Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

lunes, 22 de noviembre de 2010

EL DÍA QUE NACÍ YO

En esta foto Filomena, su adorada madre,  aparece con su nieta y mi amiga Pili.

Valladolid, 6 de Enero de 2008
         Queridos hijos, nietos y hermanos: Hoy es para mí oficial y obligatoriamente un día para estar contento y ser feliz por cumplirse la exorbitante cantidad de 86 años que irrumpí en el globo terráqueo por la tronera del muy noble y leal Cornón de la Peña.
        He de poner de manifiesto que soy cornito por pura chiripa, es decir, por puro capricho del meteoro de la nieve. Me explico: todo el afán de la autora de mis días era que yo viese la primera luz del sol en su terruño, Villalba, un pueblo lleno de encanto y cordialidad, con habitantes de carácter franco y jovial, y como el agua siempre es motivo de alegría, bañado por el Carrión, un río pomposo, transparente y pedregoso, habitado por irisadas truchas que tanto divertía pescar al abuelo Francisco.
        Pues eso, que mi progenitora, cornita por casorio, vacunada contra Cornón y sus hijos, en absoluto encajaba en aquel ambiente y ni a tres tirones quería que mi entrada en el mundo tuviera lugar en un poblachín subdesarrollado, autoinsuficiente, somnífero y monótono en el que no sucedía nada nunca, es decir, sucedía siempre lo mismo, y para mayor desmerecimiento con no pocos de sus autóctonos que nacían, vivían y morían sin haber puesto los pies nunca fuera del pueblo, y en razón de ello gozaban de una mentalidad primitiva y selvática. Con circunstancias tales, Cornón bajo mínimos, a nadie extrañe que la aldehuela fuese atacada por la peligrosa plaga de la emigración, reduciéndola al estado de casi ni existir. Pero ya se sabe, el milagro es algo que nunca sucede hasta que sucede, es el caso del Cornón actual que por obra y gracia de unos forasteros visionarios, cual ave Fénix ha renacido de sus cenizas y vive momentos de esplendor.
        Pero voy a los hechos que conozco con no pocos detalles porque en mi época juvenil persistentemente reclamaba a la autora de mis días el relato de la epopeya de mi precipitada y emocionante aparición en el mundo.
        Los planes de mi madre respecto al lugar de mi nacimiento se vinieron abajo porque los días inmediatamente anteriores señaladas para mi aterrizaje en la bola del mundo, todo listo y dispuesto para emprender viaje, ocurrió lo peor para  los propósitos maternos: cayó una nevada de las que ya no se dan, nevada de antaño, nieve de verdad, y en semejantes condiciones no resultaba una aventura aconsejable cruzar dos leguas largas de un páramo cubierto por varios palmos de nieve a lomos de un burrote asilvestrado. Pues bien, ante la posibilidad de luchar contra los elementos, se resignó a mi estallido en el mundo cornito, porque bien considerado, lo importante no es tanto donde se nace, sino lo que hacemos mientras estamos vivos.
        No es chiste, es casi realidad, el día que nací mí madre no estaba en casa. El hecho tuvo lugar en la festividad de los Reyes Magos, que por cierto amaneció con un sol alegre y luminoso, lo que animó a mi madre, en plan paseo, a acercarse a la fuente con el botijo. Llenándolo estaba muy quitada de la pena, sin síntoma alguno de alumbramiento inmediato, cuando inesperada, bruscamente sintió un aguijonazo que la dobló por la mitad, y sin más dio comienzo ritmo doloroso. Asustada se encomendó a su tocaya santa Filomena rogando fervorosamente evitase que las cosas ocurrieren allí, no era el momento ni el lugar, pero yo, ansioso de ver mundo, no atendía ruegos ni razones y empujaba con brío hacia fuera y ella hacia adentro. En este tira y afloja, entre sacudidas dolorosas que le hacían sudar y pausas, enfiló hacia el pueblo, corriendo a trompicones, apretando los dientes y sujetándose el vientre con las manos, seriamente temerosa de  que el hijo naciera en plena calle entre la nieve. Con muchos ay, ay, ay por lo bajines, milagrosamente pudo sujetarme justo hasta llegar a casa, pero tan apurada que yo ya asomaba la cabeza, así que allí mismo, en la cocina, sin tiempo para más que arremangarse el manteo, acuclillase y dejarme caer al suelo de tierra apisonada, lo que da motivo a los malpensados, que no faltan, para cacarear que el chinchón que me ocasionó la caída es causa y razón de mi aguda cortitez, lo que no es cierto, pero da lo mismo que lo mismo da, la realidad es que pese a la insólita circunstancia nací sano, hermosote, una pella de manteca, pero, evidentemente, mis primeros momentos en este nuestro planeta azul no tuvieron lugar precisamente en un lecho de rosas: chapoteando en un charco de agua y sangre, en medio de un revoltijo de tripas, o sea, la masa carnosa que es la placenta. Qué apuros los de mi pobre madrecita, ella y yo solos; pero debido a la rica experiencia del primer parto, como buenamente pudo me colocó sobre la mesa, apañó el cordón umbilical atándolo con la cinta con la que se sujetaba el moño. Con un puchero de agua caliente que siempre había en la chimenea me aseó cara y culito y me envolvió en un mantón. Lógicamente yo berreaba como un descosido ávido de mamar. Tal como ella era, imagino que hablando como trinan los ruiseñores me diría, ya sé que el nene quiera la tetita de mamá, y yo sin hacerme de rogar me prendí del pecho materno apresuradamente, sorbiendo a grandes chupetones golosos. Calientito, calmado, feliz como una lombriz con la tripita llena me quedé dormido. También mi madre. Despertó ella al llegar mi padre a casa y sorprendido y emocionado pregunto lo que había pasado allí.
        Ya lo ves, esposo, explicó ella feliz y triunfante, he traído al mundo al hijo artesanalmente, de forma totalmente natural, como las mujeres en la antigüedad, asistida únicamente por la sabia madre Naturaleza, la mejor comadrona, y todo ha salido a plena satisfacción.
        Queda meridianamente claro que lo mío no fue cosa de cigüeñas, sino de los Reyes Magos que quisieron dejar en casa un magnífico aguinaldo, mi humilde personita, una criatura maravillosa para los ojos fascinados de  mis padres.

                                        Besos y abrazos 
Félix