Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

miércoles, 16 de febrero de 2011

EMIGRACIÓN A MÉXICO

Comienza aquí un nuevo capitulo en la historia de nuestro Yayo, no menos dura y emocionante que lo vivido hasta entonces.

Saludos y abrazos para todos vosotros.

Marisa Pérez

EMIGRACIÓN A MÉXICO
                                                                  
Valladolid, 6 de febrero de 2009

Queridos hijos nietos y demás seres queridos:
Hoy toca recordar la humilde historia, el relato de escaso interés, pero eso sí, largo, muy largo, 35 días, de mi primer viaje a América.

En el año 1952, bajo la dictadura franquista, en España se vivía mal, eran años de vacas flacas, todo escaseaba, era el imperio del estraperlo; el pan, el aceite, el azúcar,…estaban racionados, y eso no era todo, peor aún, reinaba la sinrazón, el retraso, el burrísimo,  la estrechez de miras, la libertad y las expectativas hacia el futuro; en razón de ello estaba sobradamente justificada mi firme determinación de emprender graciosa huída hacia otra parte en busca de suerte y una vida mejor.

México resultaba un país ilusionante para emigrar, por su agradable y simpático modo de hablar, por su música y folclore, porque, en fin, en España a México y a los mexicanos se les aprecia singularmente, y precisamente en ese país residía mi hermano, un curita de lo bueno lo mejor, con un corazón como un piano, lleno de amor y generosidad, a quien debo todos los favores del mundo, uno de ellos haber tramitado todo el papeleo que hizo posible mi marcha.

No recuerdo fechas exactas, pero en octubre del mencionado año 52 -cuatro meses después de mi boda- se hicieron realidad mis ilusiones viajeras.
La Compañía Trasatlántica Española contaba con tres barcos con mucha historia, con los que establecía comunicación con tierras americanas. El “Marqués de Comillas” y sus gemelos, “Magallanes” y “Juan Sebastián  Elcano”.
Viajé en el Marqués de Comillas, un trasatlántico con capacidad para 500 pasajeros. Para los de primera clase de aquellos tiempos -de verdadero lujo- para la clase turista, -que era mi caso- no tanto, pero recibíamos excelente trato.
El embarque tuvo lugar en Bilbao, y como, por supuesto, mi reciente esposa y yo, formábamos entonces una pareja que queriéndonos sincera y alegremente,  nos producía entera satisfacción estar juntos: Yo era su héroe y ella una joven llena de cariño, de simpatía, de alegre humor y optimismo; hasta allí me acompañó, por cierto con los primeros síntomas y antojos de su primer embarazo.
El primer capricho manifestado fue tan extraño y llamativo como beber con plena satisfacción y a grandes tragos, salobre agua del Cantábrico.
Para que la cosa resultase más interesante y novedosa, embarcó y viajamos juntos a Santander y Gijón. Fueron unos días de mar placenteros. Por el día reinaba buen ambiente, mucha animación: ver caras nuevas, entablar nuevas amistades, corretear por la nave en plan de reconocimiento que como novatos en el mar, todo nos resultaba novedoso; disfrutar del paisaje y visitar las ciudades en las que poníamos pie en tierra.
Por la noche veíamos películas y bailábamos. El barco organizaba esas diversiones; y en la oscuridad de la noche contemplábamos el cielo profusamente estrellado.
A mí como buen cornito, me fascina contemplar el firmamento con su insondable misterio.
En la escala  del importante puerto del Museo, después de  visitar Gijón, Peque regresó a Valladolid con la promesa de que en el próximo puerto: Cádiz, me pondría en contacto con ella telefónicamente.
Fiel a mi compromiso, lo primero que hice al pisar tierra gaditana fue apresurarme a acudir a Telefónica a solicitar la conferencia.
Por supuesto que los fabulosos móviles actuales y aquel servicio de Telefónica se parecen como la nariz a las orejas. Basta decir que mi solicitud la realicé en las primeras horas de la mañana y me la concedieron a última hora de la tarde -diez horas de demora- y esto no es todo, se ha de agregar el agravante de no poderme ausentar de allí ni un instante, y el servicio eran tan deficiente que nada, del verbo nada de toda la vida, es lo que nos entendimos, ya que la conversación no pasó de: Hola ¿quién habla? …¿Qué?... ¿Cómo?... ¿Que qué?...  
Bien, aunque con tan tampoco éxito, había cumplido el compromiso con mi media naranja. Ahora he de señalar que en Santander había embarcado un joven con quien simpatizamos de inmediato y que resultó un compañero de viaje constante y fiel como la estrella Polar, pues aguantó pegado a mí como la sombra al cuerpo durante todo la larga espera, y yo, dentro de la preocupación de verle allí plantado todo el santo día, agradecido, porque como dice el refrán, “hasta las hormigas quieren compañía”.
Si había aguantado a mi lado estoicamente, me sentí obligado a tener con él una consideración especial, y no tuve  idea más brillante que lanzarnos a corretear por la ciudad visitando bares y cantinas con más frecuencia de la que aconseja el más elemental sentido común.

