Historias de toda una vida

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miércoles, 26 de enero de 2011

BODA DE LA AUTORA DE MIS DÍAS

BODA DE LA AUTORA DE MIS DÍAS

Valladolid  25-Enero-2011
Queridos hijos y Queridas y encantadoras nietas en la florida edad del casorio:

Pongo a funcionar la máquina de los pensamientos y doy en considerar que los tiempos han avanzado una barbaridad, y en cuestión femenina, dos barbaridades o más. 

Las chicas de hoy a la hora de matrimoniarse, mejor dejarlas solas y por libre, no les gusta que las case nadie, porque unos son sus  gustos y otros los de los demás. Si una madre pretende meter por los ojos de la hija a un mozo, lo más probable es que la cuestión se plantee de ésta forma o similar:
¿Te gusta el chico, mamá? Pues mira que bien, no quiero darte un disgusto, te lo cedo, cásate con él.

El modo propio y característico de pasar por la vicaría ha dado un giro considerable desde que mi querida madre recibiera las bendiciones. Vosotras, mis hijas, organizáis la sociedad conyugal haciendo pleno uso de libre voluntad, con absoluta libertad de reflexión y de elección. Incluso vuestra madre y abuela Obdu actuó con igual autonomía.

En cuanto a mí, cuando planteé a mi madre -ya viuda- los  planes de boda, bien recuerdo sus palabras:
Hijo, nada tengo contra esa chica, bien conozco a sus abuelos y demás parientes, excelentes vecinos, personas de conducta intachable, pero la chica no te conviene por su temperamento nervioso y causa de que en su modo de ser se refleja que primero yo, después yo, y siempre yo.
-        Madre- respondí riendo- se equivoca usted; más generosa, dulce y complaciente, imposible.
-        Bien -aceptó-.  Si estás seguro de lo que dices, adelante hijo, ojala nunca te arrepientas.

Como decía, las modernas féminas tienen otra mentalidad: emancipadas, seductoramente seguras de sí mismas, no viven sino atendiendo a su libre albedrío, así que el viejo sistema pudor-virginidad-noviazgo-matrimonio, en gran medida ha pasado de moda.
Son autónomas, tan independientes que muchas veces sus matrimonios son de poca duración, casi simbólicos, porque las parejas se casan y descasan como descosidos. Los matrimonios de antes, no hace tanto, eran vínculos indisolubles, sólidos como junturas de soldadura eléctrica que duraban toda una vida, y aún más: "que lo que dios unió no lo desate nadie".
Pasó a mejor vida el viejo y romántico sistema de cortejo, noviazgo, petición de mano y toda esa parafernalia; otro es el sistema, más rápido y eficaz: la pareja se conoce, se acuesta, si se preñan abortan y se van cada uno por su lado, para comenzar de nuevo por separado.
También es frecuente hacer el camino al revés: casarse después de hacer vida marital y tener hijos -pocos, ciertamente-  tenerlos no se estila en absoluto. Se han extinguido aquellas mujeres que cada dos por tres quedaban preñadas hasta el gaznate… “las muy conejas".

Por el extremo diametralmente opuesto está el atropellado desposorio de la autora de mis días, a quien, pisoteado su anhelado sueño monjil, casaron a sobre cerrado, embarulladamente, de un día para otro, un atropellado casorio con un novio incógnito con un desconocido un hombre que no conocía ni de oídas, y a quien una semana antes de la boda no había visto ni de lejos ni de cerca, ni remotamente, vamos. Bodorrio por sorpresa que la dejó restregándose los ojos y pellizcándose las moyas de los brazos para cerciorarse de que  no se  trataba  de una alucinación. Eran tiempos en que los padres manipulaban el destino de los hijos. Imagino la respuesta de una de estas mujeres de moral emancipada a la madre que pretendiese imponerle un novio…

Hasta “ayer mismo por la tarde”, en la época de la autora de mis días, se practicaba la peor de las virtudes: la sumisión regía el concepto de que los hijos eran propiedad de los padres, y ser buena hija consistía en mostrar docilidad ilimitada; esto es, no tener voluntad propia y estar decidida a no decidir nunca nada por cuenta propia. Enorme diferencia, como de la noche al día, lo que viven las afortunadas mujeres actuales tras la llegada de la revolución femenil.

