Cumpliendo promesa me
tienes y como regalo por lo bien que ha salido la prueba, aquí está la nueva
vieja cartita.
Hoy toca recordar el último
viaje que realizaste a tu México lindo y querido. Carta tan interesante como la
experiencia que en ella relatas.
Besazos enormes guapo.
EXPERIENCIA INTERESANTE
Valladolid,
27 de Agosto de 2001
Queridos
hijos: Los viajes desarrollan el espíritu de manera asombrosa, y a ves son
motivo de emociones que dejan profundas huellas.
Pongo por caso mi último viaje a México que
de visita en Celaya, una mañana, como es mi costumbre, madrugué, y mientras los
anfitriones estaban a lo suyo, Fernando en el trabajo y Lety en sus cosas, me
dije, no tengo nada que hacer, ¿dónde puedo ir?
Me pareció buena idea acercarme
a Guanajuato a visitar al amigo Bascós, un corto viaje, no más de una hora. En
la taquilla a la hora de adquirir el billete no me cuide más que elegir el
transporte que primero emprendía viaje.
Resultó ser un autobús arcaico que se caía de viejo. Al abordarle no superaba
la media docena los pasajeros que ocupaban los asientos que no eran otra cosa
que listones de madera que corrían a todo lo largo de los laterales del coche.
Pero he aquí de improviso llegó en tropel un nutrido grupo de inditos que
abarrotaron el vehículo tumultuosamente, cargando con niños, cestos con
gallinas, un cerdo amarrado por una pata, varios chivos y bultos de todo tipo.
Eran indígenas de ambos sexos; ellas con los pies desnudos, rebozo, vistiendo
pobres trapos de colores indefinidos, ellos con guaraches, sarapes y sombreros
de paja. Todos, sin excepción, hombres bajitos, con rostros oscuros, lampiños e
impenetrables, como caracoles en su dura concha.
De su natural son tímidos,
taciturnos, desconfiados, en sus ojos opacos como una tristeza honda, pero,
sorprendentemente, en esta ocasión ofrecían un aspecto singular, se mostraban
diferentes, bajo clara sobre dosis de pulque, achispados, algo celebraban
eufóricos, las lenguas se les habían alargado y desatado, resultando
dicharacheros y parlanchines desbordados que en sus vivas conversaciones en voz
alta y en sus idioma intercambiaban bromas y chanzas, lo supongo por los golpes
de risa.
Vaaámosmos
-gritó el conductor.
Sin más arrancó con una brusca sacudida que
hizo que todo el pasaje, la mayoría de pie, bamboleemos peligrosamente, a punto
estuvimos de rodar por el suelo.
El autobús no es que corriese, avanzaba lento
y pesado, jadeante como perro sofocado, se trataba del vehículo de transporte
más desvencijado, cochambroso, renqueante, ruidoso, incómodo y pestilente; en
el denso ambiente flotaba un olor indefinido, mezcla de tufo humano, animal,
gasolina y aceite mal quemado. Pensé que el pobre autobús abochornado por su
lamentable estado evitaba circular por la carretera general y se movía por una
pista a tramos sin asfaltar, y en razón de ello se veía envuelto en una nube de
polvo atosigante que se colaba por la nariz y garganta haciendo toser.
No
era mucho aún el trayecto recorrido cuando hubo que detenerse obligado por el
reventón de una rueda.
Jálenle p'abajo, párense
tantito no más ahí mero, orita nos vamos -ordenó el chofirete.
Y a tierra todos en bola, personas y animales
a esperar al borde de la carretera, pero el sol inclemente nos caía encima a pedazos y nos refugiamos bajo unos
mezquites, árbol que sirve para muy poca cosa, pero que nos brindó su acogedora
sombra durante el largo rato que se necesito para reparar la avería.
De
nuevo a bordo a empollones, ayudándose y estorbándose, con igual desorden que
anteriormente. De nuevo apretones apretados como sardinas en lata a sudar y
asfixiarse por el bochorno irresistible.
Yo que había cedido desde el principio
mi asiento a una indita cargada con dos niños idénticos, uno en la espalda y otro en el regazo, aguantaba a pies juntillas los embates y vaivenes del pasaje
en paradas, acelerones, baches y curvas.
Rodeado
por la masa de aborígenes que me aplastaban en las avalanchas, rodeado por un
mar de sombreros y oyendo hablar en una lengua de monosílabos me sentía intruso
en territorio otomí.
Por supuesto había visto oleadas de indígenas, pero nunca
tan próximos ni en tales circunstancias. Observados de tan cerca comprobé lo
que ya sabía, lo menesteroso de su existencia, y me pareció que merecería la
pena prestarles mayor atención, que debiéramos considerarnos obligados a
derramar sobre ellos un poco de amor al prójimo.
Aún
hubo que echar pie a tierra otra vez, en esta ocasión únicamente los hombres
para realizar a pie la ascensión de una empinada cuesta.
Jadeantes y resoplando
ganamos la altura. De nuevo en marcha, otra vez a los apretones y ahogos. Con
una costra de barro en la cara formada por las gotas de sudor y el polvo
flotante, un poco de conformidad, otro poco de regocijo y suerte logramos
llegar a nuestro destino.
Fin de trayecto- anunció en chofer.
Un
viaje de apenas una hora se prolongo indefinidamente, pero resultó una
experiencia interesante, diferente y nada aburrida.
Besos
y abrazos.