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viernes, 11 de julio de 2014

TURISMO RURAL



TURISMO RURAL
Valladolid 26 de Julio de 2007

Queridos hijos: Calificaría al fin de semana de chupén requetebién; no es para menos, pues no sólo hemos disfrutado de un ambiente agradable y divertido, si no que ha sido más, mucho más, hemos gozado de una alegría, para decirlo todo de una vez, completa, sana, sencilla y natural. Faltó únicamente poder disfrutar del azul y radiante cielo propio de la tierra, porque majestuosos nubarrones cerraron el paso a la vista para contemplar el firmamento asombrosamente estrellado, estrellas que son como joyas brotadas del abismo más profundo y negro del universo. Referido a mi terruño natal, como dice la canción: “Aquel cielo tan hermoso que vieron mis ojos al nacer”.
Digo, con el alma henchida de emoción; Cornón, ¡ooh la lá! Aquel exiguo poblachín que ya apenas existía con su treintena de casas semiderruidas, cual Fénix, la fabulosa ave, ha renacido de sus cenizas por obra y gracia de personal foráneo con sensibilidad, yo diría que exquisita, que han sabido descubrir el secreto encanto del lugar, transformándolo por todo lo alto, de modo y manera que de nuevo puedo decir que mi patria chica es muy grande, y con sobrados motivos pecar de la inmodestia de proclamar, con la frente muy alta, con los ojos más altos que la frente y con la nariz más alta que los ojos y la frente, que soy cornito, y a quien no le gusta que se compre un pirulí.
Correteando por esos pueblos notablemente renovados se aprecia con meridiana claridad que en igual medida que enriquecen, entristecen. Las calles asfaltadas, limpias y floridas, pero silenciosas y solitarias. A los habitantes en sus casas llenas de lujo y comodidad no les va echarse a la calle. Lo que más se echa de menos son los niños correteando por el pueblo.
Cuando los años nos atropellan, recordar es vivir, y yo retengo en la memoria con la nitidez de haber ocurrido los hechos ayer mismo por la tarde sucesos, personajes y escenarios de aquellos días felices de mi niñez. Recuerdos emocionantes que enfoco, por ejemplo, hacia mi madre en uno de aquellos días inolvidables en que a los críos no se nos caía el techo de la casa encima, porque libres como el viento, la calle era nuestra.
La autora de mis días, si en alguna ocasión, por casualidad, nada fácil, lograba cazarme al vuelo -cuando en bandada con toda la chiquillería del barrio corría como potrillo desbocado por calles, callejas y callejones- y conseguía retenerme un momento, mientras me regañaba dulcemente por lo desastrado, sucio y despeinado, con la punta del delantal humedecido con mi propia saliva trataba de asearme la cara churritosa y desenmarañarme las greñas haciendo peine con los dedos, todo con mis protestas, que no deseaba otra cosa que salir de estampida tras la panda.
El paseo por las praderas de la montaña de Guardo me trae el imborrable recuerdo de los emocionantes paseos por el monte en compañía de mi progenitor en busca de frutos silvestres: moras, endrinas, arándanos, garamochos -por mal nombre “tapaculos”-, y majoletas. Con un buen conocedor del monte, como mi padre, resultaba fácil localizar manzanos bravíos, cuyas manzanas de acidez suma, sabor tan agrio, áspero y desabrido que con el primer mordisco se inflamaban las encías, eran mi locura. Y, dicho sea de paso, chupetear a lenguarazos el encalado de las paredes constituía para mi la más deliciosa golosina.
En el viaje turístico rural, personalmente, he tenido dos sentimientos encontrados. El primero, sentirme embargado por gran emoción al ver la casa que me vio nacer, tan precipitadamente que me caí de cabeza, como bien sabéis; aunque ya no pertenece a la familia, magníficamente restaurada luce espléndida. La otra, sentir un estremecimiento de desconsuelo ver la casa en que pasé mi infancia y adolescencia, en lamentable estado de ruina, a punto de ser reducida a escombros.
Besos y abrazos

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