Historias de toda una vida

Cartas que agrada recibir

viernes, 11 de febrero de 2011

HABLANDO SE ENTIENDE LA GENTE

Y con esto: feliz fin de semana a lectores y leyentes.
Marisa Pérez

HABLANDO SE ENTIENDE LA GENTE 
viernes 11/02/2011 9:12

Querida Rebeca y  demás seres queridos.

Por fin mañana, después de mes y pico, tendremos de nuevo ascensor, estupendo, aunque yo, que aún no me siento un viejito necesitado de coserme al sol de la esquina para entrar en calor y curarme la reuma; cada día, sin faltar uno, he subido y bajado a pie para no dejar de visitar a mis amigos, porque bien sé que la relación entre las personas es de suma importancia para sentirse contento y satisfecho con la vida.
Hablar es fundamental para la salud mental y para la salud física. Hay que hablar inteligentemente todo lo hablable, bien sea divino o humano,  incluso con nosotros mismos en voz alta, con animales y plantas… hablando se entiende la gente. La relación con los amigos me hace sentir joven y jovial.

Queridos hijos y nietos, permitirme recordaros que tanto para jóvenes como para viejos la receta para ser feliz consiste en imaginación, sentido del humor y optimismo, ver la botella medio llena en vez de medio vacía, no pensar que el mundo es un desastre, que la juventud está perdida, que los viejos no valen para nada…la realidad no es esa.
Cada día vivimos más y mejor, así que debemos quejarnos menos, queriendo estar siempre más jóvenes de lo que somos, en un estado físico óptimo, ya que no debemos desear lo que no podemos, sino conformándonos con lo que tenemos debido a que la vida es cambio, el tiempo no pasa, pasamos nosotros y nuestra caducidad es irremediable. En fin ya conocéis mi lema: “Mientras haya fulminante, fuego y adelante”.

Abrazos, besos y que la salud, la suerte y la alegría os acompañen.
    
        Félix

jueves, 10 de febrero de 2011

LOS AÑOS VERDES-PROYECTO DE HOMBRE

Con este sugerente título, recibí el apasionante relato que ahora podréis disfrutar, sobre la “vida y milagros” de la época en que la sangre púber corría por las venas  de nuestro Yayo Félix.
No merece la pena perderse ni una sola coma, porque al final de esta historia no tardará en llegaros la siguiente; en ello andamos.
Saludos a todos los lectores y simpatizantes de este Blog y sobre todo de este “pequeño GRAN hombre”.

Marisa Pérez


LOS AÑOS VERDES-PROYECTO DE HOMBRE  
Valladolid, 6 de enero de 2010


Queridos hijos y nietos: A estas alturas de la película estáis de sobra enterados que en la trayectoria vital de mi infancia y adolescencia, cuando apenas era un proyecto de hombre, un hombre aún sin hacer, lo pasé acumulando desatinos, pifias y patinazos, pero se conoce que no enteramente satisfecho tuve que rematar mi azarosa carrera de locas aventuras con una desastrosa experiencia con  consecuencias tan devastadoras que de nuevo cambió el rumbo de mi vida.

En principio éramos tres amigos que como la vida pasa tan callando, tan volando, ya estábamos creciditos, éramos unos chiquilicuatros en los años verdes que pasábamos de jugar a pelear a palos, pedradas y demás cosas de críos.
Leer y el cine eran las nuevas aficiones de los jóvenes. Apasionante entretenimiento para las tardes de sábados y domingos eran aquellas primeras películas de indios y cowboys, de puñetazos y muchos tiros, con actores tan famosos entonces como “Tim McCoy”…
Muy en boga estaba igualmente el intercambio de novelas con temas del Oeste Americano. En este canje de novelas baratas llegó a nuestras manos una que contaré rápida y brevemente los puntos centrales de la historia que fue la que dio origen a estos graves e inverosímiles sucesos.

En un poblachón del lejano oeste, el propietario de importantes minas, ambicioso y poco caritativo dejó en el desamparo a la familia de uno de sus mineros fallecido al caérsele encima el techo de la galería en que trabajaba.
Los compañeros del difunto compadecidos de la situación de miseria e injusticia de la viuda y de los huérfanos tratan de conseguir alguna compensación económica  que aliviase el problema, pero con escaso éxito, porque ni súplicas, ni conflictos, ni huelgas, ni la intervención del sheriff conmueven al patrón que como bien sabido es, -ojalá no lo fuera tanto-  los ricos siempre salen ganando y los pobres perdiendo, o sea que como el poderoso solucionó la cuestión a favor de sus intereses, decidieron actuar más drásticamente, enviando un exigente y amenazador mensaje escrito. En resumen un argumento más, una novelas más sin nada especial que señalar a no ser el final poco feliz y ciertas curiosas coincidencias; al contar una historia con hechos análogos a los que con relativa frecuencia tenían lugar en Guardo, poblachón minero.
 Don Eurípides, acaudalado propietario de los principales yacimientos carboníferos de la región; que egoísta, acaparador y poco humano también  dejaba abandonados a su suerte a las familias de los mineros que fallecían víctimas de accidentes mineros, o de otro problema, la silicosis, enfermedad pulmonar muy frecuente entre los trabajadores del carbón. Precisamente uno de los tres amigos era el mayor de los  cuatro hijos  de la viuda, cuyo esposo había fallecido  recientemente de la fatal enfermedad.

No recuerdo -porque  los hechos tuvieron lugar hace setenta años- quien sugirió la idea, que por cierto no resultó muy gloriosa, de siguiendo al pie de la letra el guión del novelón,  tomar partida en defensa de la familia del compañero.
Por mi mejor caligrafía copie fiel y exactamente el escrito, que iba más o menos en estos términos: “Tal día, a tal hora, en tal lugar, deposite equis cantidad de dinero, en caso contrario el negro cañón de un revólver le estará apuntando directamente al corazón”.
Se trataba de un domingo a las doce del mediodía en un claro en la falda del monte y 5000 pesetas (30€).
Hicimos mal, muy mal, porque por aquellos dramáticos tiempos algunos de los perseguidos por la dictadura se echaron al monte para seguir luchando; los llamaban maquis.
Los cabecillas más nombrados eran Joselón, el Gitano, el Vasco, Pin el cariñoso… Nosotros para impresionar más, firmamos la carta con el apodo de quien nos pareció más simpático: “Pin el cariñoso”.

