Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

viernes, 4 de febrero de 2011

NIÑO DE LA GUERRA

Este niño con cara de pillastre bien podría asemejarse a nuestro yayo Félix en la época donde comienza el relato de esta apasionante historia.
Feliz fin de semana queridos lectores y visitantes de este Blog.
Marisa Pérez

NIÑO DE LA GUERRA
Valladolid, 8 de Abril de 2009

Queridos seres queridos:
  Hoy toca como regalo, unas simples historietas de mi humilde vida.

     Nada nuevo aclaro si digo que soy un hombre como tantos otros, ni mejor ni peor, o séase, un vejete que aún tiene sus tendencias, sus preferencias, sus ideales, con más defectos que virtudes, lo que supongo es natural; también las flores tienen espinas.

     Para que todo quede más entendible, no son pocos los que me juzgan un hombrecillo intrínsecamente bueno, o lo que parece ser lo mismo, un calzonzazos, un Juan Nadie. No lo digo por adornarme, que no me gusta darme jabón, pero según versión materna no siempre fue así, puesto que siendo muy crío mi modo y manara de ser resultaba dura de roer, atolondrado, bravucón y terco. Las malas lenguas -que no faltan-  atribuyen mi cornitez  recalcitrante al gran chichón  que por los apurones de mi pobre madre a la hora de mi nacimiento me ocasionó la caída de cabeza en el suelo de tierra de la cocina. Lo que no es así, pero da igual, que lo mismo da, si dicen, que dizan, en no fuendo. El caso es que apenas era yo un polluelo recién salido del cascarón  y ya me creía un gallo con espolones, fanfarrón y pendenciero. Contaba mi madre una sencilla anécdota que según ella evidenciaba lo amigo que era de buscar camorra.
     Regresaba con ella de una tienda de ropa donde me había comprado una chaquetilla; en previsión de lo rápido que crecen los chiquillos, holgada, tan largas las mangas que no se me veían las manos. En sentido contrario venía otro crío con su progenitora y yo, imaginando cosas, comenté: si ese niño que viene allí dice “madre, mire, ese niño ni tiene manos”, yo le voy a decir, chaval, ven acá que te voy a demostrar bien demostrado que sí tengo manos.
     Bueno, vamos a ver, soy chaparrito, y cada día lo soy manifiestamente más, los años nos aplastan, pero en aquel entonces, comparado con los demás muchachos de mi edad, era alto y fortachón, con doble muñeca y puños que cualquiera otro, de ahí el apodo de “manogorda”; siempre cabecilla de la panda del barrio, por lo que se me respetaba al máximo, y cuenta que los tenía dado que concurrían otros señalados méritos para ello; estar integrado en el grupo de cabeza de los más revoltosos y peor estudiantes, disputando un puesto en el último banco de clase donde existía libertad para obrar a capricho porque el maestro nos consideraba criaturas cuya mente funcionaba a nivel menor  y no merecía la pena tomarnos en consideración.
      Sin embargo, como durante mi infancia y adolescencia tuvieron lugar  tantos y tan graves sucesos en mi entorno, a veces me pregunto qué parte de mi personalidad se debe a la herencia y qué  parte a las circunstancias ambientales. La pregunta viene a cuento porque, digamos por cuestiones genéticas, de crío era un inocente diablillo, pero algunos años después, ya con nueve, por señalar una fecha, en el año 1931 en que se proclamó la República, en Guardo, zona minera, se respiraba una atmósfera enrarecida, era un foco de conflictos sociales y económicos, de enfrentamientos entre republicanos y monárquicos,  obreros y patrones por quejas de duras condiciones de trabajo y bajos salarios, agitada situación que desembocaba en huelgas violentas, mítines anticlericales, etc…
      La mismísima Dolores, “La Pasionaria”, estuvo en Guardo pronunciando un par de ellos muy fogosos, precisamente frente a mi casa, en la plaza de Don Edmundo. Lo recuerdo  porque allí estaba yo entre la gente y  fueron  sonados y celebrados con desfiles muy concurridos por mineros llegados en trenes especiales desde Barruelo de Santillán y  pueblos circundantes, con mucho uniforme de camisas rojas y pantalones negros; mucho despliegue de banderas con la hoz y el martillo; muchos puños en alto con gritos de ¡Viva Rusia! ¡Viva el comunismo libertario! ¡U.H.P.! ¡Arriba los de la cuchara y abajo los del tenedor! Y con música de la Internacional y el himno de Riego letras llenas de improperios y amenazas: “Si los curas y frailes supieran la paliza que les vemos a dar, subirían al coro cantando libertad, libertad, libertad…”
      Si los tiempos eran así de revueltos, si agitada la situación entre los adultos, también los chavales nos mostrábamos pendencieros, belicosos y descontrolados.
     Supongo que por mimetismo, los chicos, ya se sabe: lo que ven… Nuestra conducta era, sin duda, reflejo de la discordia reinante que nos arrastraba a practicar juegos que consistían en guerrear a palos y pedradas entre pandillas de los diferentes barrios. Como ejemplo de todo esto considero que basta esta barrabasada impropia de muchachos que los mayores no alcanzábamos la docena de años.
     La pandilla de uno de los otros barrios capturó a un grupo de los nuestros -entre ellos mi hermano- los amarraron las manos, quedando semicolgados  de las ramas de un árbol, sosteniéndose apenas de puntillas; tan incómoda postura que cuando logramos rescatarlos sangraban por las heridas causadas por lo apretado de las ligaduras.
     En represalia no tardamos en hacer prisionero al cabecilla de la panda -autor de la tropelía- con él nos adentramos en lo espeso del monte y en lugar extraviado, a la puerta de una mina ya fuera de explotación, atado de pies y manos le abandonamos a su suerte, confiando que se liberase o lo liberaran. No fue así y llegó la noche;  preocupados sus padres por la tardanza del hijo, averiguaron el motivo y hubo que organizar urgentemente un grupo de rescate encabezado por mí, responsable de la jugarreta.
     En mitad de la noche, oscura como boca de lobo, y en la espesura no resultaba tarea fácil localizarlo, pero al fin dimos con él orientados por sus gritos a desgañitar. Ni que decir tiene que el pobre chico estaba más asustado que una perdiz tiroteada.
     Por supuesto, nos prohibían tales travesuras arriesgadas, pero seguíamos con lo nuestro, porque si así estaban las cosas entre la gente menuda, el estado de agitación que se respiraba entre los adultos en absoluto echó freno, fue a más, a mucho más cuando en 1934 estalló la revolución de Asturias, que triunfó durante unos días y atacó cuarteles, iglesias, ayuntamientos…Como realmente se trataba de una guerra abierta contra la República, el gobierno de la nación tuvo que tomar medidas drástica para sofocar el conflicto, enviando a Franco con legionarios y tropas moras que entraron a sangre y fuego. Por cierto, el capitán Juan Rodríguez, abuelo de Zapatero, luchó allí contra la revolución socialista.
     Los mineros de la zona de Guardo y sus alrededores secundaron  con entusiasmo la revolución obrera y levantados en armas mataron a un guardia civil e incendiaron la casa cuartel, encarcelando a guardias, patrones, ingenieros, al sacerdote y muchos más.
     Desde la ventana de nuestra casa se veía correr y gritar a la gente. Yo, chico curioso y callejero no supe resistir la tentación y en un descuido de mis padres escape de casa por la puerta trasera y puedo decir que me hallé en medio de la refriega, pues con temor y temblor estuve al lado del agente muerto de un tiro en la sien y desde lo más alto del puente sobre el río Carrión presencié cómo un grupo de exaltados huelguistas pertrechados de armas de fuego, dinamita y botellas de gasolina, asaltaron el cuartel, a cuatro pasos de allí, y le prendieron fuego por los cuatro costados.

