Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

domingo, 19 de febrero de 2012

TIEMPOS AQUELLOS-LA ESCUELA DE MI NIÑEZ

Cuando leí esta carta hace una pila de años, me reí un rato al leer tu viejo recuerdo del maestro que ventoseaba feliz en la escuela y los alumnos coreaban los cuescos como la mejor de las hazañas.
Eso mismo me lo contaban  en dos generaciones diferentes mi padre y mi abuelo Ruperto de los maestros que tuvieron lo poquito que asistieron a la escuela. ¡¡Que pedorros debían ser los maestros de entonces!!
Parece ser, era normal que el maestro aliviara el gas sobrante y entonces los niños le cantaban: “Que con salú tire usté muchos Don Vítor. O... Que con salú los tire usté Don José.
¡A buenas horas íbamos a consentir eso ahora, así reventara el pobre maestro, o saliera volando como un globo sonda!

En cuanto a tu reflexión final, no sólo no ha mejorado en estos 11 años, parece que va a peor y no tiene visos de mejoría. Ojala entre todos seamos capaces de  remediarlo y poner a cada uno en su lugar. Los maestros enseñando y educando y los padres en casa continuando con la labor de educar y enseñar. Los primeros perjudicados son como siempre los niños.


Feliz carnaval Yayo... y queridos lectores.


Marisa Pérez


TIEMPOS AQUELLOS-LA ESCUELA DE MI NIÑEZ
Valladolid 2001 Y 2007

Queridas hijas pedagogas:

