TRANQUILIDAD DE ESPÍRITU
Melilla 19 de Junio de 2001
Querida
hija: Leo en una revista que teniendo suerte y cuidándose un poco nuestra fecha
de caducidad puede alcanzar los cien años. Me parece estupendo, porque yo, mal
que me pese, estoy en el último tramo del camino, y hay una cuestión que me
trae caviloso y desasosegado, es el hecho de no estar aclarada suficientemente
la edad a la que resucitaremos para
vivir la vida eterna los mortales.
Unos
piensan que siendo Dios, como es, infinitamente justo, todos tendremos la misma
edad, 33 años, la edad de Cristo; otros piensan que si en el Más Allá no
tendremos cuerpo, para qué dar importancia a lo que no la tiene; y otros, los
menos fantasiosos, están seguros y lo
afirman con rotundidad, que resucitaremos con la misma edad que tenemos al
morir.
Discrepo,
no me interesa ni estoy de acuerdo, porque de haberlo sabido me hubiera gustado
morir joven para seguir siéndolo eternamente. ¿De qué me ha servido alargar acá
unos años la vida si he de vivir el más
parasiempre de los parasiempres achacoso, arrugado, reumático y desmemoriado?
Aún
hay otro problema, este propio de impíos y descreídos: que no hay resurrección
ni vida después de la
muerte. De entre estos conozco alguno que con la sesera
cercada por un gran confusionismo
reniegan amargamente de haber nacido para tener que pasar ahora el
tremendo trance de pagar tributo a la muerte,
de haber nacido para ser comido, bebido
y excrementado por golosos y glotones gusanones.
Yo
no, para mí la vida es tan maravillosa que no concibo el mundo sin mí. Tú,
hija, cree a pies juntillas que allá arriba hay un gran tipo, Dios, que proporciona
tranquilidad de espíritu.
Besos y abrazos
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