Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

martes, 19 de abril de 2011

EL CINE DE ANTAÑO Y LA TELE DE AHORA

Una cosa más que tienes en común con mí querido padre: el amor por el cine de antaño.
Siempre me contaba cosas tan parecidas a lo que hoy publicamos, que al leerte me parecía escucharle hablando de aquel cine con butacas numeradas (y entradas sin numerar) butacones en los laterales tapizados de marrón, desde donde se veía el cine y terminaban con tortícolis de mirar “al bies”; atrás también había esas sillas de madera plegables y ruidosas sobre  suelo de madera y cubierto al terminar cada sesión de cáscaras de pipas y “cacagüeses” previamente adquiridos a la entrada en los puestos de “Las Carameleras”. 
También había un "gallinero", al que se accedía por unas escaleras de madera que también sonaban alto y recio al bajar "los gallinos" como potrancas una vez terminada la sesión.
Mis recuerdos son algo menos minuciosos, pero si me esfuerzo un poco, escucho el sonido de las sillas al cerrarse cuando terminaban las sesiones de aquellos cines que sin recordar título alguno, recuerdo haber visto… Sí, recuerdo que vi “La Violetera” de Sara Montiel, y cuya canción, yo,  niña vivaracha y poco tímida, terminé cantando a grandes voces e imitando el baile sensual de la Montiel ofreciendo ramitos de violetas, camino de casa ante el regocijo de mi padre que alardeaba de lo bien que me había aprendido la canción siendo tan pequeñita.
Me suena mucho también lo que cuentas de  las airadas protestas del público en los interminables cortes de las viejas cintas, o el grito de “¡¡cuadro!!” cuando “el tió cinista” ebrio como un piojo, se quedaba dormido y el cañón de luz del proyector apuntaba al techo… tantos y tantos recuerdos que él ha olvidado y tú me recuerdas.
Abrazos cinéfilos.

Marisa Pérez

Félix guapísimo

EL CINE DE ANTAÑO Y LA TELE DE AHORA
14-01-2001

La tele y el cine televisado no son lo que eran, creo que la calidad es inferior a la de hace unas décadas. También puede ocurrir que si me falta apasionamiento se pueda atribuir a la edad que en algo destruye el entusiasmo.
Tengo un pariente muy televisionero, con unas muy conformistas tragaderas para la telebasura y una capacidad inaudita para soportar una sesión diaria y continua de hasta diez horas; capaz de verse de una larga sentada cuanto bodrio echen: telenovelas, concursos y con especial preferencia telecine, esas películas actuales de lo más desagradable, repletas de violencia y absolutamente faltas de originalidad y talento, en las que brilla por su ausencia la alegría que antes era tan esencial en el cine.

 Cuando se ilumina la pantalla la forma más difundida de hacerlo es con alto grado de tensión, trepidantes y truculentas acciones de lo más desagradable, esto es: lo primero que se suele ver son individuos  trastornados criminales despiadados y repulsivos que con apetito de violencia organizan frenético tiroteo, o bien, coches que persiguiéndose a velocidades de vértigo terminan por colisionar, produciéndose enorme explosión, acompañada de llamaradas y a renglón seguido el tableteo de metralletas que siembran la escena de sangre y horror, pues  parece que de lo que se trata es de matar para sentir que Estás vivo.

Mi   allegado no logra entender que  los demás,  hartos de barbaridades pistoleras y monstruos violentos, guerras, misiles y muertos, tomen el mando y hagan zapping, pero con resultado nulo, porque entonces te cae encima toda la glorificación de la majadería: violaciones, vejaciones de todo tipo, escarnios, drogas, sexo... 
Rápidamente hacemos de nuevo zapping, pero  continúan las bajezas borriquiles y bragueterías a destajo de cerdícolas en celo, todo ello con alarde de grosería y palabrería soez que repugna, desagrada e irrita porque degrada a la lengua misma, a quien las pronuncia y, a la larga, a quienes las escuchan para después repetirlas. Ciertamente con tal peliculaje se termina por apagar la tele y hacerte el firme propósito de llamar a "Reto" para que vengan a recoger la "caja tonta" en cuanto amanezca el día.

Pero, bueno, como se dice, con razón, que el derecho a la emoción y a la alegría es uno de los primeros derechos humanos, siempre queda la opción de recurrir, en el video-club, a las viejas películas de tema western que se recuerdan con placer porque ingeniosas y divertidas se ven sin el menor aburrimiento ni enojo, aún con sus espectaculares peleas y puñetazos graciosos, porque es cierto que no faltan las ensaladas de tiros, haciendo una abstracción mental sobre la escalada de violencia te convences de que aquello todo es un juego de mentirijillas.

