TURISMO
RURAL
Valladolid 26 de Julio de 2007
Queridos hijos: Calificaría al
fin de semana de chupén requetebién; no es para menos, pues no sólo hemos
disfrutado de un ambiente agradable y divertido, si no que ha sido más, mucho
más, hemos gozado de una alegría, para decirlo todo de una vez, completa, sana,
sencilla y natural. Faltó únicamente poder disfrutar del azul y radiante cielo
propio de la tierra, porque majestuosos nubarrones cerraron el paso a la vista
para contemplar el firmamento asombrosamente estrellado, estrellas que son como
joyas brotadas del abismo más profundo y negro del universo. Referido a mi
terruño natal, como dice la canción: “Aquel cielo tan hermoso que vieron mis
ojos al nacer”.
Digo, con el alma henchida de
emoción; Cornón, ¡ooh la lá! Aquel exiguo poblachín que ya apenas existía con
su treintena de casas semiderruidas, cual Fénix, la fabulosa ave, ha renacido
de sus cenizas por obra y gracia de personal foráneo con sensibilidad, yo diría
que exquisita, que han sabido descubrir el secreto encanto del lugar,
transformándolo por todo lo alto, de modo y manera que de nuevo puedo decir que
mi patria chica es muy grande, y con sobrados motivos pecar de la inmodestia de
proclamar, con la frente muy alta, con los ojos más altos que la frente y con
la nariz más alta que los ojos y la frente, que soy cornito, y a quien no le
gusta que se compre un pirulí.
Correteando por esos pueblos
notablemente renovados se aprecia con meridiana claridad que en igual medida
que enriquecen, entristecen. Las calles asfaltadas, limpias y floridas, pero
silenciosas y solitarias. A los habitantes en sus casas llenas de lujo y
comodidad no les va echarse a la calle. Lo que más se echa de menos son los
niños correteando por el pueblo.
Cuando los años nos atropellan,
recordar es vivir, y yo retengo en la memoria con la nitidez de haber ocurrido
los hechos ayer mismo por la tarde sucesos, personajes y escenarios de aquellos
días felices de mi niñez. Recuerdos emocionantes que enfoco, por ejemplo, hacia
mi madre en uno de aquellos días inolvidables en que a los críos no se nos caía
el techo de la casa encima, porque libres como el viento, la calle era nuestra.
La autora de mis días, si en
alguna ocasión, por casualidad, nada fácil, lograba cazarme al vuelo -cuando en
bandada con toda la chiquillería del barrio corría como potrillo desbocado por
calles, callejas y callejones- y conseguía retenerme un momento, mientras me
regañaba dulcemente por lo desastrado, sucio y despeinado, con la punta del
delantal humedecido con mi propia saliva trataba de asearme la cara churritosa
y desenmarañarme las greñas haciendo peine con los dedos, todo con mis
protestas, que no deseaba otra cosa que salir de estampida tras la panda.
El paseo por las praderas de la
montaña de Guardo me trae el imborrable recuerdo de los emocionantes paseos por
el monte en compañía de mi progenitor en busca de frutos silvestres: moras,
endrinas, arándanos, garamochos -por mal nombre “tapaculos”-, y majoletas. Con
un buen conocedor del monte, como mi padre, resultaba fácil localizar manzanos
bravíos, cuyas manzanas de acidez suma, sabor tan agrio, áspero y desabrido que
con el primer mordisco se inflamaban las encías, eran mi locura. Y, dicho sea
de paso, chupetear a lenguarazos el encalado de las paredes constituía para mi
la más deliciosa golosina.
En el viaje turístico rural,
personalmente, he tenido dos sentimientos encontrados. El primero, sentirme
embargado por gran emoción al ver la casa que me vio nacer, tan
precipitadamente que me caí de cabeza, como bien sabéis; aunque ya no pertenece
a la familia, magníficamente restaurada luce espléndida. La otra, sentir un
estremecimiento de desconsuelo ver la casa en que pasé mi infancia y
adolescencia, en lamentable estado de ruina, a punto de ser reducida a escombros.
Besos y abrazos
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