Historias de toda una vida

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viernes, 12 de diciembre de 2014

NI SANTO NI CANTO


NI SANTO NI CANTO  

Valladolid 20 de Febrero de  2007
Muy señor mío: Hace muchos, muchos años, la friolera de setenta, cuando yo no era más que un atolondrado mozalbete, en compañía de otro irreflexivo mozuelo cometimos una solemne estupidez merecedora de un par de sonoras bofetadas. Pero el tal hecho tuvo lugar en los enrarecidos días de la guerra incivil y manipulado y sublimado dio pie a que la Justicia nos castigase con severidad. Saldamos nuestra deuda con la sociedad con no pocas humillaciones y varios meses de reclusión. O sea, que no se trató de un hecho truculento merecedor de una condena de por vida a galeras.
No seré yo, en modo alguno, quien escatime a nadie los muchos méritos que le puedan adornar para ser encumbrado a lo más alto de los altares, pero cada quien cuenta la feria según le va en ella. Vamos ver, la notabilísima virtud o actitud que según mi humilde punto de vista ha de ennoblecer la personalidad de un ministro de Dios, saber perdonar y olvidar los fallos de los demás, en el caso del P. Agustín y mi persona brilló cegadoramente por su ausencia.
Como el más severo juez para el que nada significó eso de redención ni rehabilitación, despreciando olímpicamente el respeto debido al derecho ajeno, es decir, sin una brizna de amor al prójimo ni caridad cristiana, de por vida continuó castigándome, propalando a los cuatro vientos mi nefasta conducta. Abundan los testimonios que me indican que donde quiera que estuvo, fue o vino, sin consideración alguna se ensañó conmigo, que jamás le hice mal alguno, pintándome siempre como un despreciable malhechor.
Después de mi indisculpable villanía dos veces se cruzaron nuestras vidas. En la primera me acompañaban un par de amigos y sin venir a cuento, a quemarropa, contó de pe a pa mi miserable proceder. En la segunda se superó, resultando incomparablemente peor, puesto que en ésta quienes me acompañaban eran mis seis hijos y varios parientes, y fuera de toda razón, incomprensiblemente, de nuevo contó con lujo de detalles y de la manera más denigrante para mí la oprobiosa canallada.
Una docena de testigos pueden dar fe del hecho. El comentario de mis hijos, lógicamente, fue: “Papá, si ese señor cura es tu amigo, nunca hemos conocido a nadie más indigno de llamarse amigo y además ser cura”.
Pese a estar así las cosas, siempre opté por la prudencia del silencio, pero ahora me resulta difícil asumir lo suyo.
Por supuesto, no he leído su libro, pero no ha faltado quien me informe que, aunque silenciando mi primer apellido, ha venido usted –autor de él- a rematar la faena eternizando en letras de molde mi deshonrosa acción. ¿Qué daño le he hecho yo? ¿Qué razón le asiste?
En realidad quizá lo que me corresponda hacer es agradecer su encomiable detalle: Resulta verdaderamente emocionante figurar nada menos que en la biografía de un santo, aunque sólo sea representando el papelón del malandrín que cometió un pecado inaudito e imperdonable.
Estoy considerando recurrir a la Justicia en demanda de amparo contra el atropello que cometen conmigo.
Atentamente:

P.D. Reconsiderada la cuestión, de acuerdo, de acuerdo, en una ocasión maté un gato, para siempre matagatos.
He quedado marcado por un estigma que jamás podré borrar, pero no paran ahí las cosas, hay más; tengo familia, honorable, supongo, por ejemplo, mi hermano, un digno sacerdote que no se dedica a infamar a la gente, sino a luchar denodadamente a favor de los necesitados; mi hermana, una maravillosa monjita, mis hijos... a quienes la chiquillada cometida el año catapún y que ustedes hasta el día de hoy elevan a la categoría de asombrosa perversidad, siempre algo les salpica.
Por favor…