Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

domingo, 23 de enero de 2011

FILOMENA, LA NIÑA PASTORA

                                                 
Esta historia no es cuento, aunque está narrada como si lo fuera, por su hijo Félix.
Además de la ya publicada “El día que nací yo” quiero que esta sea la primera  de la larga lista de cartas donde cronológicamente nuestro querido yayo Félix cuenta su propia vida y nos da idea del amor que aun hoy le profesa a su querida madre; mujer verdaderamente admirable y valiente ya desde tan niña.
Junto a estas “antiguas cartas”, iré publicando las que diariamente recibo y que tan buena acogida están teniendo por parte de los visitadores de este Blog.
Gracias a todos. Feliz semana.

Marisa Pérez Muñoz

FILOMENA, LA NIÑA PASTORA

La pastorcilla no tuvo infancia, su madrastra se la chafó enviándola al páramo a cuidar ovejas cuando apenas levantaba un palmo del suelo. Entre brezos y en pos del rebaño le salieron los dientes y le brotaron las muelas. Dicen los que entonces la conocieron que vestida con  una pelleja de oveja, abultando tan poca cosa y perdida en mitad del ganado parecía otra corderita más, la más desamparada y desvalida de todas.

         Con la evolución corren otros tiempos, ya no quedan mayormente niñas pastoras, y por supuesto, apenas lobos, y los pastores, ¡uf, qué cambio!, los actuales laborantes en el oficio, acuden bien entrada la mañana, rápida y comodamente al aprisco  en ciclomotor, convenientemente vestidos de cuero, reloj de pulsera; al hombro el radio-casette o la televisión portatil. No necesitan perro, su vehículo preparado para correr y saltar por el campo como galgo suple con creces la labor del chucho, manteniendo atado y bien atado al ganado. Añadimos a esto sus bien remuneradas ocho horas de trabajo de lunes  a viernes, disfrutando de la bendición de dos días de asueto a la semana.
        
         Antañamente era así: de sol a sol todos los días del año.
     Para mayor infortunio, nuestra pastora era despertada bruscamente  al alba por la madrastra al grito de "espabila pazguata", acompañado no pocas vaces con unos alpargatazos poco cariñosos que le dejaban el trasero ardiendo. Aún adormecida, tras un portazo, era puesta de patitas en el corral de la casa, donde apenas se alcanzaban a ver difusamente las cosas.

Con mucho movimiento de rabo, dando muestras de alegría, era recibida por Gran, un perro con vocación de madre. Las más de las veces volvia a coger el sueño y apoyada la cabeza sobre el lomo del chucho que con mimo y sumo cuidado avanzaba a pasos cortos; esquivando baches y cantos para evitar a su joven ama tropezones y traspies. Así cruzaban las calles desiertas del pueblo hasta llegar a las afueras, donde se reunían con los demás pastores para emprender juntos el camino al aprisco, una hora de larga caminata.

Una vez los pastores en el páramo se despiden, encaminándose hacia su majada; el pasaje donde se recoge de noche el ganado, para con las primeras luces conducirlo a pastar en diferentes lugares y así evitar la posible dificultad de entremezclarse y organizar un revoltijo de animales.

La zagalilla al quedarse sola y abandonada a su suerte se veía y deseaba para manejar el rebaño, que al ser guiado por una cría con escasa pericia, las ovejas se atropellaban  unas a otras y sin saber qué hacer terminaban por dispersarse.
Afortunadamente contaba con Gran; su perro lo era todo para ella, padre y madre, único amigo, ángel custodio, sin alas éste, y sobre todas las cosas el verdadero pastor del hato.
¿Qué hubiera sido de ella sin él? ¿Cómo podía cuidar de cien cabezas lanares quien tan necesitada estaba de cuidados? Apurada era la situación de la jovencísima pastora aplastada por la sensación de abandono y desamparo desde la temprana muerte de su madre; una mujer llena de amor; de aquellas de antaño, estoica, recia, íntegra,  tan especial que sólo tenía una falla, pero de bulto, inverosímilmente se dejó morir con  facilidad pasmosa.
Joven, llena de salud y vida, sin razón mayor, de un día para otro, digamos que sin más, hincó el pico como un pajarito y voló al cielo. No estuvo bien hecho lo que hizo, su desaparición supuso para la hija el diluvio, se le vino el mundo encima con la llegada a casa de una madrastra de rompe y rasga que de inmediato la envió al páramo a cuidar ovejas, siendo tan niña.
Andaba por aquel entonces entre los siete u ocho años, tan necesitada de protección que pasaba los días, del alba a la caída del sol, materialmente cosida a su can, correteando de aquí para allá por un brezal áspero, solitario y mudo. Peor aún, salpicado de lobos, alimañas que la ocasionaban espantos, desasosiegos, sudores y temblores sin cuento.

