COPÉRNICO
Melilla 23 de Junio de 2001
Querida hija: En la playa de Melilla, a
fin de evitar en lo posible el movimiento de la arena en los frecuentes días de
viento, han colocado unos grandes dados de cemento pintados de colores. Pues
bien, apoyada la espalda en uno de ellos, en tanto que Bruno corre que pierde
el rabo tras las piedras que le arrojo lejos, con mi volátil imaginación estoy
sentado, ¿a qué no me adivinas dónde? En Finisterre, en el mismísimo acabadero
del mundo, en el borde de la Tierra con las piernas colgadas en el vacío,
corriendo el grave riesgo de precipitarme en el abismo del mare Tenebrosum.
Por supuesto, en la realidad algo así
sólo hubiera sido posible antañamente, cuando la Tierra era una superficie
redonda y plana como un posa vasos, a más del eje central de todas las cosas,
antes de que llegara Copérnico, Galileo y otros tales que culpables por su
curiosidad impertinente y censurable de poner patas arriba el sistema
planetario, demostrando, no sé qué, se meterían en el bolsillo, que no era el
Sol el que giraba en torno a nuestro
planeta, sino justamente al revés: Vaya golpe bajo a nuestro mágico planeta
azul, pasar de la posición especial y privilegiada de ser el ombligo del
universo a no ser el centro de nada ni
ocupar espacio alguno especial ni único.
¿No estaban bien las cosas como estaban?
La Tierra como reina del Universo, el único punto fijo en el cosmos, con el Sol, la Luna y los
millones de estrellas girando y convergiendo hacia nosotros, moviéndose en función
nuestra, bailando a nuestro alrededor en la bóveda acristalada del firmamento,
para de pronto pasar a ser apenas un grano de arena perdido en la inmensidad
bruta del macrocosmos.
Hay que reconocer que Copérnico nos tocó
bien tocadas las narices. ¿Y qué decir de Galileo Galilei que con gestos de
cabeza concedía la razón a la Inquisición
y a la vez murmuraba por lo bajines su tozuda "e por si muove"?