Deja poco margen para la duda que  el tal Don Eurípides, con el mucho mundo recorrido y las no pocas experiencias vividas, se contaban de él jugosas anécdotas -no se sabe si reales o imaginarias- referidas  al origen de su fortuna amasada  en América por métodos -se decía-  que no se distinguían precisamente por lo exquisito de su conciencia ética, o sea, de vuelta de todo.
Desde el primer momento, entre otras razones por el tono de la carta redactada en términos bastante cursis; porque el tal maqui actuaba lejos, por Andalucía; por el lugar elegido para depositar el dinero -un escampado en la falda del monte, prácticamente a la vista de todos-  supo que la amenaza no era seria, pero uña y carne con el gallito del pueblo, -el jefe de falange- decidieron, por si acaso, montar la gran estratagema, empezando por prestarse el rico minero a representar la parodia de el domingo aquel, a las doce en punto, como un clavo, pasear ostentosamente por las calles del pueblo montando su estupendo caballo blanco, para a renglón seguido, dejándose ver  llamativamente, dirigirse al lugar señalado para depositar la cantidad exigida.

Nos dejó sumidos en la perplejidad, aquello rompía nuestros esquemas, imposible e impensable que patrón tan duro, tan vivido, abriese con tal facilidad la bolsa.
Si he de ser enteramente sincero he de decir que quizá fruto de grave equivocación nos sentíamos poco culpables, dado que nuestra aviesa intención iba encaminada más bien a causarle un pequeño quebradero de cabeza al potentado, pero ¿dinero? Vamos a ver, tal como ocurría en la novela, ni en sueños esperábamos obtenerlo, pero alucinábamos, había que reconocer, no sin vergüenza, que utilizando medios poco limpios, ligeramente fuera de la ley, llegaba, ¿qué hacer? ¡Aceptarlo! ¿Por qué no, si se trataba de burlar un pellizquito de lo mucho que poseía el potentado para aliviar en alguna medida el problema creado por él?
En realidad quisimos arreglar algo y lo estropeamos todo, porque ciertamente,  no cabe imaginar mayor candidez; nadie con una mínima dosis de lógica no hubiera recelado con tanto exhibicionismo. La cosa no dejaba margen a la duda, allí había gato encerrado, pero nosotros, en este momento éramos únicamente dos, el huérfano y yo, el tercero, contra su voluntad pasaba las fiestas patronales en la aldea donde residían sus abuelos; por no hallarse en el momento ni en el lugar comprometido se libró de lo que nosotros pasamos, porque no fuimos chivatos y nunca mencionamos su nombre, por lo que nadie sospechó de su participación en la barrabasada, así que los dos incautos pardillos nos dejamos engañar tontísimamente, y sin maliciar nada, ni tomar precaución alguna, encantados, jugueteando, corriendo, llegamos al claro del monte, zona desnuda de árboles que dificultasen la visibilidad a recoger el botín, una bolsa de dinero contante y sonante. 

Permitirme que os cuente los insólitos sucesos. Enseguida termino.

 Lógico y natural nos había tendido una trampa en la que caímos redondos: Una veintena de falangistas nos esperaban con las armas preparadas. Si alguno de los camuflados hubiera, valientemente, estirado el cuello y levantando la cabeza, se entera de lo que pasa fuera, es decir,  nos ve, reconoce y nos para los pies en aquellos primeros pasos. ¡Qué diferente hubiera resultado todo! Pero por asombroso que pueda parecer no nos vieron estando tan a la vista, pero oyeron nuestras voces y entonces estalló la guerra. No podéis haceros idea ni aproximada de la tremenda ensalada de tiros que se organizó.
Nos rondó de cerca la muerte, nos hallábamos en medio del campo de batalla a cuerpo descubierto, presentando un blanco perfecto. Nos salvó la vida la falta de valor de los  camuflados que tiraban a ciegas, disparando -a juzgar por los resultados, y dichosamente para nosotros- apuntando a la luna.
¿Cómo nos iban a ver, ni acertar en la diana, si amedrentados se hallaban acurrucados en el fondo del  zanjón sin visibilidad, disparando tiros a tontas y a locas?
Obvio resulta comentar que con el tremendo susto, momentáneamente quedamos paralizados por el estupor, pero por poco tiempo, escapamos de allí como caballos desbocados, con la velocidad que proporciona la desesperación, pero ilesos, sin el menor rasguño, las balas, si acaso, pasaban altas, lejos de nosotros.

El desmesurado y alborotador tiroteo causó en el pueblo estupor y tal sobresalto que todo el mundo se refugió en sus hogares con el corazón encogido.
La perpleja situación duró hasta que regresaron los bravos falangistas desbordantes de júbilo y envalentonados vociferando la fanfarronada; la heroicidad de haber puesto en fuga a los malvados maquis.

La verdadera gravedad de nuestro pecado radicó en haber sido tontos de doble ancho por no saber mantener los labios sellados, por no ser capaces de cultivar el silencio, que dadas las circunstancias, hubiera resultado un don precioso, porque al no haber sido vistos ni reconocidos, en absoluto nos hallábamos en situación comprometida; no éramos sospechosos de nada, no existía razón para ello, pero, muy quijotes, quisimos apechugar, asumir la metedura de pata, cometiendo la solemne ingenuidad de poner las cosas patas arriba,  presentándonos voluntariamente, un día después, en el cuartel de la guardia civil confesándonos autores del desafuero.

Atónitos se quedaron los civiles; imposible creernos.

-        ¿Cómo vais a ser vosotros?

Los ojos les parpadeaban de estupor con nuestra insistencia.

-        Que sí, que sí, que sí, que hemos sido nosotros.

Cuando aceptaron la realidad y se corrió la voz de que el enemigo tan heroicamente rechazado éramos  nosotros: dos gamberros, dos gilipollas galopantes, Guardo sufrió un ataque de risa, y los bravos falangistas quedaron en situación  singular y patéticamente ridiculizados, porque el ridículo fue de antología.