     Así de agitado estaba el pueblo aquellos días. Pese a ello, como mis padres eran lecheros,  consecuentemente tenían vacas que había que sacar a pacer a los pastizales comunitarios algo alejados de la población, y en eso estábamos mi hermano y yo con otras personas que apacentaban sus propios animales.
     Formábamos un grupo de media docena de personas cuando una avioneta de reconocimiento del ejercito volando raso, evolucionó sobre nuestras cabezas, con los pañuelos hicimos señales amistosas y se alejó.
     Si ya eran insistentes los rumores de la intervención del ejercito ante la grave situación, este hecho nos lo confirmó plenamente, por lo que intrigados y temerosos los hombres del grupo, con el pretexto de comprar tabaco -pero en realidad pretendiendo recabar noticias frescas- me enviaron de avanzadilla a Muñeca, pueblo más próximo, a tiro de piedra, en la carretera de Cervera de Pisuerga. El estanquero me aconsejó no regresar corriendo a toda prisa, sino volando, porque el ejército se hallaba tan próximo que habían dejado atrás Villanueva de Arriba y se oía el ruido de los motores de los vehículos y se veía a los soldados desplegados en guerrilla a ambos lados de la carretera. Con el corazón acelerado llegué con la novedad y en tales circunstancias, los adultos consideraron que lo mejor era que los críos -mi hermano y yo- nos fuéramos al pueblo; ellos se hacían cargo del cuidado de los animales, así que ¿pies para qué os quiero?
     A correr, y en un periquete entramos en el pueblo. Mi hermano siguió corriendo hasta casa, yo incapaz de resistir la tentación de curiosear, con miedo, por qué negarlo,  me quedé en la esquina todo ojo y oídos porque allí se hallaban reunidas las autoridades para recibir al ejercito. Como los soldados avanzaban a buen paso llegaron pisándonos los talones trayendo por delante, con los brazos en alto, a las personas que se habían hecho cargo del cuidado de los animales.
     Muchos años han pasado desde aquel día, tres cuartos de siglo para ser exacto, pero me parece estar viendo con los ojos de la mente la escena: el jefe de la tropa cerraba filas y el alcalde, un hombrón tremendo, extremadamente gordo, obeso esferoide, se decía, y era cierto, que dentro de su chaleco cabían holgadamente media docena de hombres de complexión  normal. Bien, pues, jovial y dicharachero, en plan de bienvenida pretendió abrazar al capitán; tan extraño le pareció a éste la actitud del edil que le propinó una sonora bofetada y con un brusco empujón le alejó de su lado, siguiendo adelante, deteniendo cuanto hombre encontraba a su paso -entre ellos mi padre- pero como el autor de mis días era persona manifiestamente pacífica en unas horas estaba libre.
    
