Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

domingo, 27 de febrero de 2011

ANÉCDOTA EN MEXIQUITO LINDO…

Como veis hoy toca publicar después de varios días de no poder; con esta son tres las de hoy.
La siguiente –véase la fecha- fue escrita espacialmente para Rebeca con motivo de su cumpleaños y dice así:

Valladolid,  25 de Mayo de 2009

Rebeca, nieta cumpleañera: Bien sabes que por merecimiento te tengo colocada en lugar preferente en mi corazón, ¿O no lo merece el noble y bonito cariño que me demuestras en todo momento? Justo es, pues, que altamente agradecido, para hoy, 25 de mayo, risueño día de primavera, tu fiesta onomástica, y, por supuesto, para el más parasiempre de los parasiempres, te desee que el cielo y la tierra te sonrían y seas feliz sin límites. Quiero decir: esa gran  felicidad que proporciona procurar hacer felices a los demás. Como obsequio esta anécdota, porque no es sino una humilde anécdota lo que te cuento.

 Como decía Cantinflas: “p’aqué desnegarlo”, en Méxiquito lindo, por aquel entonces -y temo que todo siga igual, igualito- la policía era perfeccionable, pues la imagen que proyectaba resultaba tristemente negativa. Ahí van un par de ejemplos irritantes del sin fin de ellos que tenían lugar cotidianamente.

Paseaba yo muy quitado de la pena un día; anochecía y por la calle en aquel momento con apenas transeúntes, de pronto, de un recoveco hacen su aparición dos polis que me abordan y con descaro inaudito me dicen que si no sé, que está penado orinar en la vía pública.
-       Perdón, señores policías -me defendí-. Orinar ¿yo? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿En qué momento?
-       Cómo de qué no -siguen con el infundio-. ¿Qué hacía entonces merodeando en actitud sospechosa?
-       Señores agentes, ni orinaba ni merodeaba.
-       Como para entonces ya tenían claro -por el color de mi piel, por las facciones, por el acento al hablar- que era español, seguro que pensaron, ¡a por él!
-       O sea que para un hijo de la Madre Patria la policía mexicana es mentirosa ¿no?
-        Señores, yo no he dicho eso.
-       Eso es lo que ha dicho, no se raje, amigo, y orita mismo ¡jalando p’al bote!
Eran, claramente, cuacos sobornables y era bien conocida su movida, se trataba de apantallar para que soltase más fácilmente la lana, por lo que no me mosqueé mucho, aunque sí dije allí para mis adentros, Félix, ya te cayo el chauistle, la mordida  no tiene remedio, más aún así ponte chango porque gachupín y con estos móndrigos tracaleros nunca se sabe, pero bueno, como no hay peor lucha que la que no se hace:
-       Bien, señores, ¿de a cuánto?
Cinco  pesos era lo normal en tales casos, pero ahora ameritaba “mordida” más sustanciosa. Regateando el monto de la tajada, sin ponernos de acuerdo, llegamos al edificio de la comisaría, y entramos. Ya dentro, para qué más que la puritita verdad, algo se me aceleraron las pulsaciones, pues bien parecía que aquellos esbirros estaban decididos a trincarme en chirona, y ¿cómo demostrar mi inocencia si era mi palabra contra la suya y compinchados eran todos uno?

-       No hay que ser, señores agentes –les supliqué-. De a tiro ustedes quieren pasar a perjudicarme, ¿qué les beneficia torcerme? Total, ustedes dicen cuánto y aquí no ha pasado nada.

Los méndigos esbirros me pillaron ahorcado y se quedaron con todo lo que llevaba encima, que tampoco es que fuese mucho, quiero recordar que se trató de unos quince pesos, que di por bien robados, pues con ellos evitaba pagar una multa de mayor cuantía y el titipuchal de enojosos chanchullos en que te veías envuelto cayendo en manos de la justicia.
Fácil, pues, comprender que salí de allí más volando que corriendo; para decirlo en plan jocoso, con el alma henchida de regocijo por verme libre de aquellas molestas chinches.
Verdaderamente, México está lleno a rebosar de personas y cosas suaves, rechulas, maravillosas, pero, precisamente, la policía no figura entre ellas.

          Aún en otra ocasión visité un cuartel de la policía, en ésta las cosas se complicaron algo más al tratarse de una cuestión enteramente diferente.

Un joven chamacón al volante de su coche -una carcacha revieja- embotado el cerebro por los  efluvios del alcohol, al voltear de San Rafael a Roberto Gayol giró en redondo y vino a empotrarse de lleno contra la gran puerta metálica de nuestro taller de litografía. Por fortuna y milagrosamente a él no le ocurrió nada, en tanto que el coche quedó como acordeón y la puerta hecha un ocho.
El fuerte impacto organizó tan ruidosa escandalera que incluso en la delegación, como bien sabéis unos cientos de metros más allá en la misma calle y de inmediato se presentaron allí dos policías que sin más trámites nos llevaron detenidos al beodo y a mí como dueño de la puerta abollada.
No niego que iba requetechiveado porque en manos de la poli arbitraria aquello de que quien no la deba no la tema, no rige, y, efectivamente, mis temores pronto se hicieron realidad, puesto que no había transcurrido media hora y ya me había llevado la chiflada, dado que las cosas se habían acelerado y me hallaba en el calabozo.