Claro está que haber puesto en evidencia que los heroicos guerreros habían ganado una batalla al revés, sin enemigo en frente, cuando todo el mundo es valiente, no nos granjeamos precisamente su benevolencia, sino que se sulfuraron sobre manera, descargando todo su enojo sobre nosotros.
Como no estaba el horno para justicia simpática ni comprensión justa, con torcida interpretación de los hechos nos atribuyeron las peores intenciones: haber cometido la fechoría merecedora de ejemplar escarmiento, de obtener dinero por malas artes para alimentar caprichos y vicios.
¿Qué vicios y qué caprichos? La más elemental lógica aclara suficientemente que ninguna tentación nos arrastraba a ambicionar dinero para nuestro propio beneficio; de qué y para qué nos servía si resultaba de todo punto imposible disfrutarlo.
En el pueblo nos conocíamos todos y un chico con dinero en el bolsillo hubiera llamado clamorosamente la atención. El menor gasto que hubiéramos efectuado nos hubiera delatado irremediablemente. ¿De dónde? ¿Cómo? ¿Por qué? 
Voy a imaginar la siguiente circunstancia: Me acerco a “Todo a 0.95”, que –de existir- sería el “Todo a cien” de hace poco, y compro un balón.  Mis padres lógicamente, extrañados, quieren averiguar,  pero yo, listo, les hago creer que el importe  lo he encontrado tirado en la calle. Creíble por una única vez, pero, ¿podré seguir hallando dinero callejero permanentemente? ¿Qué hubiera ocurrido si, por ejemplo, compro un traje,  subo al tren y voy a Bilbao a gozar de la vida gastando dinero en cosas agradables?  Porque si no se disfruta, ¿para qué sirve?

No se puede exagerar la importancia que hubiera tenido que antes de entregarnos a la autoridades hubiéramos sido más perspicaces y pensándolo antes dos veces, haber dejado las cosas como estaban, porque el desenlace hubiera sido muy otro.
    El pitote que se organizó no se le hubiera concedido la máxima importancia y el resultado final hubiera resultado feliz  en todas las direcciones: ellos hubieran sido aclamados valerosos héroes demostrado con creces; mis pobres padres se hubieran evitado disgustos sin fin, profunda tristeza y penas de mucha hondura, porque aun siendo de derechas, católicos al máximo nivel y amantes de la paz, los fascistas, caciques del pueblo, se ensañaron con ellos con conducta tan ignominiosa que cometieron la infamia de arruinar su negocio asustando  hasta lograr ahuyentar a los clientes de la lechería con miradas y gestos de desprecio, insultos y amenazas, y sin medio de vida se vieron obligados a malvender sus pertenencias y abandonar el pueblo, emprendiendo la huida hacia Saldaña, donde fijaron su nueva residencia. A nosotros no nos hubieran exhibido paseándonos con las manos esposadas a la espalda calle arriba calle abajo por todo el pueblo, haciéndonos sentir como la sardina que se comió el gato.
    No pararon ahí las cosas, fueron a más, a mucho más.

Eran malos tiempos, corrían los trágicos días de la guerra incivil, aquella locura homicida que convirtió a España en un inmenso matadero. Por supuesto,  también en Guardo los acontecimientos se desbordaron al máximo.  Los falangistas, “camisas viejas”, con pistolón al cinto eran los meros gallos del pueblo y ejerciendo la justicia con criterio de ética irracional establecían las normas de manera extremadamente simple, señalando con el dedo quienes tenían derecho a la vida y quienes -no precisamente por lo que hacían, que también, sino por lo que pensaban- eran merecedores de cortarles el hilo de la vida.
No es de extrañar que en el pueblo, muchos de sus habitantes viviesen sintiendo una indescriptible sensación de terror; si fueron próximos al centenar los vilmente asesinados, cuyos restos aún permanecen por campos y cunetas de las carreteras.
Se cometieron actos humanamente repulsivos, como ejemplo de crueldad extrema es de señalar la noche de horror en que “pasearon” a siete infelices e inocentes mujeres en represalia por la fuga de sus esposos al monte, madres  con hijos de muy corta edad. No puedo evitar imaginar la escena del crimen: aterrorizadas mujeres de rodillas abrazadas a los pies de los asesinos, que desechas en lágrimas suplicando piedad, no podían morir, sus hijos las necesitaban mucho. No hubo compasión para ellas, con inaudita crueldad las acribillaron a balazos.   
Doy en creer que el hombre en general no es malo por naturaleza, pero algunos, rotundamente, sí. Por ejemplo, entre otros muchos, los inhumanos componentes de la escuadra “Los valientes” que, efectivamente, sentían propensión innata hacia el mal y la crueldad. Cometieron execrables crímenes sin sentirse culpable  ni temor al castigo, eran, ¿cómo lo diré? Intocables ángeles vengadores. O sea que para aquellas atrocidades no existe otra explicación que la infame condición de no pocos seres humanos.

A nosotros, acusados de peligrosos delincuentes, nos enviaron a la cárcel en un viaje que va más allá del tiempo, quiero decir que imposible de olvidar: Guardo-Bilbao-Palencia sin comer ni beber, esposados muñeca con muñeca, expuestos a vergüenza pública, porque se corrió la voz por el tren de nuestra situación y no pocos pasajeros desfilaron para vernos, algunos con miradas compasivas, otros con gestos desdeñosos y viles sonrisillas.

El lugar en que nos recluyeron, entre presos políticos, no era propiamente una prisión, se trataba de un viejo caserón habilitado como tal que no reunía condiciones y en el que nos acinábamos demasiados reclusos.
El tiempo en la cárcel se alargaba sin fin, todo era rutina y esperas, cola para utilizar el retrete, formaciones para recuento de presos tres veces al día…Éramos los más jóvenes, niños comparados con los otros, que aunque algunos relativamente jóvenes también, envejecidos por el miedo y desdentados por el hambre, dado que las comidas eran guisotes escasos y de tan ínfima calidad que la gente vivía con el estómago agarrotado por la gazuza.

