EL
CONDE-DUQUE DE OLIVARES
Valladolid l8 de Octubre de 2001
Queridos hijos: Si ayer os hable
de Felipe IV, hoy es obligado lo haga de Dn. Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de
Olivares, personaje que vivió los últimos días
de su vida en Toro, valido del libertino Rey, inquieto y hazañoso señor,
tan ilustre como polémico, el más famoso valido de España, rey de un rey y, a
través de él, dueño absoluto de todo el imperio español, sin faltar nada.
Hombre de grandes virtudes y no menores
defectos, cometió enormes disparates y tuvo grandes aciertos, por lo que fueron
aquellos años de encumbramiento y derrumbe del inmenso imperio, que con guerras
en todas las partes, Flandes, Alemania, Italia, Portugal y América, con un
ejercito mal pagado y mal dirigido sufrió derrota tras derrota y el suelo
español en que nunca se ponía el sol se desmoronó.
Bueno, pero no me propongo dar
cátedra de Historia, sino sólo recordar al personaje que residió en Toro y que
fue tan singular y tan extraño que entre
historia y leyenda se ha contado de él todo y más. Político lleno de
patriotismo, buenas intenciones y fuerte sentido de responsabilidad, pero sus
ansias de poder lo convirtieron en un dictador odiado por todos, y en contra
suya se desataron oleadas de acusaciones y calumnias pocas veces igualadas en
la historia.
Gravísimo problemas era entonces
la facilidad con que al lado de la verdadera fe religiosa se creía en las supersticiones
y milagrerías más absurdas. El Conde-Duque pese a ser un hombre sumamente
inteligente, de tener cultura sobrada para librarse de tales hechicerías, creía
de buena fe en los mayores disparates y cometió estupideces sublimes. Cuando se
sentía desconsolado, melancólico y depresivo, fingiéndose difunto se metía en
un féretro, celebrando en vida solemnes funerales. Pero eso, con ser mucho, no
era lo peor, lo increíble fue que pese a la profunda religiosidad tanto suya
como de su esposa, Dña. Inés de Zúñiga, dechado de virtudes y esposa sin tacha,
protagonizaron un lascivo y sacrílego espectáculo. Llevados por el desaforado
deseo de tener descendencia, su única hija acababa de morir, después de invocar
a toda la corte celestial sin éxito, inducidos por adivinos y visionarios que
le ofrecieron la posibilidad de ver cumplido su anhelo, llevaron a cabo una
ceremonia sacrílega, mezcla de lujuria y religión muy propia de aquella época
de increíble fanatismo.
Se trató de hacer el amor los
esposos en el altar mayor de un convento entre cánticos, cirios e incienso,
rodeados de una docena de ignorantes e
incautas monjas, que tras la pornográfica exhibición exclamaron: "O Dios
no existe o esta mujer está preñada". De todo esto, según cuentan las
crónicas, dio como resultado una hinchazón de la barriga de la condesa, que al
cabo de once meses se resolvió echando gran cantidad de agua y sangre.
Don Gaspar fue un gotoso grave,
la impresión dolorosa sobre el dedo del
pie derecho le tría a mal traer. Por lo visto España era en aquel entonces la
patria de los reumáticos y de los gotosos. La razón eran los grandes banquetes pantagruélicos de la época. El
Conde-Duque era fundamentalmente austero, pero a la vez amigo de organizar
continuas, brillantes, aparatosas y frívolas fiestas para tener contento al
rey.
Yo como buen aficionado al arte
cocineril tengo el menú de una de aquellas
tragantonas: "Treinta manjares de entremeses, treinta postres y noventa
platos. No se trata de ninguna exageración, es real, y resultando del todo
punto imposible entender como podían
ingerir en una sola comida todo esto: "perniles, capones, olla podrida,
pasteles de carne, pollos, truchas, guiso de carnero, torreznos, criadillas,
natas, tartaletas de ternera, lechuga, empanadillas, aves de caza, alcachofas
con jamón, frutas, pastas, quesos, conservas, confitura, requesones... Pues
todo ello y más formaban parte de una comida. Por supuesto, estos festines eran
en la mesa del Rey, el pueblo pasaba gazuza. Con tales excesos fácil resulta de
entender que entre los reyes y los cortesanos fuesen tan frecuentes verse
envenenados por el abuso y muriesen prematuramente.
Rodeado el poderoso valido de
enemigos envidiosos, mezquinos y resentidos que le malmetían con el Monarca,
sumado esto al odio terrible del pueblo, llegó el día que perdió el favor del
Soberano y fue arrojado violentamente del poder. Profundamente desgraciado se
refugió en el palacio que tenía su hermana, la Marquesa de Alcañices,
en la muy noble y leal villa de Toro, pueblo que se mostró orgulloso y
entusiasmado ante el honor de tener de
huésped Los toresanos le dieron cariño y respeto. Toro fue el puesto final de
su accidentada vida, pero ya con el
cuerpo decrépito, el alma herida, y enturbiada la mente, en Toro murió loco en
1645.
Besos y abrazos