          Los agentes aprehensores se apresuraron a exponer los hechos ante el superior, pero al no encontrarse en su despacho preguntaron a un empleado, un achichinque chimuelo que escribía en una vieja máquina (que bien conocía yo por pasar todas las mañanas frente a la puerta de casa).
-       ¿No está el jefe?
-       Orita mismo, no; salió por un chico rato. Ai vengo -dijo-. pero hagan cuenta de que por hoy ni sus luces, si acaso retachará el día de mañana.
Pero ahí llega el subcomisario.
Efectivamente, por la puerta de la calle con actitud altiva apareció un jefecillo que arrogante y autoritario llegó  preguntando:
-       A ver, agentes, ¿qué pasa aquí?
-       Con la novedad, jefe, que estos señores andan de pleito por cuestión de un encontronazo.
El muy méndigo chiquilicuatro sin más razonamiento ni averiguaciones dictaminó tajante:
-       En ausencia del mero, mero jefe, lo que cuadra hacer, por si es sí o es no, que jalen p’a dentro y mañana en su presencia se averiguará y procederá.
-       Con perdón, señor comisario –me atreví a preguntar-. Bajo que cargos se me detiene, yo no he quebrantado ninguna ley, soy el perjudicado.
-       Aquí quien pregunta soy yo, usted cierra el pico y gritó:
-       Agentes, p’a luego es tarde, enciérrenme a éstos.
-       Lo que usted mande, jefe. Jálenle, pues, píquenle p’adelante.

Y sin mucho miramiento, más bien a empellones, nos condujeron a un cuarto común no muy grande destartalado, húmedo, sofocante y sombrío; los muros tan llenos de  desconchones como de inscripciones léperas, el suelo de colillas y escupitajos, en el que se apretujaban  otros detenidos, entre ellos borrachines, rateros, mujeres de la vida alegre, vagos, golfos, drogadictos…
Acomodado en un tablón que servía de asiento pasé no menos de seis largas horas tratando de no pensar en nada,  no ver nada,  no oler nada, tocado como estaba por un sentimiento de desconsuelo e indefensión.

          Mi mero cuate Sergio Tigrio Arredondo, esposo de la Morena, que aunque no era nadie, quiero decir que no pasaba de ser otro ciudadano más, normal y corriente, pero como en sus horas libres se dedicaba a vender zapatas a plazos a los policías,  por tal motivo en ese ambiente se relacionaba con todo el mundo y su influencia me libró de pasar una amarga noche en chirona. Pues tras localizar al comisario y platicar con él vino a verme:

          Újule, mano, por más lucha que le he hecho, el jefe, un colmilludo tracalero que como ladra muerde, dado que el chavo es insolvente, y, consecuentemente, tú el chivo expiatorio, dice que hay que jalar parejo. Más clarito, que hay que escupir una pasta gansa, pero, ultimadamente, lo que cuadra es que salgas de esta ratonera ¿no?  

-       Por supuesto, qué se la va hacer, no queda otra, pero que sea pronto, repronto, me anda por emprender graciosa huída lejos de esta jaula.

Ya en la nochecita, tras hacer efectiva sustanciosa “mordida”, me concedieron la ansiada libertad. No digo que lo fuera, pero de todo aquello me quedó la desagradable impresión de haber sufrido un descarado atraco con secuestro impune.

          Los progenitores del chango borrachuelo poseían un changarrito donde despachaban refrescos, zumos, tortas… Sergio, con aires de persona importante, alto, robustote, rubicundo, ojos azules… era bueno, muy lanza, muy tranza actuando como si ejerciese la abogacía, así que allí me presenté con mi abogado, el licenciado Tigrio Arredondo que con su lindo pico como de chichicuilete logró obtener como garantía del pago del importe de la nueva puerta, dado que dinero no tenían, la tele, licuadora, estufa y otros teliches.
La peritita verdad es que no me sentí precisamente muy feliz con la faena, más bien pasé malos momentos conmigo mismo atosigado por un amarguillo remordimiento, preguntándome si había obrado como Dios manda arrebatando a aquella humilde gente sus herramientas de chambear, y ahora ¿qué? ¿Cómo me pagan, y sobre todo cómo comen y cómo viven?

          No me quedó otra que apresurarme a devolverles sus chivas, con el agradecimiento del buen hombre que prometió:

-       Jefecito, primero Diosito cumpliré pechando hesta con el último peso.

Cumplió con buenas palabras, pero lo cierto es que nunca vi ni el primer centavo. La mera verdad es que tampoco podían.

Este es el “THE END” de mi aventura.

          Abrazos y besos en ambos pómulos de este vejete que aún le queda algo de espíritu juvenil para animarte a seguir haciendo lo que haces: enfrentarte a la vida con mucha alegría y máxima energía. Adelante, que por optimismo no quede.


Félix, tu yayo

COMO DECÍA CANTINFLAS…   QUIUBELE MANITO

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Se tan educado en tus comentarios como quieres que lo sean contigo