Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

domingo, 27 de mayo de 2012

LA GOZOSA FIESTA DE LA TRILLA


¡Qué bonitos recuerdos! 
Una vez más he rescatado una de tus antiguas cartas. En ella nos das una lección de cómo eran los niños de antes. Estoy segura que después de recibir una lluvia de paja y polvo, no te picaba el cuerpo y ahora... Ahora que no nos roce ni el aire puro porque nos produce alergia.

Dices que los hombres después del duro trabajo regresaban a casa cansados; seguro que tanto que ni ganas de "darse una ducha" con barreño y estropajo y al día siguiente el polvo les caía sobre el del día anterior...

En fin, que feliz semana a todos nuestros lectores.
Abrazos.

Marisa Pérez Muñoz 

LA GOZOSA FIESTA DE LA TRILLA       23 FEBRERO-2001

Fui el primer nieto de mi abuelo materno, quien se mostraba conmigo muy afectuoso y paternal, manifestando siempre deseos de tenerme a su lado; quizá, -pienso- para acallar alguna inquietud interior por haber permitido a su segunda esposa el trato poco amable que dispensó a mi madre.
En fin, fuese por la razón que fuera, sus manifestaciones cariñosas me atraían y en mi infancia y juventud acudía con frecuencia a su lado, sin fallar en fechas tan señaladas como las fiestas patronales del  pueblo donde residía, por el veranillo de San Martín con motivo del sacrificio de su majestad el cerdo, y de modo muy especial en la época de la siega y la trilla.
La trilla constituía para mí una gozosa fiesta.
     
Los días de acarreo de la mies desde los rastrojos a la era, se dormía poco y a deshora, era labor nocturna, así que me gustaba madrugar, estar en la era temprano, cuando el sol salía entre dorados resplandores, hora en que llegaban los carros tambaleantes, pomposos y redondos de mies. Con dos de aquellas carretadas se completaba una trilla.
Descargados los carros, se desataban las gavillas y se esparcían a brazadas  por el círculo de la era, quedando expuestas al sol para  que secasen y se tostasen, la  mies húmeda y correosa  dificultaba el trabajo.
Se uncían las vacas y se unían al trillo, un apero de labranza que consistía en una plataforma de madera curva en la parte anterior, provisto por debajo de pedernales y cuchillas de acero que cortaban  y trituraban la paja y separaban el grano a base de vueltas, vueltas y más vueltas de noria.
      En la trilla, que duraba todo el día, colaboraban mujeres, niños y mayores, porque trabajar con animales lentos y mansos no suponía peligro alguno, a más de tratarse de una faena que no requería especial maestría, sólo una mínima atención para no salirse de la trilla y aguantar el pequeño incordio que suponía hacer las veces de retrete ambulante con servicio a domicilio, dado que obligaba a estar ojo avizor, sin despegar la vista del rabo de los animales para que en el momento que lo levantaran con claras muestras de querer descargar el vientre, correr presuroso para alcanzar en el aire la caquita de la vaca y depositarla en un recipiente a propósito, evitando que la plasta se mezclara con el grano y la trilla no resultase limpia, lo que de suceder mostraba claramente ser  mal trillador. Todo lo demás se daba por bueno, era fácil, agradable y divertido. Cierto que a la larga podía resultar monótono y repetitivo dar un sin fin de vueltas al mismo redondel bajo un sol que levantaba ampollas, pero antes de que se acusase aburrimiento, siempre acudía alguien dispuesto a sustituir alegremente en la labor.
     