En la cárcel reinaba la tristeza y una sensación de compasión y miedo colectivo, singularmente los días que los altavoces gritaban los nombres de quienes en vehículos celulares eran llevados, blancos de miedo,  a una parodia de tribunal  para ser sometidos a procesos sumarísimos o consejos de guerra, no se entendía bien, porque democracia es tratar exquisitamente a los demás, pero propio es de tiempos revueltos , dictaduras, cuando todo está pasado de revoluciones la confusión y la injusticia, por ello eran juzgados y condenados severamente, se decía que ser condenados a cadena perpetua significaba el prodigio de seguir vivos, porque dado que las delaciones eran consideradas como un deber patriótico, llovían las acusaciones, que ve a saber si siempre justas o terribles calumnias maquinadas por motivos de odio, envidia, deseos de venganza …y que un juez o fiscal militar admitía como buenas, sin necesidad de prueba alguna y con ausencia total de garantías para el acusado y en razón de ello menudeaban las condenas a la última pena, más aún, se daban no pocos casos de acusaciones de tan horrendos crímenes que una sentencia a  la última pena resultaba insuficiente y eran sentenciados a dos o tres condenas a morir  fusilados  para evitar que algún indulto pudiera salvarles la vida. Las sentencias eran ejecutadas en breve plazo. Efectivamente, aunque de esto nada veíamos, bien sabido era que al amanecer de algunos días después eran trasladados en el camión de la muerte al cementerio, frente a cuyas tapias esperaba el pelotón de fusilamiento.

La prisión se regía por normas muy rigurosas, todo estaba prohibido, estrictamente asomarse a las ventanas. Echar un ojo al exterior resultaba una tentación difícil de evitar y todos mirábamos, pero con suma cautela, con los ojos más puestos en el centinela que en la calle porque aquellos tipos tiraban a matar.
Me tocó ver el cadáver de un joven preso con un balazo en la frente. El infeliz se distrajo demasiado en la contemplación de algo que atrajo su atención, el centinela anduvo listo y le asesinó de un certero disparo.

En cuanto a mí, bien se dice que vale más caer en gracia que ser gracioso, que fue justamente lo que me ocurrió con un funcionario de prisiones a quien desde el primer momento le caí bien y me dispensaba trato de favor, no sé si porque me veía un crío, porque comprendió que nuestro pecado no pasaba de ser una bobalicona chiquillada, o simplemente porque sí, sin más; el hecho es que con tanto cariño me trató, que se hizo merecedor de mi sincera gratitud.
Ya está fuera de la vida, pero estando vivo fueron muchos años de entrañable amistad. Y no era para menos si además de tantas atenciones,  por  mediación suya gocé del gracioso y favorable privilegio de ocupar el  puesto de ayudante del maestro de la escuela de la prisión. Aclaro la circunstancia.
Como era de rigor, en la prisión la correspondencia pasaba por la censura y las cartas a mis padres de algún modo se distinguían por la redacción, la ortografía y la caligrafía, detalle que llegó a los oídos de mi guardián protector, lo que le bastó y sobró para la recomendación a ocupar  el puesto  que resultó como ser agraciado con el gordo de la lotería por las ventajas que conllevaba.
En realidad, y por supuesto, poco era mi saber y entender, sin embargo, no digo que lo fuera, pero mi paso por el internado me servía para pasar por listillo: tuerto rey en el país de los ciegos, con conocimientos suficientes para cuidarme de un grupo numeroso de semianalfabetos.
Resultaba emocionante enseñar a leer y escribir a adultos y dado que le ponía el mayor entusiasmo y los aprendices también se mostraban interesados, entre otras razones porque todos redimíamos pena, la cosa funcionaba satisfactoriamente.
Existía otra circunstancias favorable; la famosa Sra. Elena residía en Saldaña, donde prestó cuanta ayuda necesitaron mis padres cuando se instalaron allí, pero ojo a este significativo dato, era nacida y criada nada más ni nada menos que en Cornón, no digo más. Es decir, digo mucho más: dos de sus hijas, Upe y Paulina, trabajaban en Palencia y domingos y festivos recibía su alegre y juvenil visita, entregándome, por añadidura y por su cuenta, paquetes con comida, además de la que me enviaban mis padres. En razón de comportamiento tan digno de agradecimiento nuestra relación va más allá de lazos de amistad, nos profesamos cariño fraternal.
Bien puedo decir que, pese a las estrictas normas  que regían la prisión, dentro de lo posible, por supuesto, era un preso afortunado: tenía una ocupación que me agradaba y  permitía hacer algo por los demás; me liberaba de las mortales horas de aburrimiento dando vueltas sin fin a la noria del pequeño patio, no pasaba hambre ni me sentía aislado del exterior.
No tener quien los visitase  suponía gran problema para la mayoría de los reclusos. Es decir, vivía bien, físicamente bien, no tanto en el plano moral o psicológico, puesto que no me resultaba fácil dejar de dar vueltas a la batidora de la cabeza con el problema de ser yo, solamente yo, el responsable de las dificultades por las que pasaron mis progenitores, lo que resultaba sobrada razón para sentir retortijones de conciencia, descontento conmigo mismo, reflejos íntimos de pesar por haber desmoronado su vida.
Aclaro que, como no podía ser de otro modo, la desastrosa ocurrencia que me había llevado donde estaba, dejó huellas: los rasgos de mi conducta en alguna medida cambiaron.