La mía fue una madre a la que no había oro en el mundo para pagarle; sin la más leve duda: había nacido para flor de convento.
La vocación es como una luz, una necesidad nacida en lo más profundo de nuestro ser, de ahí que desde muy joven llevase dentro de sí una monja con una capacidad pasmosa para la oración; rezaba saltando de virgen en virgen y de santo en santo, recorriendo el cielo de cabo a rabo, sin la menor muestra de cansancio ni desmayo.
Chapurreaba el francés por ser novicia de un colegio de monjas de esa nacionalidad en el pueblo de Hortaleza, Madrid, del que momentáneamente se había ausentado por grave problema de salud.
Se reponía en casa de los padres de la traqueotomía que le había sido practicada. Restablecidas las fuerzas y la lozanía, dispuesta a reincorporarse al noviciado, de sopetón el destino se precipitó sobre ella cuando la madrastra, una madrastrota de rompe y rasga que era quien partía el bacalao, con absoluto desprecio de sus deseos y vocación, cometió la ignominiosa e inapelable decisión de casarla con mi padre, recientemente viudo, y ya lo dice el refrán, “casa sin mujer y barco sin timón, la misma cosa son”, lo que deja claro que un hombre manejándose solo se enfrenta a dificultades sin fin, agravándose en el caso de un pobre lugarejo como Cornón, donde para procurarse el cuscurro de pan cotidiano no basta con luchar como un  león; resulta imprescindible la ayuda de una esposa.
Digamos que en el caso de mi madre, una cónyuge que era sinónimo de mujer multiusos, para usar y abusar, dado que además de atender el hogar, exigía cooperar hombro con hombro con el hombre en las rudas faenas del campo.

Dos esposas tuvo mi padre, vuestro abuelo Víctor, ambas paradigmas de cónyuges  cada una por un extremo. La primera encajó perfectamente en el pueblo, la segunda, mi madre, no armonizaba, Cornón no le resultaba tierra firme.

Cumplidos los veinticinco años, el 27 de febrero de 1910, contrajo matrimonio con Eugenia Lomas: impetuosamente trabajadora. El desposorio resultó un acierto pleno porque aún siendo forastera, conectó en el pueblo perfectamente, y en él se hallaba en su propia salsa.

Mi progenitor, desde que supo andar y tuvo fuerzas para ello no hizo otra cosa que trabajar, sin gozar del privilegio de asistir a la escuela ni un solo día de su vida; por consiguiente era analfabeto, como la mayoría de los hombres y la totalidad de las mujeres del pueblo. Pero era ésta una cuestión que por aquel entonces carecía de valor; a lo que sí se concedía suma importancia, era el caso de mi padre, destacar como trabajador infatigable.

Eugenia, impetuosa y activa; notablemente dotada para manejar los rudos aperos de labranza -se decía de ella que con un arado en la mano era capaz de bordar filigranas-  resultaba la compañera ideal para un cornito.

En numerosas ocasiones oí contar una anécdota protagonizada por ella que la retrata de cuerpo entero. Recién casada, un domingo de verano en la bolera surgió un singular desafío entre mi padre, orgulloso de su flamante esposa, y Danielón, el mozo más forzudo del pueblo. El autor de mis días apostaba lo que fuese a que segando el mozo no dejaba atrás a la moza.
No se trataba de una fanfarronada; presentados en el trigal, se inició la competición; aferrada ella las manos como garfios a la guadaña, con fuerza que no se sabía de donde la sacaba, aguantó codo con codo el empuje del forzudo, terminando la siega del trigal en singular y emocionante empate.
Con esta hazaña se metió en el bolsillo a los cornitos, elevando hasta las nubes su valía y ganándose el apelativo de “La Loba” apodo ponderativo que llevaba con orgullo. Es más, el fenómeno Víctor-Loba empezó a ser considerado como los futuros riquillos del pueblo.

