tirado.
 - Lo siento -se disculpó-. Soy como soy, ya me conoces y a veces no se puede, aunque se quiera. Pero no te preocupes que estás prácticamente en casa.
Y desde la misma puerta de la cantina me señaló un caminito a lo lejos que entre un grupo de robles se internaba en un monte.
          -Siguiendo ese camino -me aseguró- Sin abandonarlo para nada y caminando a buen paso, antes de que anochezca estarás en casa de los tuyos.

         Como bien sabía lo inútil que resultaba pedir a tal gallito con cresta y espolones que considerase el trastorno que me causaba, y como la tarde avanzaba más de lo que me convenía, decididamente, sin pensarlo más, de inmediato emprendí la marcha.
         Mentira. El camino que tan fácil y rápido me conduciría a mi destino no era más que un senderito extraviado que no conducía a parte alguna, y después de caminar largo rato cuesta arriba y cuesta abajo, se estrechaba, convirtiéndose en estrecha senda que terminó por perderse en la espesura, y yo con ella; quedando con un abrumador sentimiento de desorientación y susto.
          Aún intenté, con gran dificultad, seguir hacia adelante, pero a todo esto el sol se hundía en el horizonte, y unos nubarrones que sin saber de dónde habían venido cubrían el cielo, entristeciendo la luz del atardecer, y motivando que poco después oscureciera por completo.

         Voy a ser sincero: Tuve miedo sintiéndome solo y abandonado, lleno el corazón y los nervios de agitación, con una sensación opresiva en el ánimo y erizados los pelos de la nuca cuando creí ver -no digo que fuera- brillar en las tinieblas los fieros ojos de un lobo.

         Hay que considerar que entonces no pasaba de ser un mozalbete de apenas dieciocho abriles, y si logré reunir el valor suficiente para evitar el ataque de pánico angustioso fue porque acudió en mi ayuda el recuerdo de mi madre y sus consejos.
         Decía ella que en  situaciones apuradas -y aquella lo era- había que evitar  a toda costa disparar una bomba llena de fantasmas, porque lo peor que puede pasar es dejarse dominar por el miedo al miedo.

         Atendiendo a tales razones, poco a poco, fui recobrando algo la serenidad. Sabía también por la autora de mis días -que curtida pastora de ovejas conocía bien a los lobos, por Lo mucho que había batallado con ellos- que estas fieras no atacan al hombre a no ser en situaciones límites, como la ocasión de grandes nevadas, cuando famélicos no tienen otra cosa que llevarse a la boca -Lo que no era el caso- Así que  estas alimañas, aun en el caso imposible de que rondaran por allí, poco podían inquietarme. Y a algún individuo con intenciones aviesas, en semejante escenario y tales circunstancias, trabajo tenía para dar conmigo, pero aun en el remotísimo caso que tal cosa ocurriera, ¿qué podía querer de mí?
        
         Nada era, ni nada tenía, a no ser la alegría de estar vivo, y a él eso poco le serviría arrebatármelo. O sea, que demasiado improbable para tomarlo en cuenta.
         Con todo, la ocasión no era como para tirar cohetes, así que algo había que hacer: Seguir avanzando a ciegas en la negrura de la noche -sin norte y sin camino- no resolvía nada, retroceder tampoco era fácil ni solución, sentarme horas -la noche aun era joven- a esperar la luz del nuevo día, tampoco denotaba excesiva sensatez.
         Dentro del total desconocimiento, no mal dotado del sentido de orientación, conservaba cierta “certeza” de que caminando hacia la derecha -¿¿??- se hallaba la carretera antes abandonada, y avanzando en aquel sentido podía resultar.
         Así Lo hice, con éxito, pero no antes de luchar a brazo partido con los elementos.
         Avanzaba como invidente, tropezando con todo y cayendo y levantándome, alcancé al fin mi objetivo: la anhelada carretera. Mi intuición no me había engañado.
         Mi situación era muy otra, y pude decirme serénate, ten juicio, que la solución de tus problemas está próxima.
         Caminé dificultosamente, pero esperanzado de hallar refugio seguro; avancé no sé cuánto tiempo bajo la lluvia que arreciaba por momentos, y como en la oscuridad todo es negro, me hubiera pasado desapercibida la casa que se hallaba ubicada al borde de la carretera, si por la rendija de una ventana no hubiera escapado un tenue hilo de luz.
         Con el corazón emocionado por la alegría, pero con temor y temblor, llamé a la puerta. Después de repetir la llamada, la voz de un hombre preguntó desde dentro que quién era y lo que deseaba.
Con voz de pajarito piando explique mi insólita situación a través de la puerta cerrada.
-         Soy un joven que se ha perdido en el monte.
-         ¿Y qué hace un joven perdido en el monte a estas horas de la noche? - quiso saber la voz grave.
-         Voy hacia tal lugar - aclaré - a visitar a unos familiares. Mi tío es fulano de tal…
        
         Al dar los nombres, dijo conocer bien a mis tíos y primos y me abrió la puerta de par en par. La casa era una humilde casilla de caminero, pero para mí resultó una casa de hadas habitada por un matrimonio asombrosamente amable y hospitalario que me acogieron, no como si hubiera llegado un hijo, sino un ángel, y así me trataron.

         Cuando la señora me vio empapado hasta los huesos y aterido, se apresuró a cambiar mis ropas húmedas por otras secas del esposo; avivaron el fuego y mientras me preparaban la cena, (gracias, pero por favor, no), aunque nada me preguntaron, conté mí peregrina peripecia.

         Con la tripita alegre y satisfecha dormí como un lirón en el más mullido colchón que recuerdo.
         Al despertar encontré mi ropa seca y planchada. Me obsequiaron con un opíparo desayuno: unas sopas de ajo memorables, todo un poema, con sendos torreznos churrusqueantes y crujientes, chorizo y lomo de la olla, dos huevos fritos, de aquellos exquisitos de antes.
         La señora me despidió a la puerta de la casa con cariñosas palabras y amorosos besos en los carrillos. Y eso fue todo, con ser tanto, el señor me acompañó hasta la misma casa de mis parientes que me recibieron con los brazos abiertos, celebrando con buen humor el final feliz de la singular andanza.

         Pasaron los años, y como la vida es un tiovivo que da vueltas de continuo, una de ellas me llevó a México, y otra me volvió al terrumio.
         A mi regreso quise visitar a mis amigos, me acerqué con el corazón dando saltos de alegría y agradecimiento, pero hallé la casa en ruinas, con los techos por los suelos, y sus habitantes -alguien me informó- atacados también por el sarampión de la emigración, habían sido transportados a otras tierras. Por Lo que no he tenido nunca más ocasión de verlos, pero me inyecta en vena emoción y admiración el recuerdo de aquellas bellísimas personas que en posesión del don de la generosidad y capacidad para practicar profunda y verdaderamente el hacer el bien sin mirar a quien, fortalecen la fe en la vida.


                                          Os abraza vuestro padre y abuelo:

Félix

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