Por la tarde, terminada la trilla, llagaba la hora de la parva, recoger la mies triturada y desgranada, labor que se realizaba con un apero llamado aparvadera, una especie de gran rastro montado  con un tablón de madera colocado en sentido vertical en el que encajaba horizontalmente  en uno de los extremos un varal largo y grueso, con unos tirantes cruzados para darle resistencia.
 En el extremo opuesto se uncían las vacas, que guiadas por un hombre colocado delante de los animales arrastraba lo trillado, haciendo un gran montón al lado de la era. Para que el arrastre fuese mayor y más eficaz, el resto del personal que se hallaba por allí, si no era suficiente se pedía ayuda al vecino, se colocaba sobre el artefacto haciendo peso. Esta faena resultaba verdaderamente divertida para la gente menuda, eran momentos de alegres risas al ser gozosamente arrollados y semisepultados  por olas de un verdadero mar de paja.
      También ocurría a veces que en la flor del día y en el mejor de los escenarios para celebrar la fiesta de la trilla: el sol  luciendo poderoso y con  luz explosiva; de pronto el aire se cargaba  de un excitante ardor y de las vibraciones magnéticas que preceden a la tormenta,  un destello cruzaba el cielo, un centelleante relampaguéo  ilumina la tierra y un lejano retumbor es la señal para que aparezca por el horizonte una nube redonda, grisácea, mágica, que visto y no visto eclipsa el azul del cielo y después de una ráfaga de viento que levanta una tolvanera con mucho revoloteo de paja, estalla una pasajera tormenta de verano.
Los primeros goterones, grandes como nueces y brillantes como diamantes, se les puede seguir pista desde cierta altura hasta estrellarse en la tierra reseca levantando una diminuta nube de polvo. Excitación nerviosa, emoción por la aventura, gritos, risas, carreras... El chubasco después de arreciar, cede; la ventolera se apaga y, súbitamente, como había comenzado, todo se calma y vuelve la normalidad.
En ocasión similar, en que lloviznaba y brillaba el sol, lució tan fascinantemente cerca de mí el arco iris que sentí la placentera  sensación de que alargando los brazos, por muy poco no pude realizar el anhelo de acariciar los colores con la punta de los dedos.
      Después de la parva se barría la era con unos grandes escobones de brezo, dejando el lugar listo para la trilla del día siguiente; entre tanto esperar que soplara el viento favorable para beldar, esto es, lanzar a lo alto lo trillado de modo algo especial, en pequeñas cantidades y  abriéndolo en abanico para facilitar al  viento la labor de separar en dos montones diferentes: la paja en uno, en el otro el grano limpio. Al bieldo le seguía la criba, apero de cuero agujereado y fijo en un aro de madera que sirve para rematar la total limpieza del grano.
Puedo ver con los ojos de la imaginación a mi abuelo acercarse al rimero de trigo limpio y dorado, meter la mano y sacar un puñado, que después de examinarlo y hacerlo bailotear en la palma, asegurar que no estaba mal, pero que podía estar mejor, porque como todo labrador que se precie, nunca se mostraba por entero satisfecho: "el año anterior el grano fue más gordo", "la espiga granó más", "hubo más paja"...
     
Faltaba por realizar la faena más satisfactoria, la que producía íntima y profunda satisfacción, acarrear el grano limpio al granero. Verdaderamente, el labrador hasta no estar recogida la cosecha y el grano a buen recaudo no está tranquilo ni las tiene todas consigo. Tener asegurado el pan de todo el año suponía haber sorteado con éxito apuros difíciles de vencer: tormentas, sequías, vendavales, granizos, haladas...Y, por último, ya con mayor calma, recoger la paja, colocándola en el pajar, trajinando envueltos en una espesa nube de polvillo y paja menuda que ahogaba el estómago y la garganta.
      Pero estas eran faenas para adultos en la que apenas participábamos los adolescentes,  sin embargo, para que la fiesta fuese completa faltaba correr una aventura con  un misterioso atractivo: dormir en la era entre la paja, bajo el influjo de la luna en algunas de aquellas noches sofocantes y grandiosas cuajadas de estrellas pestañeantes, de cuando en cuando cruzado vertiginosamente por un astro errante acompañado de su cabellera luminosa que pronto se desvanecía; oyendo a lo lejos el ladrar de los perros, el croar de sapos y ranas, gargareo machacón y de una monotonía asombrosa, y a los grillos, que como si dieran cuerda a su caja de música, no se cansan de repetir su sonoro cri-cri.
Estos pequeños detalles envolvían la noche en tan emocionante misterio que a nuestro parecer tenia visos de peripecia verdaderamente notable. Lo que, pese a todo, no evitaba que acariciados por un vientecillo suave y fresco durmiéramos a pierna suelta,  para despertar   de mañanita por los primeros rayos de un sol alegre y madrugador, iniciándose un nuevo y activo día.

      Pero, lógicamente, para poder trillar, aparvar, cribas y recoger el trigo, primero había que segar.