El vaticinio, sin duda acertado, no dio lugar a cumplirse. La muerte se equivocó con ella al llevársela de un día para otro, joven, sin descendencia, llena de fuerza y de vida. Se la arrebató  la grave epidemia de gripe de 1918, tan virulenta que causó pánico no sólo en Cornón y en España, sino en el mundo entero, pánico justificado, ya que se llevó por delante a cerca de cien millones de personas, es por ello considerada la peste más mortífera que ha sufrido la humanidad. La principal característica de aquella infecciosa y contagiosa enfermedad no fue atacar a los más débiles, niños y ancianos; sus víctimas fueron jóvenes saludables. Para mi padre se dio la lamentable circunstancia de ser su esposa, la última víctima en Cornón; después parece ser que harta de tronchar familias enteras, la epidemia colgó la guadaña y dejó de segar vidas.

Para el autor de mis días la desaparición de su esposa fue un tremendo mazazo, y en situación de viudo, teniendo que manejarse solo para realizar las labores absolutamente necesarias de la casa, guisar, fregar, lavar… y el ajetreo del campo se sentía incapaz, tan arrastrado y desvalido que se veía imperiosamente obligado a casarse de nuevo.

Vuestro abuelo Víctor necesitaba casarse a toda costa, como fuese y con quien fuese; pero ocurría una extraña circunstancia, que era causa y razón de que pensar en casorio resultara una utopía: partos y el azote de la terrible epidemica enfermedad infecciosa y contagiosa, había diezmado el elemento femenino y las mujeres casaderas escaseaban como los mirlos blancos. Pero ¡buena suerte! Llegó a los oídos de mi progenitor la fausta información de que en Villalba florecía una moza soltera, y espabilado, más que correr, voló como si tuviese alas hacia allí, y sólo Dios sabe qué argumento esgrimió para lograr que la madrastra organizase el amañado e irrevocable matrimonio. Así lo anunció:

-        Filomena, te he encontrado un buen novio y te casas.
-        ¿Casarme? Qué ocurrencia, soy incasable, nací para monja.
-        Tanto me da que hayas nacido o no para monja, tú te casas sin rechistar, porque lo digo yo y sanseacabó y sanseterminó.

Y se hizo realidad el caprichoso y bochornoso matrimonio. Por supuesto, tocante al modo y manera con que se llevó a cabo, emito mi voto de todo punto desfavorable; pero, con perdón de mi madre, del hecho en sí estoy encantado, de no haberles leído la epístola de san Pablo, ni yo ni vosotros estaríamos aquí, y en lo que a mi respecta estoy más que feliz de haber nacido de ella y vivido a su lado.

¿Qué cómo conozco tantos pormenores del máximo interés de aquellos viejos tiempos? Me conocéis, preguntón compulsivo; cosía a preguntas  a mi madre y también asaeteaba a todos los cornitos: Pinto, Chato, Danielón, Rojo, Paula… recabando detalles importantes referidos al ser y vivir de mis progenitores.
Mi tío Pedro, padre de mi primo Isauro, como hermano de mi padre, asistió a la boda y fue para mi todo un noticiero, un manantial de información. Esto explica que sepa que un día cualquiera en misa de alba, en una ermita en un descampado, como si se tratara de algo indigno, con un vestido de percal estrecho y rabón, sin flores, sin arroz, sin fotos ni banquete, humildemente, ocurrió todo aquello: nerviosa, desencajada y trémula se acercó la novia al altar y a la obligada pregunta de: “Quiere usted, etc., etc.”, contestó con un imperceptible cabeceo; el señor cura la conminó a decir alto y claro “sí” o “no”.
El viaje de novios consistió en cruzar el páramo a lomos de un burrote asilvestrado, para, sintiéndose como una sardina comida por el gato, entrar en un hogar ajeno con un hombre extraño.

Una recién casada enamorada, en la noche de novios correrá hecha mieles hacia el esposo, pero para una monja arrancada del convento como una estrella de su órbita, por comprensible pudor se silenciaba el tema, pero dadas las circunstancias concurrentes resulta fácil imaginar la situación: semiviolada y semivirgen, un día vomitó y supo que estaba embarazada, y nació una niña.
La maternidad la liberó del miedo al marido. La hija, según la madre, era un querubín que pronto voló al cielo, apenas a los dos añitos.
El dolor de la pérdida de su Mariacrucita lo llevó en el corazón durante toda su vida.

Vuestro padre y abuelo,  os besa, abraza y os desea lo más y lo mejor: salud, alegría y amor.
Félix

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