LA CIUDAD LUZ
Valladolid 27
de Junio de 2001
Querida hija:
Recuerdo que tú visitando Disney Land conociste París; yo, sin quererme dar un
baño de vanagloria, también puedo decir que he pisado el suelo del París de la Francia. Empezaré
contando una anécdota: por una peripecia de papeleo en el aeropuerto parisino
quedé retenido en la ciudad durante un par de días, lo que hubiera supuesto
todo un disgustazo de no contar con la inestimable ayuda de un español amigo de
México y de los mexicanos, el cuatísimo Tudela, un productor de películas
hispano-mexicanas, que de turista en la ciudad y dominando el idioma francés,
que como un ángel caído del cielo se prestó no sólo a servirme de guía, sino de
amigo fabuloso, atento y generoso como nadie, puesto que, salvo el hotel, que
imposible consentirlo, los demás gastos corrieron por su cuenta: comida,
espectáculos, taxis... esplendidez que me vino de perlas, porque de regreso ya
de las vacaciones, venía corto de parné.
De su mano conocí el
gran París, techo de la humanidad, y gocé de la gloria de ver la Ciudad Luz desparramada
a mis pies desde la cúspide de la Torre Eiffel, que por aquel entonces, corrían los
primeros años de la década de los sesenta, no ofrecía buen aspecto, hierros
despintados y oxidados; en el elevador con cables y engranajes chirriante me
sentí nervioso y con vértigo, pero mereció la pana contemplar a vista de pájaro
el estupendo panorama. Era primavera y con tanto árbol verde y florido causaba
la impresión de que París está construido en medio de un bosque o inmenso
jardín, por el que, en medio de una neblina de plata discurría el Sena, en el
cual se ven amarradas en sus muelles de piedra los diversos tipos de
embarcaciones. Notre Dame Iluminada por rayos solares que escapaban entre las
nubes parecía flotar.
Por supuesto, la
ciudad ofrece un sin fin de cosas interesantes, no en vano es el núcleo de la
civilización europea, pero no contaba con tiempo para verlo todo, sin embargo,
eso sí, cruzamos el puente que lleva a la plaza de la Concordia, corazón de la
ciudad, con la perspectiva de los Campos Elíseos, el Arco del Triunfo, la Torre Eiffel...y
desde donde arrancan montón de direcciones diferentes, todas ellas llenas de
interés. Visitamos Montparasse, el barrio de los artistas y Montmarte, el de los
estudiantes latinos. Quedé goloso de echar un ojazo al Louvre, pero sin tiempo
suficiente renuncie a la visita considerando que resultaría un aturullado
observador que saldría abrumado.
Me divertí bastante
alternando por los clubs nocturnos, tales como el Molino Rojo, Lido y Carrusel,
este último un cabaret o sala de fiestas de gays que en sus actuaciones
mostraban al aire libre descomunales himalayas pectorales. Para un español
aquello y por entonces resultaba un espectáculo increíble.
En otro orden de cosas,
varias me llamaron la atención:
a) La propina era
obligatoria en todo tipo de establecimientos comprases libros, periódicos,
perfumes, regalos, ropa, zapatos... propina al canto.
b) Ver a los varones franchutes con
larguísimas barras de pan sin envoltura cual ninguna bajo las axilas.
c) El dinero. Precisamente por aquella época
existía en Francia un revuelo con el franco en razón de una revalorización del mismo, e igual que pronto ocurrirá en España
con el euro y la peseta, cada franco nuevo valía, creo que eran cien de los
viejos.
d) Los automovilistas. Tomabas un taxi que
arrancaba frenéticamente en medio del bullicioso tráfico, obsequiando a los
demás conductores con insultos que en México podían provocar una riña
sangrienta. La policía hacía señas impacientes para que el tráfico resultase
más fluido, y aquel desquiciando correr esquivando ciclistas y peatones daba la
impresión de tratarse de un deporte de atropellar gente. Y, efectivamente,
porque me explicaba mi amigo que según las estadísticas no menos de 15% de los
conductores parisinos han atropellado con resultados trágicos a un ser humano,
lo que no está nada mal.
No logro entender
bien a bien como yo tan enemigo de las aventuras viajeras y teniéndolo tan
fácil como México-Madrid directo, me lance valentón a hazaña tan azarosa
México-Nueva York en un avión, Nueva York-París en otro diferente y un tercero
París-Madrid, con idéntica odisea de regreso, porque de vuelta a casa, en el
trayecto Nueva York-México también resultó accidentado; de noche, con el avión
lleno a tope, me quedó la impresión de que éramos más los viajeros que el
número de asientos; en medio de una asustadiza tormenta de rayos y centellas,
rodeado de un nutrido grupo de jóvenes de color, bailarinas de un conjunto tan
alegres y simpáticas como gritonas y miedosas que con sus estridentes chillidos
a cada fogonazo de los relámpagos nos tenían a todo en pasaje con el corazón en
un puño. Cuando, por fin, salimos de la chamusquina todo marchó sobre ruedas,
llegando a México venturosamente, esto es, feliz, contento y con un buen número
de jugosas anécdotas.
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