Vamos a ver, el hombre es el único animal que ríe, pero también el que bebe sin sed y eso es precisamente lo que hicimos, matar la sed que no teníamos empinando el codo generosamente.
O séase, hablando con total exactitud, más alegres de la cuenta, achispados, con exceso de copichuelas entre pecho y espalda regresamos al barco a punto de partir.
La travesía de Cádiz a Las Palmas de Gran Canaria fue un purgatorio. Quien no haya pasado por la pésima experiencia de sufrir simultáneamente dos diferentes mareos: el de exceso de alcohol y el del atormentador balanceo del barco, no le resultará fácil saber lo que es pasarlo peor imposible; porque poco habituado a la bebida, tal exceso me hizo el efecto de un veneno, que hecho un guiñapo me postró en la cama con la angustiosa sensación de desorientación total, porque todo a mi alrededor daba vueltas y más vueltas descontroladas, y en el estomago, que se había vuelto loco, imposible retener nada, por lo que pasé la mayor parte del tiempo asomada la cabeza por el ojo de buey del camarote arrojando al mar nauseabundas vomitonas y con un solo deseo: que parasen el mundo, me quería apear.

Felizmente no hay mal que cien años dure y desembarcar, poner los pies en tierra firme fue la más eficaz medicina que restableció mi moral devolviéndome la alegría y la ilusión de vivir.
Mi memoria inmediata, la de corto alcance, mermada, como corresponde a quienes hemos alcanzado esa edad que se llama senectud, por lo que bien puedo olvidar lo que hice ayer, pero la de largo alcance, la que se refiere a la niñez, adolescencia y juventud, si descorro la cortina mental se me acumulan los recuerdos que hacen cola por salir a escena.
Recuerdo, pues, que reanudado el viaje, pasaba los días gozosamente disfrutando de un alegre sol, respirando el aire puro de una atmósfera limpia, clara y brillante, con la vista que no alcanzaba a verlo todo porque el mar y el cielo parecían más grandes.
Como por naturaleza soy tendente a madrugar, en alguna ocasión que desperté temprano, al alba, me tiraba diligente de la cama y subía a cubierta a contemplar el nacimiento del nuevo día.
Soy aficionado a contemplar el emotivo espectáculo, y en Melilla, en la casa frente al mar de Rocío, he sido frecuente espectador encantado de ver el glorioso nacimiento de un nuevo día. Aunque el más emocionante tuvo lugar siendo yo un mozalbete que acompañaba a mi madre de visitar a mi hermano en el convento de Daimiel, camino de Villafranca del Penedés, a pasar unos días con mi hermana estudiante en la escolanía de monjas de Santa Ana.
Tuvo lugar en Castellón, iba dormido pero a mi madre le pareció un espectáculo digno de ver y me despertó. Efectivamente fue fabuloso, era la hora mágica del amanecer y el cielo comenzó a iluminarse con una tenue luz azul y se inició la aparición de la carota alegre del sol enviando haces de rayos de oro sobre el Mediterráneo dorando sus aguas, resultando toda una fiesta para los ojos y para la mente, porque en ella se grabaron aquellos momentos de por vida.

