Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

miércoles, 26 de enero de 2011

FILOMENA, TRINO DE RUISEÑOR

Valladolid  25-01-2011

Queridos hijos y nietos:
Voy a  seguir hablando de vuestra abuela y bisabuela, conocida por muchos como la señora Filo, por otros como Mena, la otra mitad de Filomena, nombre de origen griego inmerecidamente en desuso, porque es sonoro y eufórico, para ser pronunciado con alegría. Etimológicamente  "trino de ruiseñor"  o algo similar.

El destino no contento con robarle tempranamente los brazos de su madre y hacerla una niña pastora en manos de una madrastra insufrible, además le quitó la ilusión de ser monja para –como decíamos ayer- casar del peor modo con un absoluto desconocido.

Afortunadamente la maternidad la liberó del miedo al marido. La hija, según la madre, era un querubín que pronto voló al cielo, apenas a los dos añitos.
El dolor de la pérdida de su Mariacrucita lo llevó en el corazón durante toda su vida.
Pili tiene muy presente la anécdota protagonizada por la abuela, cuando recién nacida Rebeca viajó a Zaragoza a fin de presentarle a su bisnieta.
Próxima ya a los noventa otoños, con problemas de senilidad, le fallaba la memoria; la imaginación, al ver a la niña se le llenó la cabeza de fantasía y la confundió con su Mariacrucita; imaginando que tenía sus pechos rebosantes de leche se apresuró a darle la tetita; al hacerle saber que ya había comido, se lamentaba: “Qué ignominia cometéis conmigo, ahora qué hago yo con esto?, refiriéndose a la ilusoria abundancia de secreción de su seno.

Después de perder a Mariacrucita, aterricé en el mundo; poca cosa, pero muy querido y deseado por mis progenitores, precisamente, sin duda, por ser la oveja negra de la familia, porque mis hermanos son otra cosa.

Sin embargo, tengo que puntualizar ciertas peculiaridades meritorias que elogiosamente destacaba mi madre referidas a mi comportamiento infantil: sanote, nada llorón y “limpio”.
Esto ocurría así porque mi progenitora me atribuía méritos que eran suyos.

Me explico: entre mi hermano y yo existe una diferencia de edad de dos años y medio. Pues bien, usurpando sus derechos, disfruté de la abundante, exquisita y beneficiosa alimentación del pecho materno hasta próximo a cumplir dos años, es decir, seis o siete meses antes de la llegada de mi hermano a este mundo.
Parece ser, lo dicen los que lo saben,  que un periodo tan largo de alimentación natural está lleno de ventajas de todo tipo: una madre dando pecho al hijo está dando su cuerpo, se está dando a sí misma,  y el hijo mamando se comunica con la madre, la manera perfecta de establecer vínculos afectivos entre madre e hijo.

Igualmente se  asegura que el largo amamantamiento es motivo y razón de buena salud, al verse el crío libre de los peligros que acechaban a los niños privados del pecho materno y ser alimentados, -hecho tan frecuente por aquel entonces-, con sopas de ajo o de vino, previamente ensalivados por la madre.

Sin problemas de estómago ni de vientre, mis suciedades, mis caquitas, eran pulcras, impolutas, semejantes a cagalitas de oveja, que mi madre tomaba entre los dedos con un papel y sin más arrojaba al corral, quedando el pañal limpio para seguir usándose. Y aún hay más.

Los niños mamoncetes, porque la leche  materna posee nutrientes abundantes y notablemente ventajosos para desarrollar la inteligencia, gozan de mayor nivel de coeficiente intelectual. En este punto tengo mis razonables dudas. 
Soy listo porque en Cornón no hay tontos, pero mi listeza, pese a que pocos chavales habrán tomado tanta leche como yo, es la justita para no ser tonto de capirote; seré pues la excepción de la regla, porque a mi, a la vista está, se me ha desarrollado más el tamaño de la cabeza que “el taliento en el celebro”. ¡Qué se le va a hacer!

Como queda dicho, ya era yo un mocete fortachón y enredador que correteaba por la calle practicando mi deporte favorito, consistente en acarrear de la bolera al patio de mi casa, arrastrando las bolas y rodando los bolos. Pues bien, un día que mis padres habían recibido la visita de algunos parientes forasteros, y en tanto los atendían, entré yo en casa cansado, sudoroso y sediento. Por lo acelerado y lo deslumbrado no me percaté de la presencia de los invitados y precipitándome sobre mi madre, yo mismo desabroché su blusa, saqué la tetita y me puse a succionar golosa y glotonamente.
Ante tan insólito espectáculo, los presentes estallaron en risas. Tan de sorpresa me cogieron aquellas risotadas, que corrido como una mona, di la espantada hacia la calle. Fue un desmame radical, un destete irrevocable, dejé de mamar para el más jamás de los jamases.

Como me lo contó quien me dio la vida, os lo cuenta quien os la dio a vosotros y es vuestro afortunado abuelo, que os besa, abraza y os desea lo más y lo mejor: salud, alegría y amor.
Félix

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