A ver si logro explicarme: en el modo de ser de las personas hay que saber distinguir, no confundir temperamento y carácter. El temperamento se refiere al modo de reaccionar de las personas. Quien nace colérico, sanguíneo, melancólico o bien flemático, así vive y así muere, no es modificable. No ocurre así con el carácter que se forma en gran medida en la niñez, así mismo con experiencias personales, circunstancias ambientales, por conocimiento de uno mismo… es modificable y mi carácter cambió, de algún modo fui otro, más desconfiado, timorato y falto de autoestima. También más reflexivo: caí en la cuenta de que había sonado la hora de recapacitar y tomarme a mí mismo y a mi vida en serio; ya no era un crío inmaduro a quien se le había hecho vicio andar todo el rato metido en líos, por lo que  resultaba obligado hacer algo para desarrollar mi conciencia, esa voz interior de nuestro verdadero yo que regula nuestro modo de actuar, nuestra conducta, puesto que parece ser, que hasta entonces me había hablado tan bajito que no la oía, o no entendía sus mensajes, pero ya no era posible dejar de atenderla.
Con mayor conocimiento de la realidad tenía que corregir las anteriores tonterías, ser como ella decía,  más sensato y comportarme como Dios manda, correcta y responsablemente.
Pienso, vistas las cosas desde la perspectiva que ofrece el mucho tiempo transcurrido, que no he dejado de cumplir mi promesa, he sido en el buen sentido de la palabra, buena gente. Bueno a mi modo, si preferís decirlo así. El caso es que de armas y tiros sanseacabó y sanseterminó, me curé para siempre.
En México, mi segunda patria,  primera vuestra, no es fácil dar con una casa sin armas de fuego, adquirirlas resulta tan sencillo como comprar una Coca-Cola, pero en mi casa jamás entró una; cuando he efectuado algún disparo ha sido por diversión en competiciones deportivas con los amigos los días de campo. Por cierto, en una de estas ocasiones tuvo lugar la pequeña-gran tragedia del asesinato del pobre pajarillo que loco de alegría trinaba rama más alta de un esbelto árbol. Fue una inaudita mala suerte para el infeliz cantor, porque me hallaba a una distancia imposible de hacer blanco disparando con un rifle de pequeño calibre. Considerándolo así, apunté, disparé y di en la diana. A mis pies cayó destrozado el infortunado jilguero. Aún me duele aquella muerte inútil e injusta.
Mi permanencia en prisión no fue prolongada, la sentencia fue de un año, pero acogido a la redención de penas por trabajo y estudios -aprobé cinco sencillas asignaturas redimiendo con creces la totalidad de la condena- incluso la de mi compinche que ni trabajaba ni estudiaba, pero al cumplir los seis meses nos concedieron la libertad a los dos. Por cierto, y  no sé como pudo pasar, pero mis dos cómplices, tanto el involucrado como el que libró de todo, se esfumaron por completo de mi vida, nunca más volví a tener  noticias de ellos.
Saldaña no es mi pueblo, pero como si lo fuera, no diré que le quiero más que a Cornón, mi terruño natal, porque tengo que ser fiel al lugar donde abrí los ojos a la luz, pero sí que le tengo la máxima estima con justificada razón.
Llegué, lógicamente, preocupado, temeroso de ser señalado con el dedo, pero afortunadamente nada de eso tuvo lugar, la mayoría del personal no se dio por enterada y los conocedores del tema lo tomaron como una simple chiquillada de muchachos que les movía a risa.
Importancia singular tuvo también el hecho de haber establecido pronto amistades que han persistido a través de toda la vida toda. Tal es el caso, por citar un excelente ejemplo,  de José Mari; otro más, Pepito, el eterno alcalde del pueblo, amistad igualmente de la autora de vuestra vida.
Por supuesto, al llegar mis progenitores a Saldaña, aunque con sensible pérdida de calidad de vida, ya se habían acomodado, vivían en la casita frente al cementerio que conocéis y mi padre trabajaba con un médico un tanto atípico que distribuía su tiempo entre la medicina y la ganadería, criando y trapicheando con todo tipo de animales: vacas, terneras, toros, caballos…Mi progenitor se cuidaba de atender el amplio establo, o "Arca de Noé", como gustaba decir al doctor. 
Ocurrieron otras cosas favorables, una de ellas, el guardián de prisiones, aún joven, treintañero y soltero, quizá se mostraba tímido ante las mujeres por tener problemas con un ojo -lo llevaba de cristal- en las frecuentes visitas a su familia, residente en un lugar próximo a Saldaña, no dejaba de ir a  verme -a vernos- porque en igual estima que me tenía, le tenían a él mis padres. Cómo no iba a ser así si me ponía por las nubes ante quienes quisieran escucharle por mi comportamiento y lo eficaz que resultaba enseñando. Con esta excelente publicidad gratuita y que, efectivamente, había tomado en serio mi buena conducta, si había obrado mal tenía que equilibrarlo viviendo conforme a lo mejor que tenía dentro de mí; la casa poco a poco se fue llenando de muchachos para recibir clases particulares.

Vaya por delante que en modo alguno planeé dedicarme a la enseñanza, lógicamente, por no tener el grado de maestro, pero con el inicio en  la prisión, las cosas vinieron rodadas, en cierta medida porque los profesores en ocasiones necesitan sustitutos y  yo, por las clases particulares -que habían cobrado cierta buena fama- era muy solicitado para suplir ausencias, particularmente las de un maestro bastante atípico también a quien le resultaban más atractivos y rentables los negocios que la enseñanza y le sustituía un día sí y otro también. Y satisfactoriamente, porque como me sentía bien enseñando le ponía ilusión y dedicación. Preparaba mucho las clases, exigía cumplimiento, pero no a reglazos, pues por mi juventud me identificaba mucho con los críos, les caía bien. De hecho, en mis visitas a Saldaña y pese a los tres cuartos de siglo transcurridos aún me encuentro alumnos que me recuerdan y saludan.

Así estaban las cosas cuando en busca de sustituto vino a verme una joven maestra que residiendo en Palencia y sin problemas económicos,  no  le agradaba la aldea de la que era maestra titular y la reemplacé durante tres cursos. Hasta los 21 años que me reclamó el ejército para cumplir la “mili”.
Se trataba de Pedrosa de la Vega, pueblito que algún tiempo después alcanzó renombre por ubicarse en su término municipal la joya arqueológica de la Villa Romana de la Olmeda, que se anuncia como el mosaico policromado más bonito  y cuidado nada menos que del mundo entero.
Llegue a Pedrosa queriendo hacer lo que hay que hacer: enseñar, y le ponía lo que hay que poner, empeño en hacer las cosas bien, procurando que las clases fueran de lo más  alegres y eficaces, nada de “las letras con sangre entran”; contrariamente, enseñaba jugando, con lo que los muchachitos se aplicaban más y acudían contentos a la escuela con la satisfacción de los padres. Por otro lado, con la alegría de ser y sentirme joven, simpatizaba con la gente, por supuesto, especialmente las mozas y los mozos. Consecuentemente, en verdad puedo decir que mi estancia en Pedrosa fue un cielo sin nubes. Sólo al final, cuando me ausentaba para cumplir el servicio militar, el cielo sin nubes se nubló al tener lugar una peripecia que cuento como anécdota graciosa aunque me acarreó alguna dificultad con un mozo, autóctono pata negra equivocado de raíz al creer que por ser el hijo del secretario del ayuntamiento, tenía derecho a ser el mandamás entre los mozos, con más derechos que nadie.
Desde el primer momento  simpaticé especialmente con una muchacha  -para mi gusto lo más atractiva- buena figura, bonita de cara y de sentimientos, con la gracia y la simpatía a flor de piel; paseábamos, charlábamos, reíamos, bailábamos, juntos lo paseábamos bien.
Con el correr de los días la simpatía fue en aumento, nos enamorisqueamos, estábamos a morder un piñón, lo que sulfuró al antojadizo cacique que no contemplando la posibilidad que los deseos de ella fueran otros, la quería para él,  mostrándose celoso y como el celoso no tiene reposo, quiso vengar sus celos incordiándonos, vigilándonos, y amparado por las sombrar de la noche cometía la vileza de apedrearnos con cantos de tamaño que en ocasiones estuvo a punto de lastimarnos de verdad. Más aún, intentando hacernos el vacío chantajeó a los mozos con la amenaza: “Este mono se va, yo me quedo, ¿con quién estáis?