Vuelvo a la historia. Con el corazón contento, aunque casado, me uní a un nutrido grupo de chicas y chicos solteros joviales  y entusiastas con quienes la alegría y la emoción estaban asegurados.
Así, pues, con buena compañía y tiempo bonancible, la vida en el barco resultaba grata y divertida: no mal yantar, cine, baile, juegos.
El espectáculo que no dejaba de resultar emocionante eran los delfines que como queriéndonos dar la bienvenida jugueteaban en torno al barco, así como los peces voladores que desplegando las aletas que les servían de alas saltaban fuera del agua y volaban largo tramo.
Los días discurrían gratamente, pero vamos a ver, que todo hay que decirlo, éramos emigrantes camino a lo desconocido, con conciencia de que nos esperaba un mundo y un modo de vivir nuevo; la necesidad de adaptarnos a la manera  de ser del país de acogida, sin embargo no podíamos ocultar que estábamos  contentos de haber emprendido la ansiada huida hacia la solución de nuestros problemas económicos y de libertad, pero no faltaban sentimientos encontrados, porque dejábamos atrás familia, amigos, patria… y como los emigrantes nos sentimos muy españoles, recuerdo que estaba de moda la canción de Juanito Valderrama, “El Emigrante” y escucharla y cantarla nos emocionaba hasta las lágrimas: “Adiós mi España querida/dentro de mi alma/te llevo metida..”

Tras muchos días de navegar por el Atlántico y después de celebrar la fiesta que ofrecía el capitán por motivo de cruzar el Trópico de Cáncer, hicimos escala en el primer puerto de América: Santo Domingo, capital de la Republica Dominicana, entonces gobernada por Leónidas Trujillo, otro dictador que rendía excesivo culto a la personalidad, generalísimo admirador de Franco, caudillo de España.