     Con el ejército en el pueblo disparando cañonazos, cuyos estampidos helaban la sangre en las venas al más intrépido; los rebeldes huyeron precipitadamente y en desbandada hacia el monte, algunos lograron huir,  la mayoría fueron hechos prisioneros.
     Los graves hechos tuvieron consecuencias, severas represalias, hombres brutalmente machacados a golpes, prisión en la cárcel de Burgos y en el penal de Santoña…  En aquellos revueltos tiempo resultaba fácil el acceso a las armas de fuego por lo que todo el mundo tenía su pistola -yo también- la encontré en medio de un matorral donde, sin duda algún huelguista en la confusión de la  huída allí la había arrojado para librarse de tan peligrosa posesión. Se trataba de un elegante revólver niquelado y cachas de nácar, cargada con las cinco balas.
     Con el juguetito en la cintura  y un amigo al lado, nos internamos un día en el monte a probarlo efectuando disparos; con los nervios alterados por el ruido de las explosiones, por la emoción, por los momentos de gloria que suponía poseer un arma que carga el diablo, por suma ignorancia, perdida la noción de la realidad, no sé lo que pasó, el caso es que creyendo haber efectuado todos los disparos, apreté el gatillo y sonó el quinto, el amigo palideció intensamente y se arrugó.
Los dos pensamos que le había matado. Milagrosamente no fue así: bendecido por el don de la buena suerte, la bala no le había ni rozado, pero si perforó la camisa por debajo de la axila, dos perforaciones, de entrada y salida. Aunque hicimos pacto de silencio, la camisa agujereada nos delató y si grande había sido nuestro susto, el de los padres para qué contar.
     Con el ejército ocupando el pueblo, se ordenó la entrega de armas; mi padre tenía un pistolón heredado de un tío capitán; para evitar explicaciones, mi madre, sin más, lo arrojó al pozo, mi elegante revólver siguió el mismo camino.
     Por si el  pueblo no estaba suficientemente conmocionado, por la misma fecha tuvo lugar otro hecho escalofriante: un hijo mató a tiros a su padre. Se trató del señor Rufo, un hombre que si cierro los ojos aún veo retratada su imagen en mi mente. Era chaparro, gordote y barbudo, muy notorio en la villa por ser el propietario del café-bar más importante del pueblo que aún hoy existe.
     También destacaba por su fama de borrachín agresivo que cuando apuraba la jarra hasta el fondo maltrataba cruelmente a su esposa, una mujer dulce y tierna. El drama de tal modo me impactó que recuerdo los hechos como si hubieran tenido lugar ayer por la tarde.
Uno de los hijos, el menor, tenía mi edad y éramos compañeros de clase; otro, el protagonista de la tragedia, joven de ventipocos años, buen chico según el decir de la gente, pero exasperado por ver a la autora de sus días insultada, atropellada y pisoteada, le falló la fuerza de voluntad y con la mente teñida de rojo disparó a su padre cuatro tiros.
Digo que fueron cuatro disparos, todos en el pecho porque en vivo y en directo los vi y los conté.
Bien conocéis ya  mi condición de chico  callejero y amigo de meter las narices en todas las partes, por lo que seguí a los cuatro hombres que usando como camilla una escalera de mano, trasladaron el cadáver al cementerio y en la caseta que servía de depósito de cadáveres lo dejaron para serle practicada la auptosia.
Merodeé por allí y cuando los hombres se fueron -las puertas del camposanto sólo se cerraban de noche- en un arrebato increíble de curiosidad me colé, y aunque con el alma sobrecogida y temblando de miedo, permanecí un buen rato contemplando de cerca al difunto. Me llamó mucho la atención que las heridas causadas por los balazos parecían apenas alfilerazos, yo imaginaba un gran boquete, como el tiro en la sien del guardia civil. No sé a vosotros, pero a mí me llena de admiración el valor que necesité para adoptar tal audaz decisión.
     Pero, bueno, al parecer así era yo entonces y así estaban las cosas en Guardo, que pendenciero y oliéndole la cabeza a pólvora, todo eran malquerencias, altercados, rencores y represalias, y a mí que tanto me afectaba todo aquello, siempre en primera línea de situaciones peligrosas, corriendo riesgos que tenían a mis padres con el alma en un hilo. La más elemental prudencia aconsejaba poner tierra de por medio, ya tenía yo 12 años y como las cosas no podían continuar así, con buen criterio decidieron internarme en un colegio de PP. Agustinos en Valencia de Don Juan (León).   