En aquella época la joven pastora batió todas las marcas del miedo.  Más  miedo pasó que nadie, o al menos tanto como el que más. Difícilmente puede sentirse terror mayor que imaginarse una cordera en las fauces de fieras famélicas, que es justo lo que a ella le ocurría cuando escuchaba con los pelos puestos en pie y sudando de angustia la exagerada embustería que corriendo de boca en boca pasaba por verdad, y de la que existía la grave sospecha de haber sido filtrada por la madrastra, una autentica madrastra de cuento de hadas.
Contaba el terrible y sanguinolento caso de un desventurado caminante que en una noche de nieve y viento -salvo los pies guarecidos en unas recias botas de minero con punta de acero y suelas tachueleteadas- había sido íntegramente devorado por una manada de lobos hambrientos. Se completaba el infundio con los detalles macabros de que las carniceras fieras, entre agudos aullidos se disputaban  los mejores bocados, empezando por la sangre, las vísceras y demás partes blandas que son lo primero que les gusta saborear. 

Ante una cosa así ¿qué se puede pensar? Mal, necesariamente.
    La madrastra -madrastra en el peor sentido de la palabra- lo que quizás pretendía, era servir a los lobos en bandeja de plata a la tierna criatura para que jugosa y exquisita, la quitasen de en medio de dos bocados. Malévola artimaña tramada con el propósito de alzarse con el rebaño propiedad de la huérfana recibida en herencia de su difunta madre. 

Para colmo, pese a ser Gran un perro sensato, con mucho sentido común y querer a su joven ama con devoción sin límites, tenía un lunar. En no pocas ocasiones, inconscientemente, por supuesto, la proporcionaba sustos y disgustos de agonía. El temerario mastín, bien puesta en su sitio la carlanca -collar de púas- no le temía a nada ni a nadie, así que cuando obedeciendo a su instinto tensaba las puntiagudas antenas de sus orejas y arrugando el hocico veía o venteaba algún osado lobo merodeando en torno al rebaño, perdía el control de sí mismo y convertido en tigre dispuesto a la caza se abalanzaba sobre su aborrecido enemigo y volando en su persecución se demoraba, a veces horas, lo que daba lugar a que la situación de la pastora se tornara desesperada.
- Por favor, por favor Gran- gritaba la pastorcilla - No te vayas, no me hagas eso, ¿Me oyes? ¡Ni se te ocurra! ¡Gran! ¡Graaan! ¡Graaaaan!

Todo inútil, como vocear al viento, pues siguiendo impulsos irreprimibles no veía ni entendía otra cosa que no fuese dar caza al aborrecido adversario. Las largas ausencias daban lugar a que la situación de la niña se tornara desesperada, sobre todo por la certeza que tenía de que las escapadas de Gran eran una astuta estratagema tramada por las taimadas fieras para que en su retirada, llegar ellas muy tranquilamente y dar buena cuenta de la pastora y del rebaño.
Gran tan valiente, tan listo y bueno como el can de san Homobono, nunca se dio por enterado de los miedos, sudores y temblores de su ama, y siguió con su vicio persecutorio hasta que los años mermaron su fiereza.