Las mozas no se dejaron coaccionar y viéndome atacado tan injustamente se pusieron todas a mi lado. Yo obligado a defenderme, acudí a una estratagema que fue un éxito.
Un librero amigo me consiguió una obra de teatro: “Fabiola”, de ambiente romano en la que todos los personajes eran femeninos; se trataba de los cristianos de los primeros siglos, fácil de interpretar y de emocionar, siendo las muchachas las primeras emocionadas e ilusionadas, poniendo verdadero empeño en que todo saliera bien.
Otro amigo -a éste se le daba bien el dibujo- me ayudó con los decorados. Los últimos meses de mi estancia en Pedrosa estuvieron dedicados a la preparación de la puesta en escena, memorizar y ensayar los papeles  y confeccionar elegante vestuario. La despedida,  la representación, tan aplaudida que hubo que repetir en varias ocasiones.

Cierto que venganza justa no hay ninguna, pero para mí fue un dulce desquite contra los pusilánimes mozos que se dejaron boicotear jugarles la mala pasada de las  tardes de sábados y domingos, ensayo, yo rodeado de toda la juventud femenina y ellos solos, aburridos, sin saber cómo matar el tiempo.

Como de este mundo nuestro se dice que es un pañuelo, no faltan las curiosas casualidades, citaré un par de ellas: un hermano de mi rival en amores habíamos sido compañeros de clase en el internado de Valencia de Don Juan; otra, Mari Carmen, la esposa de mi amigo José Mari, propietarios de la Casa Rural de Saldaña, años después y durante casi veinte, fue la maestra titular de Pedrosa.

En  mi estancia en Pedrosa -que disponía de tiempo- hice un curso por correspondencia de “Técnico en radio” que me resultó muy provechoso tiempo después. 

Volviendo al principio de este relato: no es que haya tenido  excesivo interés en conocer la vida y milagros del tal Don Eurípides; pero sé, por supuesto, que trató con rudo desprecio a mi pobre madre cuando al estar recibiendo un trato inicuo y vejatorio por parte de los caciques del pueblo, desconsolada y deshecha en lágrimas acudió a él en demanda de amparo, pero en absoluto escuchó su queja, sino que con humillante desprecio la dio con la puerta en las narices, enviando por una criada el desdeñoso recado de no estar en sus manos hacer algo por ella, cuando hubiera bastado mover un solo dedo para que todo hubiera resultado de  muy diferente manera.

Tampoco ignoro lo que es notorio, que también a él le trató la vida con especial rudeza, haciéndolo ver la pura y dura realidad cuando uno de sus hijos cumpliendo el servicio militar en el aeródromo de León -y por ser retoño de progenitor adinerado- un domingo pudo permitirse el lujo de alquilar una avioneta y  acercarse  a Guardo a impresionar realizando una exhibición  aérea. En presencia de todos -sus padres en primera línea- en una pirueta mal realizada el aparato se precipitó en tierra y el piloto murió destrozado.
El rudo mazazo sumado a problemas en la industria del carbón minaron su salud y con su muerte la familia se fue al garete, pues los otros dos hijos criados en la ociosidad y el derroche, pronto dilapidaron lo acumulado por el padre, en licores, drogas y demás; consecuentemente, vivieron causando lástima, aunque no tanta, porque “pobreza merecida, poco compadecida”, y la suya fue de lo más lastimosa por ser la de quienes tuvieron riqueza.
Total que remataron sus vidas de la peor manera, arrastrándose por las calles del pueblo desatinadamente  briagos, hasta padecer delirium trémens. ¡Terrible muerte!

Queridos hijos y nietos, abrazos, abrazos, abrazos y besos y más besos y el deseo de que siempre tengáis por compañeras a la salud, la suerte y la alegría. 

Félix

miércoles, 9 de febrero de 2011

ATISBO DE PRIMAVERA

    
  miércoles 09/02/2011 10:35

Querida Rebe y demás seres queridos:

Estoy suponiendo que después de un sueño dorado y reparador os habréis tirado de la cama alegres y optimistas, dispuestos a gozar de un día semejante al de ayer, despejado, que lució un sol de oro, alegre y risueño, un atisbo de primavera. No se puede uno fiar de este febrero loco, pero parece que se van suavizando las temperaturas de Alaska de los pasados días invernizos.

Año de nieves, espero que también de bienes, aunque precisamente en Valladolid el blanco elemento brilla por su ausencia. Uno de los pasados días, muy de mañana me asomé a la ventana y nevizneava,  cuatro copos ralos y deshilachados, apenas un simulacro de nevada, pero con la virtud de llenar mi mente de recuerdos infantiles y juveniles.

Nací entre nieve y en aquellos lejanísimos días de nevada eran para los críos, no tanto para los mayores, días de alegría. Bien recuerdo la sensación de gozo que experimentaba viendo caer con los ojos fascinados el mágico y emocionante juguete que era para nosotros el blanco elemento. Nada como meter las manos en la blancura preparando los proyectiles para el alegre y divertido campo de batalla en que se convertía el patio de la escuela; contar con inagotable material para practicar la escultura, un gigante con gorro y pipa, construir iglús…

Contemplando la caída del maravilloso regalo he gozado de jubilosa alegría, pero, por supuesto, eran frecuentes las severas ronqueras de no poder pronunciar palabra, aliviadas con vahos de hojas de eucaliptos.

No es mi propósito dar envidia, pero sí dar abrazos y besos con todo mi cariño.