2ª Parte

     Ingresé receloso, imaginando el peor de los escenarios, pero mi suspicacia resultó injustificada, pronto caí en la cuenta de haber entrado en otro mundo donde reinaba la camaradería y la cordialidad, donde comencé a disfrutar de la alegría de tener amigos y profesores con pensamientos y sentimientos muy alejados de la atmósfera explosiva que dejaba atrás.
     Con la nueva disciplina y sistema de enseñanza del todo diferente al pasado que practicaba el lema: “las letras con sangre entran”;  que en vez de la humillación de los reglazos se esmeraban en estimular el espíritu de superación y el sentimiento de estima a los demás, con otra valiosa novedad, la incitación a la magia de la lectura. O sea que bien adaptado al nuevo orden de cosas, cambié, de alguna manera fui otro, muy otro, obediente, cumplidor, hasta diría que muchacho aplicado, situándome como estudiante, no entre las lumbreras del curso, pero sí en lugar más o menos destacado.
     El tiempo no pasa, pasamos nosotros y el roce con él nos deteriora no sólo el cuerpo, también la memoria, sin embargo, pese a que aquellos juveniles y alegres días me quedan remotamente lejos, si echo la vista atrás, recuerdo vivamente -entre otras muchas agradables cosas- la emoción que me producía la atmósfera misteriosa y mágica que se creaba en la iglesia con la solemnidad de los actos; la música, la mezcla de olores a incienso, cera y flores, que como tocándome interiormente me ponía a partir un piñón con Dios, haciéndole partícipe de mis cosas. Siento añoranza de aquel Dios, no porque haya perdido la fe, que creo en  Él sencillamente porque el hombre, el mundo y el universo, todo es tan complicado que necesariamente tiene que existir una inteligencia superior que orqueste el alborotado cotarro.
     El plácido y fructífero ambiente reinante en el que me sentía no sólo  a gusto, sino que era feliz, se rompió bruscamente en 1936. Tenía yo 14 años, con el estallido de la larga, dura y sangrienta guerra incivil, trágica  página que nunca debió escribirse, porque convirtió a España en una fábrica de muerte entre hermanos que vivían bajo el mismo cielo, respiraban el mismo aire y pisaban la misma tierra.

     Como bien sabido es que en la guerra lo primero que se rompe es la verdad, y la mentira es una eficaz arma, aunque a los estudiantes no es que nos llegasen muchas noticias del curso de la contienda, pero en los patios decreció el movimiento, el bullicio y la alegría por los rumores que corrían de que en territorio enemigo se cometía la enorme barbaridad de llenar cada noche las cunetas de las carreteras de cadáveres de monjas, seminaristas, curas y buenas personas culpables de nada. Peor aún, se decía que en las carnicerías asturianas  se mostraban, colgados de los ganchos, sacerdotes desnudos abiertos en canal con un letrero, “se vende carne de cerdo”.
     Uno de los compañeros de curso era asturiano y sus padres residían en aquella región tan próxima a nosotros -provincias limítrofes- ocupada por las fuerzas adversarias y con sucesos tan alarmantes el muchacho vivía con el corazón encogido temiendo por la suerte de sus progenitores.
     Estábamos en la estación veraniega, pero la estancia de los estudiantes en el internado era permanente, quiero decir que incluso en las vacaciones de fin de curso, que nuestra ilusión hubiera sido pasarlas con la familia por aquello de que cada pajarillo quiere su nidillo, permanecíamos en el colegio, si bien es cierto que para hacérnoslas agradables organizaban divertidas actividades.
     La que considerábamos una fiesta por todo lo alto eran los  prolongados paseos campestres, todo el día al aire y al sol en una verde y sombreada arboleda, contando además con amplio espacio para practicar todo tipo de deportes. Salíamos temprano,  después del desayuno, comida y merienda en el campo, regresando en la atardecida.  
     Pues bien, en uno de esos días de asueto, sin tener nada planeado de antemano, todo ocurrió espontáneamente, sobre la marcha, el compañero asturiano preocupado por sus progenitores nos alborotó el corazón y la imaginación, cuando con la voz atiplada por la emoción nos hizo saber  que el amor patrio y filial le empujaban irresistiblemente a acudir en su ayuda antes de que les ocurriese algún daño irreparable.
     Tres compañeros  -yo uno de ellos- para manifestar nuestro espíritu  de compañerismo solidario determinamos no dejarlo solo, acompañándole donde quiera que fuese. Y dicho y hecho, llenos de ardor guerrero, sin tomar en cuenta consideración alguna, dificultades ni consecuencias nos lanzamos carretera adelante.
     Forzoso es reconocer que se trató de un verdadero disparate llevado a cabo por cuatro adolescentes ingenuos en estado puro, críos perplejos que habiendo oído campanas sin saber donde, pretendiendo luchar contra gigantes donde había molinos.
     Como no ocultábamos nuestros planes, lo contábamos en voz alta,  con conocimiento de muchos compañeros y en su presencia emprendimos la marcha sin volver la vista atrás. Resulta extraño, inexplicable que estando en boca de tantos nuestra peregrina peripecia de pirarnos a guerrear, nadie le concedió importancia ni corrió la voz llegando a oídos de los profesores que nos hubieran parado los pies al inicio de la loca hazaña que cambió totalmente el rumbo de mi vida, quedando claro que la suerte de cada uno está escrita en el libro de nuestra existencia.