Hoy Punta Cana es considerada uno de los paraísos del planeta; gran zona turística del Caribe, con mar de aguas azul turquesa y playas de ensueño, como dan buena fe Rebeca y Jorge que se han bañado en ellas.
Puerto Rico, la siguiente escala, fue con mucho la que resultó la más emocionante. Al entrar en la bahía, desde un promontorio en el que se ubica un convento de monjas de nuestra patria, nos saludaron haciendo ondear una gran bandera española. El pasaje advertido de la tradición acudimos en masa a la cubierta a corresponder al saludo. Muchos ojos se anegaron de lágrimas.
Al desembarcar, los puertorriqueños nos dieron evidentes muestras del aprecio y la admiración que sienten por España, la Madre Patria, no se cansaban de decir, y por lo español, pues hospitalarios y generosos nos llevaron y trajeron por todos los lugares de interés: el Viejo San Juan, donde se encuentran los edificios históricos más interesantes; casas coloniales con sus patios, sus calles estrechas con pavimento de adoquines… A nosotros, habituados a la escasez y el racionamiento, aquella antigua colonia nuestra -hoy país libre asociado a los Estados Unidos- nos pareció el paraíso de la abundancia por el hecho de poder entrar a los establecimientos a adquirir a placer y en abundancia de todo: pan blanco, azúcar, aceite, tabaco…
Admirados asistimos a un mitin en el que los sindicatos exigían arrojar al mar enormes cantidades de ciertos alimentos, trigo, naranjas… para mantener altos los precios, actitud que nos resultó inaudita considerando las necesidades que existen en el mundo.
En la noche, en compañía de personas que les placía y complacía agasajarnos, asistimos a un espectáculo inédito para nosotros, ¡chicas con los pechos al aire!
La despedida: otra conmovedora agitación de nuestra enseña nacional.
El Marqués de Comillas era un trasatlántico mixto, de pasaje y carga, de ahí la larga travesía de cinco semanas, pues atracaba en tantos puerto como encontraba a su paso; como ocurrió en el Caribe que tocó varias de las encantadoras islas antillanas: Martinica, Granada, no se trata de nuestra Granada, es un minúsculo país independiente; la republica de Trinidad y Tobago, la escala tuvo lugar en Puerto España en Trinidad, la mayor de las islas; Curasao, Holandesa, compramos la famosa bebida con su propio nombre que se elabora con la piel de las naranjas.
La imagen general que guardo de todos aquellos lugares es que sus habitantes, por el color y el temperamento afrocaribeños son gente con corazón alegre y musical que llenan las calles de color y de jovial cordialidad.
La escala en La Guaira, donde desembarcó mi amigo, con el mayor número del pasaje -la mayoría canarios- es el puerto más importante de Venezuela, es decir, el único, a tiro de piedra de Caracas, no más de 50 Km.
Entre varios del grupo de amigos, como la escala era de dos días, alquilamos un taxi para hacer un viaje relámpago a la capital por una carretera, que no sé hoy, pero entonces resultaba de lo más especial por lo estrecha y accidentada, dando lugar a que por el día únicamente circulaban coches, y por la noche exclusivamente camiones, pero mediando la siguiente circunstancia, como por lo angosta no era posible cruzarse, un día la circulación era en el sentido La Guaira-Caracas y la siguiente en sentido contrario, esto es, tenían que esperar 24 horas poder circular. En Caracas, como la visita fue de horas, solamente hubo lugar para recorrer el centro donde están los edificios más emblemáticos. Llaman a esta ciudad “La Sucursal del Cielo”, que a de  ser por lo agradable de su temperatura, no hallo otra razón, pues se ve claramente dividida entre ricos y pobres, a más de la fama que nos hicieron ver de súper inseguridad por el alto nivel de criminalidad.
Surcando las cálidas aguas del Golfo de México tuvo lugar un tormentoso fenómeno meteorológico: nos alcanzó la cola de un ciclón. La cosa comenzó envolviendo a la nave unos nubarrones negros y espesos, seguidamente  sopló un ventarrón huracanado tan furioso y tan violentas eran las ráfagas, que bien parecía querer destrozar cuanto hallase a su paso, y poniendo al barco a zangolotear alarmantemente. O sea, que la cosa no estaba para euforias, pero en situación semejante, con tales cabriolas resultaba de todo punto imposible dormir y por falta de equilibrio moverse por el barco; en razón de ello, el grupo de jóvenes decidimos tomar la situación lo más optimista posible y resguardados en un rincón, dando vuelo al buen humor y entre bromas, cascada de risas y vociferando emocionados viejas canciones del terruño: Asturias patria querida, adiós con el corazón, adiós mi España querida… pasamos la tarde y noche capeando el temporal -que afortunadamente duró poco- pues el día siguiente lució el sol en un cielo alto, terso y azul y en el mar después de la agitación reinaba la tranquilidad y así llegamos a La Habana que para mí fue muy especial, muy entrañable, me esperaban, por un lado Lydia y Julio, grandes amigos de mi hermano, que me recibieron no sólo alegre y simpáticamente, sino de manera espléndida; en su compañía visité los lugares más interesantes.
Nos unió de por vida estrechos lazos de amistad. Por si eso fuese poco, también estaban allí la familia: mi tía Emiliana y todos los demás.
En Rincón, el poblachín en que residían, tuvo lugar el peripatético episodio del pasaporte y el retrete. Se trataba de una letrina bastante peculiar, simple y llanamente eran unas tablas con una abertura en el centro más o menos redonda y en el fondo, muy en el fondo, un pozo negro donde se acumulaban las deyecciones.
Tuve perentoria necesidad de acudir al incómodo lugarejo en el que había que adoptar la postura de “aguilita” o cuclillas, es decir, acurrucado de suerte que las asentaderas descansan sobre los talones. Por lamentable descuido llevaba el pasaporte en el bolsillo trasero del pantalón sin abrochar, dando lugar a la tragedia de quedar el documento entre la caca. ¡Menuda peripecia rescatarlo! era mi documentación y resultaba de todo punto imposible abandonarlo allí, pero estaba muy al fondo, donde no alcanzaba y tuve que ingeniármelas haciendo mil piruetas para recuperarlo y adecentarlo.
Conté la singular circunstancia y ha servido de motivo de risa hasta el día de hoy.

El Marqués de Comillas levantó anclas a la salida del sol para alcanzar el final del viaje: Veracruz.
Con el corazón contento a la vez que agitado, nos hallábamos frente al puerto, inmóviles en espera del práctico, o sea, unas horas más y estábamos en México. En Veracruz me esperaba mi hermano y después de los trámites aduaneros, para desintoxicarme de tanto barco decididimos dar un largo paseo a pie; llegando a un recodo del mar donde una pescadores recogían las redes, nos prestamos a ayudarles, agradecidos nos obsequiaron una bolsa con todo lo que había en las redes, peces, cangrejos, langostinos… señalándonos una casita próxima propiedad de uno de los pescadores, donde su esposa nos preparó la más abundante y sabrosa comida que pueda darse, aún creo tener el sabor en el paladar.
Ya en mi destino, México, D.F., al día siguiente tenía trabajo en una importante empresa de transportes.
     
El Comillas tuvo un pobre final, murió abrasado en La Coruña en 1961.

   Besos, abrazos y el más feliz de los días,        

                                Félix