Claro que para entonces, con el rápido correr de los días y el natural proceso de maduración, había tenido lugar el cambio de niña a mujer.
La pastora cayó en la cuenta que  hallarse condicionada por un sentimiento de horror a los lobos no conducía a nada y dos opciones tenía: seguir permanentemente en la atmósfera agobiante o hacerlos frente.
Como también había llegado la hora de la reflexión, la conclusión fue que a lo único a que hay que tener miedo es al  miedo mismo, con el resultado de que, sin convertirse en una fanfarrona comedora de alimañas, sí llegó a corretearlas a gritos y cachabazos por el páramo.

         También, y como actitudes para ello no le faltaban, mejoró en la práctica del oficio. Lógicamente para quienes al ganado lanar sólo conoce  de lejos, sin información precisa, las ovejas no pasan de ser unos simpáticos animales baladores que dan lana y leche para hacer queso y gracioso aspecto: patas de alambre, cara confungida y circumpleja, nariz inverosímil y  ojos lánguidos, todas iguales, tan parecidas como dos gotas de agua, como los chinos en China,  que visto uno, vistos todos, pero para un pastor digno de así ser calificado, con trato diario y directo durante largo periodo de tiempo es obligado conocer sin la menor vacilación quién es quién y de que pata cojea cada cual.
Un pastor es como el psiquiatra del rebaño y sabe que en un ato de ganado ovino vario y plural, se encuentra amplia diversidad de personalidades que contrastan agudamente. Aunque la comparación no sea muy adecuada, en un grupo de ovejas, como entre los habitantes de un pueblo, hay de todo, hijos de todas las madres y, consecuentemente, todo tipo de temperamentos: nerviosas y flemáticas, audaces, apocadas, egoístas, sociables, narcisistas, y hasta guapas y feas; espabiladas y memas, graciosas y sosainas, sin faltar nunca la típica oveja negra siempre a la espera del momento propicio para descarriarse. Pese a ello, en general, estos rumiantes aferrados a su humilde condición de ovejas y su larga paciencia para practicar horas enteras a la masticación, resultan animales dóciles y disciplinados, fáciles de manejar, bastan dos silbidos, el ademan de arrojar una piedra y cuatro gritos raros, ¡eh, ai, ai, perro, aiii, eeeeh! Y obedecen como novicias.  En el rebaño de nuestra pequeña pastora las ovejas, por tener tenían hasta nombre propio, ideado atendiendo a su aspecto o particular condición de ser: Pizpireta, Alba, Borla, Bola de Nieve, Mora, Placida, Cuca, Pinta...

En otro orden de cosas, el pastor que se precie de serlo ha de dominar ciertas habilidades propias del oficio: contar el rebaño de un vistazo, escupir por el colmillo lejos y con precisión, silbar profesionalmente con dedos y sin ellos, tirar piedras a sobaquillo con habilidad y tino. Lanzando guijarros de forma plana y redondeada al río cortando el agua, nuestra pastora llego a dar sopas con honda al más pintado.
Ella explicaba: se ha de hacer del siguiente modo: se lanza elegantemente la lasca de modo y manera que se deslice rápida y suavemente por la superficie, primero con un gran salto, después otro menor, menor, menor, menor aún, todavía menor, menormenormenormenor,  hasta rematar en remolinos de graciosos rizos próximos a la orilla opuesta. Todo un arte.

Sintiéndose de continua acechada por los lobos, manteniendo a raya reticentes moscas, con calor o frío, silencio y soledad, gozando días alegres o contrariamente de tristeza avasalladora al evocar los dulces besos y caricias llenas de cariño materno, pastoreó sus ovejas y su vida por un páramo  en que pastora, perro y oveja compartieron venturas, aventuras, y desventuras, y que siendo la misma cosa formaban parte del paisaje, fueron paisaje hasta cumplir la mayoría de edad en que rompió las ligaduras que la encadenaban a la madrastra y  volvió a la vida, floreciendo en una mocita linda, alegre y feliz; preparada para lo que la vida y el destino tenían escrito para la joven pastora.