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lunes, 7 de julio de 2014

LA CIUDAD LUZ



LA CIUDAD LUZ
Valladolid 27 de Junio de 2001

Querida hija: Recuerdo que tú visitando Disney Land conociste París; yo, sin quererme dar un baño de vanagloria, también puedo decir que he pisado el suelo del París de la Francia. Empezaré contando una anécdota: por una peripecia de papeleo en el aeropuerto parisino quedé retenido en la ciudad durante un par de días, lo que hubiera supuesto todo un disgustazo de no contar con la inestimable ayuda de un español amigo de México y de los mexicanos, el cuatísimo Tudela, un productor de películas hispano-mexicanas, que de turista en la ciudad y dominando el idioma francés, que como un ángel caído del cielo se prestó no sólo a servirme de guía, sino de amigo fabuloso, atento y generoso como nadie, puesto que, salvo el hotel, que imposible consentirlo, los demás gastos corrieron por su cuenta: comida, espectáculos, taxis... esplendidez que me vino de perlas, porque de regreso ya de las vacaciones, venía corto de parné.   
De su mano conocí el gran París, techo de la humanidad, y gocé de la gloria de ver la Ciudad Luz desparramada a mis pies desde la cúspide de la Torre Eiffel, que por aquel entonces, corrían los primeros años de la década de los sesenta, no ofrecía buen aspecto, hierros despintados y oxidados; en el elevador con cables y engranajes chirriante me sentí nervioso y con vértigo, pero mereció la pana contemplar a vista de pájaro el estupendo panorama. Era primavera y con tanto árbol verde y florido causaba la impresión de que París está construido en medio de un bosque o inmenso jardín, por el que, en medio de una neblina de plata discurría el Sena, en el cual se ven amarradas en sus muelles de piedra los diversos tipos de embarcaciones. Notre Dame Iluminada por rayos solares que escapaban entre las nubes parecía flotar.
Por supuesto, la ciudad ofrece un sin fin de cosas interesantes, no en vano es el núcleo de la civilización europea, pero no contaba con tiempo para verlo todo, sin embargo, eso sí, cruzamos el puente que lleva a la plaza de la Concordia, corazón de la ciudad, con la perspectiva de los Campos Elíseos, el Arco del Triunfo, la Torre Eiffel...y desde donde arrancan montón de direcciones diferentes, todas ellas llenas de interés. Visitamos Montparasse, el barrio de los artistas y Montmarte, el de los estudiantes latinos. Quedé goloso de echar un ojazo al Louvre, pero sin tiempo suficiente renuncie a la visita considerando que resultaría un aturullado observador que saldría abrumado.
Me divertí bastante alternando por los clubs nocturnos, tales como el Molino Rojo, Lido y Carrusel, este último un cabaret o sala de fiestas de gays que en sus actuaciones mostraban al aire libre descomunales himalayas pectorales. Para un español aquello y por entonces resultaba un espectáculo increíble.

En otro orden de cosas, varias me llamaron la atención:   
a) La propina era obligatoria en todo tipo de establecimientos comprases libros, periódicos, perfumes, regalos, ropa, zapatos... propina al canto.
  b) Ver a los varones franchutes con larguísimas barras de pan sin envoltura cual ninguna bajo las axilas.
  c) El dinero. Precisamente por aquella época existía en Francia un revuelo con el franco en razón de una  revalorización del  mismo, e igual que pronto ocurrirá en España con el euro y la peseta, cada franco nuevo valía, creo que eran cien de los viejos.
   d) Los automovilistas. Tomabas un taxi que arrancaba frenéticamente en medio del bullicioso tráfico, obsequiando a los demás conductores con insultos que en México podían provocar una riña sangrienta. La policía hacía señas impacientes para que el tráfico resultase más fluido, y aquel desquiciando correr esquivando ciclistas y peatones daba la impresión de tratarse de un deporte de atropellar gente. Y, efectivamente, porque me explicaba mi amigo que según las estadísticas no menos de 15% de los conductores parisinos han atropellado con resultados trágicos a un ser humano, lo que no está nada mal.
No logro entender bien a bien como yo tan enemigo de las aventuras viajeras y teniéndolo tan fácil como México-Madrid directo, me lance valentón a hazaña tan azarosa México-Nueva York en un avión, Nueva York-París en otro diferente y un tercero París-Madrid, con idéntica odisea de regreso, porque de vuelta a casa, en el trayecto Nueva York-México también resultó accidentado; de noche, con el avión lleno a tope, me quedó la impresión de que éramos más los viajeros que el número de asientos; en medio de una asustadiza tormenta de rayos y centellas, rodeado de un nutrido grupo de jóvenes de color, bailarinas de un conjunto tan alegres y simpáticas como gritonas y miedosas que con sus estridentes chillidos a cada fogonazo de los relámpagos nos tenían a todo en pasaje con el corazón en un puño. Cuando, por fin, salimos de la chamusquina todo marchó sobre ruedas, llegando a México venturosamente, esto es, feliz, contento y con un buen número de jugosas anécdotas.

Abrazos de tu padre

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