                     Félix

martes, 8 de febrero de 2011

LA MORCILLA

La boquita agua se me hace de pensar en esas morcillas que hacía mi abuela Felisa y que ahora con idéntica receta y retoques “modernos” en la elaboración tomo de cuando en cuando si me las regalan artesanal y familiarmente preparadas.
Alguna vez las compro, pero al ser hechas para la venta, les falta el amor con que las hacía mi abuela y el sabor ya no es ni parecido.
Las de Alaejos no llevan arroz, sólo pan, cebolla, sangre, sal, y alguna que otra especia que ni idea tengo.
Se embuchaban en la tripa gorda del cerdo a mano con un pequeño embudo y el dedo gordo empujando todo el amasijo. Así eran las morcillas de “puerco” -manjar donde los haya- y si al cocerlas alguna se reventaba, dejaba posos en la olla y se tomaban bebidas… mmmmmmmmm ¡¡qué arrapas!! También se embuchaban en tripas más delgadas para dejarlas secar con el resto de chorizos, lomos, salchichones, morcones, entrecuesto… y éstas se degustan en rodajas como el mejor de los chorizos ibéricos o acompañando al resto de “avíos” del cocido con garbanzos de Alaejos –cocheros a más no poder- Sin duda la mejor comida que “levanta un muerto”.

Besotes para todo aquel que lea esta crónica elaborada con amor de morcilla cornita y alaejana.

Marisa Pérez

LA MORCILLA  martes 08/02/2011 9:57

Querida Rebeca y demás seres queridos, todos entusiastas consumidores de la rotunda y deleitosa morcilla:
El muy noble, leal y minúsculo  pueblo Cornón de la Peña, por efecto de la emigración pasó por la grava situación de la desaparición. Efectivamente, para qué negar que el terrón de tierra donde  explosioné en el mundo estaba muerto, pero está resucitando triunfante, le han dado vida los forasteros.
Bueno, también es  de aplaudir a una algo lejanas parentela nuestras por su decidida colaboración en dar vida y renombre al pueblo. Aclaro rápidamente la circunstancias del parentesco: Paula, la esposa de mi tío Rojo, y Filomena, mi madre, primas; sus madres hermanas, vosotras biznietas de Filomena, ellas de Paula.
Pues bueno, esas simpáticas y emprendedoras muchachas elaboran semiartesanalmente el embuchado, cierto, con poca historia, pero con mucho futuro.
La morcilla, lógicamente, está asociada a la matanza del cerdo y se elabora para aprovechar un producto tan nutritivo como la sangre, a la que después de mezclar cebolla, arroz, manteca, sal y otras especias, son embutidas  en las tripas del propio cerdo, para pasar, posteriormente, a ser cocidas en el agua de la fuente del pueblo con merecida notoriedad por ser incolora, con olor y sabor a miel de tomillo y romero, dando como resultado una morcilla suprema, selecta, clásica, rica, rica, rica, mejor imposible.
La morcilla es un producto  en el que parece que todo está inventado, pero nada de eso, entre los fabricantes, muchos e imaginativos, no falta capacidad innovadora, logrando combinaciones sumamente originales, como ejemplo notable el calamar relleno de morcilla, preparación donde la tripa de cerdo es sustituida por el calamar, consiguiendo una inaudita morcilla con sabor y apariencia de lo más sorprendente y un toque tan sofisticado que, sin duda, ha de satisfacer a los paladares más sibaritas.
Queridos seres queridos, como decía mi simpático tío Rojo, “ser cornito es lo máximo que se puede ser”. No es que esté enteramente de acuerdo  en ello con él, pero sí en que Cornón es mucho Cornón, vosotros mismos con los ojos llenos de admiración habéis comprobado el justo renombre que está adquiriendo, no tanto de día y a ras de tierra, sino por su espléndido cielo con noches pobladas con más estrellas que otro cualquiera, o al menos con tantas como el que más. ¡Ahí queda eso!

        Abrazos y besos.

                 Félix

lunes, 7 de febrero de 2011

A LAS COSAS BIEN HECHAS

lunes 07/02/2011   3:57

Querida Rebe y los demás seres queridos:

Dice el refrán que el hombre nació para trabajar y el ave para volar, o sea que de nuevo lunes y de nuevo dignificandoos en la brega diaria.

Bien, pero  como a las cosas bien hechas no les gusta las prisas, vosotros despacito y buena letra, teniendo siempre muy presente que hay tres maneras de hacer las cosas: bien, mal y perder el tiempo haciendo que se hace sin hacer nada. Vosotros hacedme el favor, si no es molestia, de gozar la satisfacción de hacerlas lo mejor posible, ello os proporcionará una justificada alegría que nadie os podrá arrebatar.

Titipuchal de abrazos con besos, y para el cumpleañero que el vivir le sepa a gloria porque no le falten los mejores motivos para descuajaringarse de risa.

Hasta mañana.

Félix

viernes, 4 de febrero de 2011

NIÑO DE LA GUERRA

Este niño con cara de pillastre bien podría asemejarse a nuestro yayo Félix en la época donde comienza el relato de esta apasionante historia.
Feliz fin de semana queridos lectores y visitantes de este Blog.
Marisa Pérez

NIÑO DE LA GUERRA
Valladolid, 8 de Abril de 2009

Queridos seres queridos:
  Hoy toca como regalo, unas simples historietas de mi humilde vida.

     Nada nuevo aclaro si digo que soy un hombre como tantos otros, ni mejor ni peor, o séase, un vejete que aún tiene sus tendencias, sus preferencias, sus ideales, con más defectos que virtudes, lo que supongo es natural; también las flores tienen espinas.