     Resumiendo, caminamos muchas horas, todo el día, jugueteando e inyectándonos moral unos a otros cantando a todo pulmón himnos patrióticos: “Que tiemble el enemigo, que ahí vamos nosotros, cuatro legionarios a darle su merecido”.
     Lógicamente, llegó el momento que fatigados, hambrientos y sedientos, el ánimo había perdido altura, pero nos volvió a cargar las pilas lo que sin duda eran los relámpagos y los truenos de una lejana tormenta de verano que nosotros patéticamente ilusos y desorientados, tomamos por fogonazos y retumbidos de los cañones del frente de batalla, que por cierto aún se hallaba a no menos de 100 Kilómetros  de distancia.
     En estas estábamos  cuando nos dio alcance el coche de la guardia civil con el rector  del colegio. Lo que nosotros considerábamos en nuestra suma ingenuidad noble actitud, fue considerado por los superiores falta gravísima y tomados como peligrosos antihéroes, de inmediato fuimos apartados de los demás compañeros y expulsados fulminantemente del colegio.

3º Parte

     Bueno, hubo freno con marcha atrás, rectificación de última hora tomando en consideración las especiales circunstancias que concurrían: al muchacho asturiano no tenían lugar donde enviarle, otro de los aventureros era sobrino de uno los profesores, un anciano y bondadoso sacerdote por quien yo sentía gran  respeto y estima, los otros dos, en realidad no éramos malos chicos. El cambio consistió en no mandarnos a casa, sino enviarnos a otro colegio: el monasterio de La Vid, (Burgos).
    
     En mi estancia en aquel lugar protagonicé tan sorprendentes hazañas o diabluras que voy a que no me las vais a creer, y la incredulidad estará justificada porque no resulta fácil hacerse cabal idea  de lo que ocurría en aquellos tiempos de guerra revueltos y complicados. Afortunadamente estamos en otra época en la que reina la paz y la democracia y tales insólitos sucesos en absoluto son posibles. Pero vemos a ver, como he creído notar ciertos atisbos de incredulidad en mi palabra, estoy dispuesto a jurar por mi honor si es necesario que todo lo que cuento es rigurosamente cierto punto por punto…

     Recordar todas y cada una de las aventuras, episodios, percances, aprietos en que me hallé envuelto no es posible, vivía cada día de ocurrencia en ocurrencia, de lance en lance, de apurones, de incidentes…citaré únicamente la larga serie de peripecias insensatas que por haberme proporcionado momentos de emoción llenos loca audacia se grabaron indeleblemente en mi memoria.
     Como cosa triste digo que en tocante a mí, el traslado significó un fracaso absoluto dado que El monasterio de La Vid no funcionaba como colegio, allí no había estudiantes, ni profesores y no exagero si digo que casi ni colegio; ni apenas espacio puesto que la mayor parte del anchuroso edificio estaba habilitado como cuartel en el que reinaba una disciplina tolerante, en razón de estar ocupado por soldados, que por haber permanecido largo tiempo en primera línea de combate necesitaban descanso, tanto físico como psíquico.
     La comunidad constituida por  un puñado de ancianos frailes -más necesitados de ayuda que de hacerse cargo de nosotros- apenas ocupaban un alejado y reducido claustro. Tocante a profesores, jóvenes sacerdotes, estaban en la guerra, eran capellanes del ejército.

     De los cuatro echados de patitas a la calle del colegio llegamos tres, el chico asturiano permaneció en Valencia, negándose en redondo a alejarse un paso más de su tierra, en espera de reunirse con sus padres lo antes posible.
     Nunca me ha quedado claro la diferencia de trato; al sobrino le recibieron con los brazos abiertos, cuidándole con esmero, en tanto que a mi compañero y a mí nos concedieron total y absoluta libertad para obrar a nuestro antojo. Imagino que siguieron considerándonos los pillastres que perpetraron la fuga y no merecía la pena tomarnos en consideración.
     He de anotar que la diferencia de trato al sobrino -Agustín Liébana- mereció la pena con creces, puesto que, aunque para mí no fue buen amigo, debió ser persona de excepcionales méritos, ya que precisamente por estas fechas  se tramita nada menos que su Beatificación. 
     En el cuartel improvisado reinaba una disciplina tolerante al estar ocupado por soldados que por regresar de la primera línea de combate estaban necesitados de descanso físico y psicológico; tranquilidad para gozar de merecidos días de paz. En tocante a mí, con pena lo digo, el cambio de colegio supuso un fracaso total, pues en vez de estudiar, pasaba los días entre los militares aprendiendo picardías.
     Los relajados soldados -como nos vestían con una especie de hábito-  encontraban gracioso y divertido ver dos curitas tan jovencitos y bromeaban hablándonos de chicas e incitándonos a fumar.
     El cuartel ocupado entonces por nuestras tropas, en fecha inmediatamente anterior lo había estado por italianas -las que acudieron en ayuda de Franco- precisamente parte de las que sufrieron la severa derrota en Guadalajara.
     Según se supo, o según se dijo, se equivocaron en todo, pues creyéndose aún en Abisinia -para ellos país donde se ataban los perros con longaniza- pretendieron romper el frente y conquistar la ciudad en tres días avanzando alegre y despreocupadamente sin encontrar oposición.
     Se trató de una emboscada; les tendieron una trampa bien tendida en la que, incautos, cayeron redondos. Consistió la estratagema en permitirlos penetrar a fondo en territorio adversario por una carretera con todo tipo de obstáculos, estrecha, encerrada entre montañas, con lluvia y barro que dificultaba la movilidad, situación no  advertida hasta chocar de narices con la dura realidad. Esto es, metidos a fondo en la ratonera, cuando los tuvieron a tiro fijo, bastaron unos certeros zambombazos con los que enviaron por los aires a los primeros y últimos vehículos del largo convoy, cortando el avance y la retirada, y de pronto: ¡qué rayos pasa aquí! El mundo patas arriba con el diablo suelto a las puertas del infierno donde fueron bombardeados,  cañoneados, ametrallados, acribillados sin piedad. Espeluznante hecatombe en la que entre muertos y heridos cayeron casi todos.