Prestad atención si os mueve algún interés por tener idea cabal de cómo ocurrían las cosas en la escuela de entonces, es decir, antañamente, cuando yo, niño en Guardo, asistía a ella y las cosas no se desarrollaban precisamente como ahora, cuyo sistema de enseñanza se basa en la amabilidad y la tolerancia. El lema era muy otro: “las letras con sangre entran”; realmente un auténtico disparate, pero, por supuesto, no porque aquellos maestros fuesen monstruos de crueldad, era  cuestión de la pedagogía  del momento. 
A uno de mis maestros, Don Delfín -ese era, efectivamente, su nombre- le recuerdo con especial cariño y le doy muchas y grandes gracias por los reglazos que me propinó tratando de desasnarme lo poco que le permitía. No lo digo por echarme una flor, pero fui un chico díscolo y mal estudiante. Tampoco digo con orgullo que ejercía mi analfabetismo cometiendo todo tipo de burradas: pelear a pedrada limpia entre bandas rivales y robar fruta de las huertas; asignaturas en las que figuraba entre los primeros de clase.
He asistido en no pocas ocasiones, a la clase donde Rocío ejerce de “Seño”,  y se canta mucho el “Rey U” y todas esas cosas.
También entonces se canturreaba lo suyo, pero las tablas de sumar, restar y multiplicar: “Cuarenta menos dos son treinta y ocho; menos dos son treinta y seis... La más  divertida era la de multiplicar por 5: “cisco por cisco venticisco”.  “¿Quién ha sido?” y la cantinela terminaba en ensalada de  sopapos, pescozones, capones y retorcijones de orejas.
Éramos más duros que los niños actuales; pese a ello, la tensión en la escuela era grande, acudíamos a clase con cierto temor y desánimo porque la escala de castigos verbales era amplia, eran muchos y sonoros: ceporro, “pasmau”, méndrigo... pero dolían menos que los corporales que consistían  en una buena fricción con una flexible vara de avellano en piernas, espalda y posaderas o donde se terciara; incluso unos reglazos en la palma de la mano, -contra los que algún alivio suponía llevarlas untadas con ajo-.
Peor que en la palma eran los reglazos en la punta de los dedos recogidos en piña, con alguna posible desviación a la cabeza, sin que dejase de ser posible el lanzamiento de lo primero que a mano hallase el maestro desde su mesa al banco del revoltoso.
Tengo bien presente que yo -vivo de reflejos- en más de una ocasión, al soltarme el reglazo retiraba raudo la mano; nefasta ocurrencia, se redoblaba el castigo y como propina, me llovían los puntapiés en el trasero, y como los mayores  tenían fe en el sistema de “quien bien te quiere te hará llorar” tan beneficioso era que no podías llegar a casa lagrimeando, acusando al maestro de tenerte tirria, porque era empeorar las cosas.
         Por aquel entonces, para mi edad yo era alto, fuerte y con los brazos musculosos, bien conocido por el apodo de “manos gordas”, cabecilla siempre de la pandilla del barrio; y en razón de ello necesitaba alcanzar prestigio de duro, resistiendo heroicamente los castigos conteniendo las lágrimas, sin dejar escapar un ¡ay!
A las niñas se les castigaba con azotainas en las posaderas con las faldas levantadas, lo que les hacía hipar más de vergüenza que de dolor.
Aún existía otro castigo exclusivamente reservado para los chicos más revoltosos y duros de mollera de la clase, entre los que me hallaba.
Consistía en convertir la clase en prisión durante las horas de la comida. En ella quedabas encerrado mientras los demás acudían a su casa a comer. Resultaba el  castigo preferido, pues nada más fácil que abrir el balcón  situado en el primer piso, saltar a la calle y marcharse a casa tranquilamente, y momentos antes de reanudar las clases de la tarde volver al aula por el mismo camino y aquí no ha pasado nada. Todos los alumnos conocían el truco, pero no había chivatos, ¡mal les hubiera ido!     
Pese a todo, de la escuela de mi progenitor a la mía hay igual salto hacia adelante que de la de mi época a la actual.
Tengo que aclarar que mi pobre padre era analfabeto, trabajó duro desde que supo andar y asistir a la escuela, no ocurrió arriba de una docena de veces en su vida, porque entonces acudir a la escuela, -estoy hablando de Cornón- no levantaba mucho entusiasmo, carecía de interés y sentido práctico. Leer, -se decía- resultaba perjudicial porque las letras lijaban los ojos, y escribir, ¿pa qué?
Lo que verdaderamente interesaba saber era, por ejemplo: arar, y en razón de ello lo que se ensañaba con cantaridos eran las piezas de que se componía el arado: cola, ventril, vilortas, cama, reja, dentel, telera, orejeras, pescuño, esteva y mancera.
         Por boca del Chato, Pinto, Danielón, etc… coterráneos de mi padre, a mí han llegado los ecos del renombrado don Próculo, un maestro de los primeros años del siglo XX, contratado por la aldea en idénticas condiciones que el pastor de las ovejas, es decir, humildísima vivienda y una soldada de hambre.
El pobre hombre apenas sabía leer y escribir, pero eso carecía de importancia, otros eran sus méritos. Pondré un ejemplo: muy dado don Próculo a soltar libremente rotundos cuescos y sonoros regoldos, en circunstancias tales, los alumnos, muy educadamente, como impulsados por resorte se ponían en pie y en voz alta y unificada cantaban "con salud los tire usted", rigurosamente cierto.
Como queda dicho, su escasa habilidad lectora y escribidora carecía de importancia, porque su fuerte eran los temas religiosos: “el probe señor don Jesucristo, por la culpa de nosotros, en la faz lo escopieron y en la cruz le sobieron y le pincharon en el costillar, cerca de la tetilla, y cuando se morría vertío mucha sangre y escapao ya se morió, pero alegrarsos por la resucitación del Señor don Cristo al día tercio y al son de mucho roído y bullicio de trompetas y tambores y en después ya escapó del averno y se jue ya pal cielo...”
         ¡Tiempos aquellos y estos! Porque bien puede decirse que se ha pasado del pegar los maestros a los alumnos a ser maltratados los profesores por los estudiantes.
         Besos y abrazos