      Como  testimonio de admiración y agradecimiento, pervive  en mi memoria la imagen del abuelo en medio del campo contemplando detenidamente los sembrados, habla que te habla, no para hacerse entender, sino para no ser comprendido, pero que yo quería entender que si lo que veía no le dejaba enteramente satisfecho, tampoco por completo decepcionado. Callaba después para escuchar con la máxima atención, como si oyese el pausado crecer y granar de los trigales. Y cuando ya el todo poderoso sol pintaba de oro viejo los trigales y el aire caliente cimbreaba los tallos y el peso del grano combaba la mies en sazón de la miel dorada, tomaba una de aquellas granadas espigas y cuando al suave roce de los dedos  los granos se separaban con un leve trepidar que sólo  él oía, anunciaba el inicio de la fiesta. Para los campesinos la siega, el acarreo, la trilla y la  limpia constituyen el gran acontecimiento del año.
      La siega es un trabajo familiar, los hombres cantean o mellan machacando cuidadosamente  los borden de la guadaña, y afilándolas después con la piedra húmeda para que corten bien, y comenzar la labor de segar.
Las mujeres y los más jóvenes recogen lo segado en brazadas, llamadas gavillas,  y con ellas perfectamente amarradas se montan las morenas, que permanecerán varios días en la tierra para que sequen bien. Era trabajo de torcer mucho el cuerpo y cimbrear la cintura, de echar todos un pie adelante, colaborando con ardor magnífico bajo los rayos de un sol sin piedad que hacía sudar a chorros, y el ambiente se impregnaba de  olor a campo, a mies, a hombres. Sin faltar, por supuesto, el rechinido estridente y monocorde de las cigarras, el animal veraniego por excelencia.
No se concibe el calor estival sin su permanente presencia. Quiero decir como recuerdo personal que las cigarras tenían para mí una sugestión extraordinaria. Oírlas cantar -o tocar- que bien a bien no sé si lo suyo es una u otra cosa; me hacía sentir gozoso y risueño, con la grata sensación de que la vida  era toda una estupenda aventura. Las chicharras son cautas y evasivas, sus cantos tan monótonos como sutiles y desconcertantes crean la  engañosa ilusión de hacer creer que están donde no es, con lo que no resulta fácil aproximarse a ella; pero con suerte y caminando sigilosamente y de puntillas, en ocasiones he logrado observarlas de cerca.
Es un insecto de cuerpo y alas transparentes,  como hechas de cristal se las ve de parte a parte, y tan escuálidas que da la sensación de no tener peso, ser todo pura caja de resonancia. Llegada la época fría no dicen ni pío. No son frenéticamente trabajadoras como las hormigas, ni  tan previsoras, pero fenecer de hambre por inconscientes, como sugiere la fábula, tampoco es eso, porque en cuanto el calor aprieta y la luz ciega, acuden puntualmente a la cita anual, llenando el aire caliente de positivas vibraciones que transmiten sentimientos alegres.
      Yo también tenía obligaciones: me correspondía  cumplir la labor de mochiñ o preilláan, que consistía en ayudar a recoger gavillas y, muy especialmente, realizar gozosos y divertidos viajes en burro acarreando la abundante comida y bebida fresca. ¡Arre, burro!, y el asno, un burriquito fino de cabos, pulimentado, esbelto y castizo, salía al trote y yo me sentía en las nubes. ¡Tiempos aquellos!
     
Después de una intensa labor, vivido en plenitud, a la caída de la tarde, cuando los rayos del sol que se ocultaba en el horizonte, alargando las sombras y coloreando el paisaje de violeta, de carmín, volvía la gente a casa silenciosa, fatigada y sudorosa.
     
Pero ya no se suda, eso era cosa de los tiempos que se fueron, tiempos de admiración y de añoranza, casi heroicos, en los que se trabajaba largas jornadas en condiciones harto penosas.
Los aperos de madera y otros aperos de carne y sangre que constituían las bestias con las que se sufrió y convivió ya cumplieron con la obligación de su destino. La tecnología con sus ingeniosos artilugios mecánicos de eficacia magnífica han cambiado las formas, simplificando y facilitando los quehaceres agrícolas de manera inaudita.
Ver actuar a una cosechadora es un espectáculo de insuperable eficacia. Inevitablemente así son las cosas, el hombre vive permanentemente cambiando, aunque en tiempos anteriores los cambios eran casi imperceptible, el arado, el trillo y demás aperos de labranza permanecieron siglos sin modificaciones notables, pero de pronto las cosas han cambiado a extremos tan inimaginables que de hoy para mañana todo pasa, todo rompe, todo evoluciona vertiginosamente, con una fugacidad impulsada por un empuje irresistible.
      La cosechadora, máquina agrícola de aspecto deforme, fea en grado sumo (cada día más sofisticadas y aerodinámicas), que cuando avanza rugiendo, temblando de arriba abajo, crujiendo con resuellos hidráulicos, las grandes aspas girando estrafalariamente infunden la fuerte sospecha de que se trata de algún extraño artefacto llegados de otro planeta para cazar, yo qué sé, quizá y por ejemplo, ¿dragones?. Pero este armatoste mastodóntico y de aspecto destartalado y fealdad enorme, es un ingenio agrícola de  eficacia tal que cuando se lanza a devorar ferozmente mies, en sus interioridades ocurre todo un prodigioso portento: un hombre trajeado y encorbatado como para acudir a una fiesta, instalado en una cabina con aire acondicionado, cómodamente sentado en un mullido sillón de ejecutivo, fumando un puro y escuchando música estereofónica, solo y de una vez, puesto que con eso de la  concentración parcelaria  ni tiene que salir del lugar, en dos amenes realiza  todas las labores propias de la recolección de la cosecha: siega, trilla, bielda y criba, vomitando por un costado la paja en bien amarradas pacas, y por el opuesto  el trigo limpio y  envasado en costales perfectamente atados.
      Si nuestros mayores, que el Padre Eterno tenga a su lado, levantaran la cabeza para ver tantísimas novedades dignas de echar un ojo encima, la volverían a agachar con gestos de sorpresa y admiración, pero sin entender nada, imposible.
¡Cómo explicarse el cambiazo que supone pasar del burro al tractor y del trillo a la cosechadora!