     Los escasos sobrevivientes que regresaron a La Vid lo hicieron con mucho miedo metido en el cuerpo, tan derrotados y desmoralizados que sin orden ni disciplina desalojaron el cuartel precipitadamente, a la desbandada, dejando abandonado por doquier material de guerra del que se hizo cargo el ejecito español, pero en un oscuro rincón de un claustro, mi compañero y yo encontramos, entre otras cosas, dos fusiles, cajas de munición  y de bombas de mano de dos tipos, unas, italianas,  de forma, color y tamaño de un tomate y otras llamada Laffite.
     La torre campanario del reloj, en el oscuro y estrecho espacio por el que se mueven las pesas, con acceso por un pequeño orificio situado en un sótano, era nuestro depósito de los peligrosos juguetitos bélicos que nos tenían fascinados y cuya peligrosidad por suma ignorancia y máximo atrevimiento ni veíamos ni temíamos, resultando realmente milagroso no haber sufrido algún accidente con consecuencias irreparables.
     Podíamos retener en nuestro poder y usar por darse  la propicia circunstancia de estar el monasterio abarrotado de soldados y eran  posible todo tipo de sucesos sin   que a nadie le extrañase ni tomase en cuenta.
     Hoy en paz y democracia resultarían lo más imposible de los imposibles aquellos inauditos hechos de los que fuimos protagonistas.
     Como perpetrábamos tremendas barbaridades un día si y otro también, contaré únicamente algunas de las más dignas de recuerdo, esto es, las que tengo grabadas en la mente como tatuaje.

     Por ejemplo, un día cualquiera,  siendo como éramos libres como el viento, salimos por la puerta del servicio con un fusil y munición bajo el hábito, encaminándonos al monte próximo a practicar el tiro. Por el camino, tonteando con el máuser, atolondrado, presuntuoso, pretendiendo saber lo que ignoraba, me equivoqué y en vez de accionar el seguro del arma -que era mi propósito- hice exactamente lo contrario y gritando al amigo la estúpida broma: “que te mato”. Apreté el gatillo, el fusil ladró seco y, milagrosamente, la bala se enterró entre sus pies sin rozarlo, había vuelto a las andadas, repitiendo de nuevo la insensatez de estar en un tris de pegarle un tiro a alguien. Del susto, en un instante, de la cabeza a los pies, mi cuerpo quedó bañado en sudor frío, pero el temblor de ruido no duró mucho, porque seguimos sin ver las orejas al lobo,  cometiendo arriesgadas barrabasadas.
     Jose, querido hijo, apasionado fotógrafo, acaba de visitar en plan turístico La Vid, y a la vista las fotografías del gran monasterio me hacer recordar de manera singular que las victorias guerreras se celebraban entre gran alegría colectiva, con clamoroso volteo de campanas y explosiones de cohetes. Nosotros desde la espadaña, -que por cierto llama la atención por su elegancia- con mucho entusiasmo lanzábamos al vuelo esas campanas  y desde allí disparábamos muchos tiros al aire.
     A propósito, permitirme mencionar de paso, que entre las pocas obligaciones que teníamos figuraba una francamente desagradable.
    