Mi generación es la inmediatamente posterior a la que nació con el cine y tengo en la retina la imagen de aquellos míticos caballistas del cine mudo, Tom Mix, Tim Mc Coy... de disparo rápido y puntería infalible con sus revólveres mágicos  que disparaban inacabablemente. Cierro los ojos y los veo pasar cabalgando veloces como flechas en rescate de la chica secuestrado por los malos y peores, forajidos todos ellos desastrados y desagradables, con la conciencia de la maldad muy desarrollada, capaces de matar por la espalda, razón por la que para ellos no había refugio de descanso y su vida consistía en huir permanentemente del sheriff y los aguaciles que los buscaban para cumplir con la justicia, los buscadores de recompensas, y hasta de los peligrosos pistoleros jóvenes ansiosos de notoriedad.

Esas azarosas persecuciones por escenarios  tan espectaculares como, por  ejemplo, el Cañón del Colorado me trae un recuerdo que me enternece revivir: el cine del pueblo en mis años adolescentes y juveniles, que ten remotamente groseros me quedan.
Un galerón habilitado como sala cinematográfica, el "gallinero", la parte alta, unos estrechos tablones de madera colocados a modo de escaleras; el patio de butacas:  sillas plegables y movibles.
Domingos y festivos, alegres como golondrinas, acudíamos  a la primera hora de la tarde  a la proyección de la película con nuestras dos perrinas, importe de la localidad, y la bolsa de cacahuetes, que constituían otro elemento fundamental de la fiesta.
 Pronto el local se llena de bote en bote, ocupando ruidosa y desordenadamente las localidades sin numerar, e indescriptible el ambiente del bullicioso espectáculo: humo espeso, sofocante calor, saludos a gritos, ruido ensordecedor.
La gente excitada y divertida no puede estar quieta, se sienta, se levanta, baja y sube por las escaleras del  "gallinero". Con palmas de acompañamiento y mucho pataleo de impaciencia, con gritos a coro de "que salga el toro con rabo y todo", se exige el comienzo de la función, y ya iniciada los cortes de la película, o cualquiera otra deficiencia, eran motivo de abucheos y silbidos prolongados. 
En la pantalla prosiguen las peripecias de la persecución, el publico fascinado, estupefacto estremecido de emoción  con las heroicas hazañas del chico, la gran figura que respirando vitalidad y ofreciendo confianza en la justicia, permite a la gente identificarse con él, y en su apoyo se vocifera unánimemente, "bien por el chico, bien, bien, bien", acompañado de salvas de aplausos y ovaciones  cerradas. Y aquel clamor, y aquel rugir del publico parecía que nos rebotaba en el estómago y nos hacía  sentirnos dentro mismo de la acción. Lo pasábamos de cine, nunca mejor dicho. Máxime cuando el realismo era tal que el acercamiento de los caballos y la locomotora a primer plano asustaba al personal, y no digo en quienes el susto era tal que gritaban espeluznadas amos a las féminas  novatas en quienes el susto era tal que gritaban espeluznadas temiendo morir tiroteadas por los forajidos que disparaban sus revólveres hacia el público, o descuartizadas bajo las ruedas del tren  que con ululantes silbidos  se precipitaba sobre ellas arrolladoramente.

Estas grandes y conmovedoras películas siempre tenían un final feliz, con el chico y la chica, una flor de muchacha, sana, atractiva, bella y agradable, fundidos en ostentosos besos de larga duración.
Tampoco faltaban las historias de indios, que esa era otra. Indígenas felices y pacíficos cazando búfalos en sus tierras, pero obligados a defender en legítima defensa su territorio, se volvían belicosos y despiadados; atacando a los colonos, quemaban sus casas y dejaban el lugar sembrado de cadáveres descabellados o, bien, caían de sorpresa sobre una caravana de colonizadores camino de Oregón, atacando en círculo y oleada tras oleada, avalanchas sin fin que hacía suponer que se trataba de un ataque en el que participaban todas las tribus de la nación india: Navajos, Cheyenes, Apaches, Comanches mezcaleros, sigilosos Sioux... con sus históricos jefes: Garra de Cuervo, líder de los Pies Negros, Ala de Águila, Pluma Roja, Toro Sentado, Oso de Pie, Jerónimo... Pero, por supuesto, siempre las circunstancias eran favorables a los "rostros pálidos", los pobres indios resultaban permanentemente los perdedores.
No podía ser de otro modo, si sólo el chico, con mortal puntería y disparando a dos manos, organizaba la gran escabechina, enviando al otro mundo un sin fin de guerreros pintarrajeados: disparo efectuado, piel roja muerto; la vida de un indio valía menos que la bala que lo mataba, y al final de la refriega eran tantos los tiros y tantos los indígenas muertos, que, pese a su arrojo y persistencia, daban media vuelta y, diezmados y amedrentados, huían despavoridos, para volver a la carga a la salida del sol, con idénticos resultados desastrosos.
Tanto en la ficción como en la realidad fueron barridos del mapa tribus enteras, cientos de miles de indios perecieron a manos de los blancos, y exterminados los bisontes de las grandes praderas. 
Pero aún había más, lo que quizá se veía con mayor interés y complacencia: el cine cómico.

