Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

martes, 5 de agosto de 2014

SOPAPOS DE LUJO




SOPAPOS DE LUJO
Valladolid 5 de Agosto de 2001
Queridos hijos: Como los viejos vivimos con la ilusión de los recuerdos, hoy ha saltado del archivo de  mi memoria una anécdota de mi niñez, cuando contaba ocho o nueve años.
Mis padres  eran labradores pobres, no la pobreza más pobre, porque contaban con casa propia, algunas fincas, carro, vacas, cerdo anual, un puñado de ovejas y cabras, gallinas, burro y hasta un buen caballo, pero eran pobres porque no es cierto que todo tiempo pasado fue mejor y por aquel entonces reinaba la pobretería.
Era verano, estábamos en la era y a mí me chiflaba trillar, con la cabeza cubierta con un sombrerón de paja y sentado en el trillo, aquel tosco trineo de madera gastada que avanzaba lento, torpe, monótono como arrastrado por un burro uncido al mástil de una noria, machacaba espigas, separando la paja del grano. Sobre la era se dejaba caer un sol de fritura y como la trilla siempre está envuelta en una leve nube de polvo dorado, permanentemente se tenía a mano el botijo con agua fresca, pero ese día y en ese momento, todos sudorosos y sedientos, la famosa vasija estaba vacía. Me envió mi padre al manantial que no estaba precisamente a corta distancia, a lo lejos en la falda del monte.
 -Deprisa -me dijo- ¿me oyes? Más volando que corriendo. ¿Entendido?
 Sí, padre -y salí zumbando, llegué a la fuente y sacié mi sed con buenos tragos de agua clara y fresca, llené el botijo y..., el diablo me tentó poniendo ante mis ojos una irresistible tentación, una llamativa urraca de plumaje blanco y negro con larga cola que con mucho revoloteo y las peores intenciones perseguía a un asustado jilguero. ¿Qué otra cosa podía hacer que preparar el tirapiedras y salir tras ella? Es justo lo que hice, pero cometí un error imperdonable, dejé el botijo lleno tostándose al sol abrasador que caía sobre él. Me olvide por completo de que el tiempo corre y de la recomendación paterna, se me fue el rato sin enterarme en la persecución sigilosa de árbol en árbol tras la escurridiza marica, me entretuve excesivamente en el juego, hasta que de pronto me asusté.       
-Hay, madre, ¡mi padre!
Imaginando lo contento que estaría el autor de mis días, salí disparado sin reparar que el botijo ardía y llegué a la era sofocado, y jadeante, con la lengua fuera. Si ya de crío no hubiera dado claras muestras de ser más tontaina que un pato de goma y razonando   cambio el agua caliente del piporro, presentándome ante los acuciados por la  vehemente sed, tarde pero con agua fresca me hubieran recibido con una regañina, pero mi progenitor no me pone la mano encima. Al probar el agua punto menos que hirviendo me obsequió un par de magníficas bofetadas. Reconozco que merecidamente, por ello ni lloré, tomó de nuevo el cachirulo y corriendo a todo corre, en un abrir y cerrar de ojos estuve de vuelta con la botija rebosante de agua deliciosamente fresca.
Esos sopapos de lujo significaron mucho para mí y se me quedaron grabados para siempre en la memoria, porque fueron los primeros y los últimos que recibí de mi padre, dado que él, como me ocurre a mí, no era partidario de ir sentando la mano sobre sus retoños, aunque  hay que reconoce que de cuando en cuando una bofetada oportuna no está nada mal.
Besos y abrazos.

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