     En la cúpula de la iglesia anidaban cientos de palomas y en tiempo de cría éramos los encargados de arrebatarles a sus tiernos hijos; el guiso de pichones resultaba una golosina que se servía en la mesa los domingos y festivos.
     Con vértigo recuerdo que por esa cornisa de apenas un metro de ancho, entonces sin temer la altura, no en pocas ocasiones he paseado tranquilamente.
     Las cocinas del ejercito estaban instaladas al aire libre, protegidas con lonas del sol y la lluvia, lugar, por cierto, donde la limpieza brillaba por su ausencia, constituyendo el paraíso de los roedores las montañas de desperdicios. Había ratazas como gatos, cabeza grande, ojos desmesurados, negras, con joroba…Para mí el desfile sin fin de los desagradables mamíferos constituían diversión de muchas tardes: instalado en lugar de poco transito de personas, pero de paso obligado de ratas y ratones que acribillaba a tiro limpio sin que nadie, ni fraile ni militar me tomase en cuenta, como si un muchacho disparando tiros a discreción fuese la cosa más lógica y normal del mundo, por lo que nunca nadie se me acercó para llamarme la atención diciéndome:
- Mocoso, ¿qué hacer ahí con un fusil tirando tiros? Muy al contrario, si acaso alguien me hablaba era para animarme:
- Bien hecho, chico, dalas duro, acaba con ellas.
Las bombas de mano eran incomparablemente más comprometidas, por lo que nos ocultábamos de las miradas de la gente y saliendo por la puerta de los carros, en las traseras del convento, en una chopera a orillas del río Duero con escaso transito teníamos establecido nuestro campo de operaciones. Las granadas italianas eran pequeños artefactos que entrañaban escaso peligro, se les retiraba una anilla y se lanzaban lejos, explotaban siempre, jamás fallaban. No ocurría lo mismo con las llamadas Laffite que encerraban un peligro extremo. Basta decir que eran dinamita pura, de hecho sustituían a los cartuchos de dinamita. Se asemejaban a una lata de refresco con una cinta enrollada que después de retirar la correspondiente argolla se lanzaba lo más lejos posible, imprimiéndole cierto efecto a fin de que la tal cinta se desenrollase por completo dando lugar a que actuase el percutor y activase el fulminante que al impactar contra la tierra explotaban con estruendo ensordecedor.
     El mecanismo era simple, lo conocía a la perfección porque cometía la inaudita locura de montarlas y desmontarlas corriendo el grave peligro de salir volando por los aires.
     Como digo, el mecanismo era sumamente sencillo, no encerraba complicación alguna, pero resultaba poco eficaz y con relativa frecuencia rodaba por el suelo sin estallar y entonces se nos presentaba la seria dificultad de tener que hacer lo posible e imposible por lograr su explosión, porque aunque locos inconscientes, teníamos clara conciencia de que no se trataba de tirar la piedra y donde diese, porque dejarla allí abandonada vivita y coleando era incurrir en grave responsabilidad, ya que suponía para alguien que transitase por allí, pastor, pescador, paseante…un volcán a punto de entrar en erupción con fatales consecuencias. Así que había que actuar con valentía suicida y acercarse poco a poco, muy despacito, tomarla y rápidamente lanzarla de nuevo, a la vez que te aplastabas contra el suelo, y si había suerte, ¡¡¡Bruuummm!!! Temblaba la tierra. Y si ni aún así -ocurría a veces- había que atacarla a tiro limpio, sin cejar hasta alcanzar el éxito.
     Era yo buen tirador, me habían instruido los soldados: los pies algo separados y firmemente asentados en el suelo, la culata del fusil bien apoyada en el hombro, retener la respiración y apretar el gatillo. Lo de buen tirador se confirmó años después, cumpliendo el servicio militar al ser elegido para participar en un concurso regional de tiro en el que no llegué a participar porque fue entonces cuando ocurrió el triste fallecimiento de mi padre y me licenciaron antes de celebrarse la competición.
     Por supuesto, los bombazos y el tiroteo se oían perfectamente, pero con cuartel lleno de soldados nadie los daba importancia suponiéndolos cosa de militares. ¿Parece un relato de ciencia ficción? Fue real y si no ocurrió alguna terrible desgracia  fue porque como para Dios no existe nada imposible, viendo nuestra ignorancia supina y máxima temeridad, visiblemente nos protegió.

     Y aún no es todo. Por mucho que la edad deteriore mi memoria no creo me sea posible dejar de volver atrás el tiempo, regresar hasta llegar al día que se organizó una excursión al monte próximo, muy concurrida por que entre otros, creo recordar, asistieron, el sacerdote, las catequistas y los catecúmenos del pueblo de La Vid. Compinchados con los cocineros –seglares- en el carro de las viandas llevábamos camuflados los fusiles, munición y bombas. Después de la misa y la comida camperas, el personal se dispersó dispuesto a gozar de la naturaleza paseando, jugando y corriendo por entre los olorosos enebros.
     Nosotros a lo nuestro, con el material bélico nos alejamos hasta un apartado rincón y organizamos nuestro particular zafarrancho de bombazos y tiros, ¡aquello era la guerra! Guerra que confiábamos  plenamente que, como ocurría siempre, nadie se sorprendiese ni extrañase atribuyendo todo aquel ruido a ejercicios  de la tropa. Pero, no; no en esta ocasión, porque sin percatarnos estábamos en valle y, para colmo, soplaba un juguetón airecillo que llevaba por todo el contorno el estruendo, y la gente en medio de tan fuertes detonaciones y la nutrida balacera, huyó espeluznada creyéndose atacada por “los rojos”.
     A nuestro regreso, emocionados pero tranquilos, nos cogió de sorpresón no encontrar a nadie  en el lugar de reunión; todos habían desaparecido. Con la mosca tras de la oreja regresamos sigilosamente, con mucho disimulo, fingiendo plena inocencia y  nunca nadie sospechó que fuéramos nosotros los autores del hecho vandálico, por lo demás,  como nada se aclaró,  todo quedó envuelto en  el misterio, en suceso misterioso sin más.
     Como dirían los italianos, llevaba una vida “molto agitata”, en año y medio que permanecí en el monasterio cometí todas las tremendeces mayores que se pueden cometer, era mi sistema de vida y como ya tenía bien cumplidos los quince años, aquello me empezaba a resultar frustrante y nada optimista; metido de continuo en aventuras peligrosas, y este plan todo el rato -lo que no era plan- por lo que con la conciencia intranquila, sintiéndome mal conmigo mismo, determiné informar a mis padres de la situación, quienes con pena,  se apresuraron a ordenar mi regreso a casa. El día de mi marcha me avisaron en el ultimísimo momento, con apenas tiempo para llegar a la estación.
Detesto admitirlo, pero lo admito, me puse estupendo, negándome rotundamente a subir al tren, no lo hice hasta dos días después, llevando en la maleta -verdad por mentira que parezca- el resto del material bélico que me quedaba: dos bombas Laffite y unos cargadores de balas de fusil, que ya en casa  escondí en el pajar.
        La respuesta del superior a mi pregunta  a qué venían tantos apurones fue tan  peregrina como graciosa: “no querían brindarme la oportunidad de romper los cristales de todas las ventanas del edificio”. Por favor, señores, no den ideas.
        No lo digo por fanfarronear, pero ese era el concepto de enfant terrible que aquellos santos varones tenían de mí, con sobrada razón, me temo. Ese fue el triste fin de mi convivencia con los agustinos.
4ª Parte
Con la perspectiva que da el tiempo transcurrido, en ocasiones doy en cavilar cuál hubiera sido el derrotero de mi vida si, pongamos por caso, la chiquillada no hubiera tenido lugar, o si aquellos superiores no hubieran actuado tan drásticamente y en vez de la expulsión nos hubieran propinado unas bien merecidas bofetadas,  o ultimadamente, si en La Vid nos hubieran recibido con la consideración que prestaron al sobrino, en ese caso, digo, ¿cabría contemplar la posibilidad de ser hoy un anciano sacerdote? ¿Imposible e impensable? Ese es también mi parecer, me separa un abismo. O dos. 