Aquellas primeras películas y sus hilarantes interpretes que perviven en la memoria con placer intensificado y renovado, como si con el  correr del tiempo crecieran y adquirieran nuevos valores  aquellos personajillos totalmente disparatados pero con una simpatía contagiosa y tan arrolladora que desbordaba la pantalla y se esparcía por la sala para llegar a la totalidad de los espectadores que como entonces se veía el cine con inocencia, con sabia ingenuidad, y mucha pasión, inundados de regocijo,  la emoción llegaba hasta las lágrimas y se lloraba a carcajadas.

Obligado resulta sentir entusiasmo y agradecimiento por aquellos geniales “tontos”: Laurel y Hardy, dos personajes contrapuestos muy graciosamente.
 Buster Keatón, Lloyd, Tomasín, Salustiano... que con su capacidad para divertir provocaban explosiones de la alegría necesaria para la vida, y de risa, prodigiosa medicina.

A todos, en alguna medida eclipsaba el cómico superlativo: Charlot, hombrecillo de bigote, bombín, bastón,  andares chaplinescos, gran gestualidad y ojos inmensos; personaje humilde, desventurado, perdedor en sus andanzas como bailarín, peregrino, boxeador, buscador de oro, panadero, patinador, pero, rey de la pantomima, la gracia y la picardía, desplegando imaginación y dando pruebas de talento e inventiva inagotables. Ejemplo de ello: la manera sorprendente y digna de elogios sin fin, de olisquear una flor, o, su famoso golpe de gracia en el que azuzado por una hambruna que el estómago le trepa por las paredes del esófago hasta la boca en busca de comida, con dignidad y elegancia saborea una bota hervida, los cordones como espaguetis, y los clavos, cual si fueran espinas,  relamía  con minuciosidad y esmero.

Pero entonces el cine era joven y, por supuesto, mudo, y  si no había palabras, todo había que demostrarlo con acciones y expresiones, porque no se contaba con más ayuda que su talento de actores y los carteles que  de vez en cuando interrumpían la proyección de las imágenes para insertar una mínima explicación.
Estas películas cortas, pero divertidísimas, daban fin a la sesión de cine. Después del largometraje la emocionante aventura donde se exaltaba el riesgo, el valor, con una meta que era la justicia, el triunfo de la bondad sobre la maldad, cabalgando por llanuras sin fin, montañas difíciles de franquear, ríos caudalosos, árboles espléndidos y cactus enormes... llegaba la risa y salíamos de la sala con la boca llana de carcajadas y el ánimo y el corazón alegres y alborotados.

De aquellos remotos tiempos guardo el grato recuerdo de la entrañable figura de un profesor, un maestro en el más amplio sentido de la palabra, quien para dar las clases en vivo y en directo de naturaleza organizaba frecuentes y divertidas excursiones al campo.
Las de Astronomía aún resultaba más emocionante, en alguna noche tibia y callada nos reunía en la era y sentados a su alrededor,  bajo en cielo y nos hablaba de constelaciones, estrellas,  luceros, satélites y cometas que centelleaban como diamantes en el espacio infinito superpoblados de astros. Y aún tenia otro detalle simpático el admirado maestro: para aquellos que no habían asistido el domingo a la sesión de cine, el lunes contaba la película, y lo hacía mejor que nadie, maravillosamente, daba toda clase de detalles y ponía tanta pasión  a la cosa que emocionaba pensar cómo había sido aquello, y hasta quienes la habían visto escuchaban entusiasmados.

Por esto y por todo lo demás, el cine fue, en gran medida, el eje sobre el que giró el mundo de nuestros años dorados, cuando viviendo  bajo la obsesión provocada por la oleada de emociones de la película dominical, en unión del resto de los chicos de la escuela jugábamos a ser el sheriff, los alguaciles, los cowboy's   y hasta los cuatreros.

¡Aquello era vida!