Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

martes, 18 de septiembre de 2012

LA VIDA NO VALE NADA


¡¡Ya lo creo que vale!! Otra cosa es que algunas personas no sepan vivirla.
¡¡Buen comienzo tras las vacaciones!!
Tu carta trae un montón de moralejas, y se me ocurren un par de ellas: Nunca menospreciar a quienes aparentan insignificancia, ni adular a quien propiamente se adula por el simple hecho de haber nacido con un físico por el que no tuvo que luchar; porque la naturaleza se lo regaló.
No me parece justo el precio que pagó el mexicano por su altivez; aprender la lección le sirvió de muy poco para “el resto de su vida”, ya que no le quedó ni resto, ni vida.
¡¡En fin!! Ni tanto que queme al santo, ni tanto que no le alumbre, aunque el mastuerzo de nuestros días, si hubiera merecido que el del cochecito hubiera empuñado una pistolita… de agua para lavar los calzones al brabucón, que no dudo se hubiera –cuando menos- cagao por la pata abajo.
Abrazos y achuchones:

Marisa, Pérez Muñoz

LA VIDA NO VALE NADA 13 de septiembre de 2012 20:01

Valladolid, 5 de septiembre de 2012.

Queridos seres queridos: Hace un rato, cuando regresaba del “Centro de Juventudes”, fui testigo de una escena de indigna humillación que hubiera preferido evitar.

Un diminuto coche blanco o casi blanco, cambia de carril, se diría que no muy adecuadamente, cruzándose en alguna medida  “peligrosamente” con un flamante cochazo negro. Para qué lo haría,  detenidos en el semáforo en rojo, del gran vehículo sale un gorila con brazos como perniles que reaccionando violenta y groseramente se lía a atizar furiosos puñetazos en el capó y patadas en la puerta del cochecillo y la par que  grita al conductor: estúpido, que no eres más que un pobre idiota…

El chofer de coche blanco, un  hombre menudo, de aspecto inequívocamente inofensivo, con las manos chispadas al volante escucha acobardado, está paralizado de miedo y de vergüenza en tanto que el animal de bellota recién escapado de la jaula del zoo, crecido sigue con los insulto: cretino, jilipollas, que te voy a romper la cara…

Eso no es todo, lo lamentable es que en el coche viaja también la familia, la esposa, más asustada que el marido, varios hijos, dos chavalines  más espantados que la madre y  una chiquilla quinceañera que ante la vil humillación al padre los ojos se le inundan de lágrimas.

Por fin, el cafre desahogado, arrogante y chulesco se quita del medio. El pobre hombre del coche blanco, como a un hombre no se le puede hacer eso delante de su familia, arranca abochornada sin abrir el pico. Por supuesto, quien humilla a los demás se envilece a sí mismo.

Parece que la actuación impresentable de esta bravucón no tenga que ver, pero sí tiene que ver con un hecho inaudito que no me agrada recordar en absoluto por haberlo presenciado en vivo y en directo, en primer plano, a escasos metro.

Tuvo lugar en México una mañana de domingo en una gran fiesta charra que se celebrara en el Roncho Grande allá por los Indios Verdes. El protagonista  un joven mocetón de no mucho más allá de los veinticinco años, conocido porque en alguna ocasión coincidí con él en  tertulias que se celebraba en el estudio fotográfico del “Flaco”. Pertenecía a una familia adinerada residente en la Colonia. Descollaba por lo elevado de su talla, era alto, muy alto, sobrepasaba los dos metros y como cuidaba su aspecto físico y vestía bien, las mujeres se lo rifaban, motivo bastante y sobrado para creerse superior a los demás y mostrarse engreído y fanfarrón.

 Al festejo para ser visto y admirado, lucía un llamativo traje de charro y le acompañaba una bellísima muchacha ataviada con  la típica indumentaria de la fiesta, llegó deliberadamente tarde, las localidades preferentes ya estaban ocupadas, pero, vamos a ver, a él, ser privilegiado con derecho a todo, en el colmo absoluto de la desfachatez, se le hizo fácil pretender los asientos ocupados  por un joven menudito y su novia con un simple ordeno y mando quítate tú para ponerme yo. El pobre muchacho intenta mantener la dignidad y, lógicamente, se niega, pero el mocetón, abusando de su poderío físico, lo toma por la solapa, lo levanta en vilo y no exagero si digo que le arrojó al suelo. Desde la humillante posición que  se encuentra, de entre sus ropas saca una pequeña pistola, como de juguete y vacía el cargador en el pecho del arrogante charro que cae muerto tan largo  era. Así de fácil, así de rotundo, así de trágico. La vida no vale nada.

                    Besos y abrazos.