Fui la oveja negra de la familia, mi hermana, bien lo sabéis, es una monjita de la caridad profundamente buena, y mi hermano un sacerdote misionero que ha  luchando denodadamente, y con sus ochenta y muchos años sigue trabajando a brazo partido en  favor de los demás. Sin embargo no dejo de considerar que tampoco está mal, está bien, incluso muy bien, ser padre de seis estupendos hijos y abuelo de nueve floridos nietos.

     De nuevo en Guardo y lo siento, pero así ocurrieron los hechos y obligado resulta ponerme como auto ejemplo del  perfecto tipo atrevido e irresponsable; pues otra vez fui protagonista de inusitada andanza, dado que aquellas bombas y aquellas balas tienen su historia.

He aquí los hechos: con la casa cuartel con los techos por el suelo a causa del incendio de los días de huelga, los guardias civiles residen desperdigados por el pueblo en casas particulares, uno de ellos muy vecino nuestro, con un hijo de mi edad, Tony Sagüillo, recuerdo su nombre a pesar de que han transcurrido tres cuartos de siglo y no hemos vuelto a vernos.
Pues bien, a este amigo le conduje hasta el pajar y le mostré mi tesoro bélico, el pobre muchacho no pudo evitar sentirse entusiasmado y estar dispuesto a acompañarme a las afueras del pueblo a explosionarlas, esto, claro, después de convencerlo de que llevásemos oculto en un saco el fusil de su padre; balas teníamos, para el posible fallo de las granadas de mano, lo que efectivamente ocurrió.
La primera funcionó correctamente, no así la segunda que hubo que lograrlo de varios impactos de bala. Bombazos y disparos que resultaron exacta repetición, ocurrió mismamente igual, igualito que en la sonada excursión en La Vid: estábamos en un valle, soplaba el viento en dirección al pueblo donde las fuertes explosiones y lo tiros causaron gran conmoción.
Nosotros regresamos algo sobrecogidos porque las fuertes detonaciones y los disparos emocionan poniendo la sangre en ebullición, pero por entero ajenos a la convulsión que habíamos organizado. Por supuesto, nadie, ni remotamente, imaginó que fuésemos nosotros los autores da la barrabasada, pero como nada se aclaró del intrigante y anónimo suceso, pero si corrió el incordiante rumor de que los maquís -de los que se suponía el monte estaba infectado-  iban a entrar en el pueblo soltando bombas y pegando tiros, lo que produjo fuerte impacto, porque permitirme anote aquí de paso, rápidamente, que aun corrían para el pueblo malos vientos, nunca mejor dicho.
La situación durante los cuatro años de mi ausencia había cambiado drásticamente para peor. Los señoritos falangistas se habían hecho dueños y señores del pueblo, sembrando la muerte a diestro y siniestro; lo aclarará este espeluznante ejemplo: una funesta noche “pasearon” a siete infelices mujeres, siete jóvenes esposas de hombres huidos al monte, siete desventuradas madres de hijos de tierna edad. Eran los infaustos tiempos en que se mataba y se moría, no por los hechos, sino por las ideas.
Los falangistas pensando lo que pensaban se creían autorizados a arrebatar el divino tesoro de la vida a quienes no pensasen como ellos.

     Afortunadamente, hoy lejos quedan los días en que las carreteras españolas amanecían sembradas de cadáveres. Bien sabido es que la guerra se llevó por delante un millón de ciudadanos entre muertos en combate, asesinados y víctimas del hambre. 


     Besos y abrazos de Félix… Niño de la guerra