     Para que todo quede más entendible, no son pocos los que me juzgan un hombrecillo intrínsecamente bueno, o lo que parece ser lo mismo, un calzonzazos, un Juan Nadie. No lo digo por adornarme, que no me gusta darme jabón, pero según versión materna no siempre fue así, puesto que siendo muy crío mi modo y manara de ser resultaba dura de roer, atolondrado, bravucón y terco. Las malas lenguas -que no faltan-  atribuyen mi cornitez  recalcitrante al gran chichón  que por los apurones de mi pobre madre a la hora de mi nacimiento me ocasionó la caída de cabeza en el suelo de tierra de la cocina. Lo que no es así, pero da igual, que lo mismo da, si dicen, que dizan, en no fuendo. El caso es que apenas era yo un polluelo recién salido del cascarón  y ya me creía un gallo con espolones, fanfarrón y pendenciero. Contaba mi madre una sencilla anécdota que según ella evidenciaba lo amigo que era de buscar camorra.
     Regresaba con ella de una tienda de ropa donde me había comprado una chaquetilla; en previsión de lo rápido que crecen los chiquillos, holgada, tan largas las mangas que no se me veían las manos. En sentido contrario venía otro crío con su progenitora y yo, imaginando cosas, comenté: si ese niño que viene allí dice “madre, mire, ese niño ni tiene manos”, yo le voy a decir, chaval, ven acá que te voy a demostrar bien demostrado que sí tengo manos.
     Bueno, vamos a ver, soy chaparrito, y cada día lo soy manifiestamente más, los años nos aplastan, pero en aquel entonces, comparado con los demás muchachos de mi edad, era alto y fortachón, con doble muñeca y puños que cualquiera otro, de ahí el apodo de “manogorda”; siempre cabecilla de la panda del barrio, por lo que se me respetaba al máximo, y cuenta que los tenía dado que concurrían otros señalados méritos para ello; estar integrado en el grupo de cabeza de los más revoltosos y peor estudiantes, disputando un puesto en el último banco de clase donde existía libertad para obrar a capricho porque el maestro nos consideraba criaturas cuya mente funcionaba a nivel menor  y no merecía la pena tomarnos en consideración.
      Sin embargo, como durante mi infancia y adolescencia tuvieron lugar  tantos y tan graves sucesos en mi entorno, a veces me pregunto qué parte de mi personalidad se debe a la herencia y qué  parte a las circunstancias ambientales. La pregunta viene a cuento porque, digamos por cuestiones genéticas, de crío era un inocente diablillo, pero algunos años después, ya con nueve, por señalar una fecha, en el año 1931 en que se proclamó la República, en Guardo, zona minera, se respiraba una atmósfera enrarecida, era un foco de conflictos sociales y económicos, de enfrentamientos entre republicanos y monárquicos,  obreros y patrones por quejas de duras condiciones de trabajo y bajos salarios, agitada situación que desembocaba en huelgas violentas, mítines anticlericales, etc…
      La mismísima Dolores, “La Pasionaria”, estuvo en Guardo pronunciando un par de ellos muy fogosos, precisamente frente a mi casa, en la plaza de Don Edmundo. Lo recuerdo  porque allí estaba yo entre la gente y  fueron  sonados y celebrados con desfiles muy concurridos por mineros llegados en trenes especiales desde Barruelo de Santillán y  pueblos circundantes, con mucho uniforme de camisas rojas y pantalones negros; mucho despliegue de banderas con la hoz y el martillo; muchos puños en alto con gritos de ¡Viva Rusia! ¡Viva el comunismo libertario! ¡U.H.P.! ¡Arriba los de la cuchara y abajo los del tenedor! Y con música de la Internacional y el himno de Riego letras llenas de improperios y amenazas: “Si los curas y frailes supieran la paliza que les vemos a dar, subirían al coro cantando libertad, libertad, libertad…”
      Si los tiempos eran así de revueltos, si agitada la situación entre los adultos, también los chavales nos mostrábamos pendencieros, belicosos y descontrolados.
     Supongo que por mimetismo, los chicos, ya se sabe: lo que ven… Nuestra conducta era, sin duda, reflejo de la discordia reinante que nos arrastraba a practicar juegos que consistían en guerrear a palos y pedradas entre pandillas de los diferentes barrios. Como ejemplo de todo esto considero que basta esta barrabasada impropia de muchachos que los mayores no alcanzábamos la docena de años.
     La pandilla de uno de los otros barrios capturó a un grupo de los nuestros -entre ellos mi hermano- los amarraron las manos, quedando semicolgados  de las ramas de un árbol, sosteniéndose apenas de puntillas; tan incómoda postura que cuando logramos rescatarlos sangraban por las heridas causadas por lo apretado de las ligaduras.
     En represalia no tardamos en hacer prisionero al cabecilla de la panda -autor de la tropelía- con él nos adentramos en lo espeso del monte y en lugar extraviado, a la puerta de una mina ya fuera de explotación, atado de pies y manos le abandonamos a su suerte, confiando que se liberase o lo liberaran. No fue así y llegó la noche;  preocupados sus padres por la tardanza del hijo, averiguaron el motivo y hubo que organizar urgentemente un grupo de rescate encabezado por mí, responsable de la jugarreta.
     En mitad de la noche, oscura como boca de lobo, y en la espesura no resultaba tarea fácil localizarlo, pero al fin dimos con él orientados por sus gritos a desgañitar. Ni que decir tiene que el pobre chico estaba más asustado que una perdiz tiroteada.
     Por supuesto, nos prohibían tales travesuras arriesgadas, pero seguíamos con lo nuestro, porque si así estaban las cosas entre la gente menuda, el estado de agitación que se respiraba entre los adultos en absoluto echó freno, fue a más, a mucho más cuando en 1934 estalló la revolución de Asturias, que triunfó durante unos días y atacó cuarteles, iglesias, ayuntamientos…Como realmente se trataba de una guerra abierta contra la República, el gobierno de la nación tuvo que tomar medidas drástica para sofocar el conflicto, enviando a Franco con legionarios y tropas moras que entraron a sangre y fuego. Por cierto, el capitán Juan Rodríguez, abuelo de Zapatero, luchó allí contra la revolución socialista.
     Los mineros de la zona de Guardo y sus alrededores secundaron  con entusiasmo la revolución obrera y levantados en armas mataron a un guardia civil e incendiaron la casa cuartel, encarcelando a guardias, patrones, ingenieros, al sacerdote y muchos más.
     Desde la ventana de nuestra casa se veía correr y gritar a la gente. Yo, chico curioso y callejero no supe resistir la tentación y en un descuido de mis padres escape de casa por la puerta trasera y puedo decir que me hallé en medio de la refriega, pues con temor y temblor estuve al lado del agente muerto de un tiro en la sien y desde lo más alto del puente sobre el río Carrión presencié cómo un grupo de exaltados huelguistas pertrechados de armas de fuego, dinamita y botellas de gasolina, asaltaron el cuartel, a cuatro pasos de allí, y le prendieron fuego por los cuatro costados.

     Así de agitado estaba el pueblo aquellos días. Pese a ello, como mis padres eran lecheros,  consecuentemente tenían vacas que había que sacar a pacer a los pastizales comunitarios algo alejados de la población, y en eso estábamos mi hermano y yo con otras personas que apacentaban sus propios animales.
     Formábamos un grupo de media docena de personas cuando una avioneta de reconocimiento del ejercito volando raso, evolucionó sobre nuestras cabezas, con los pañuelos hicimos señales amistosas y se alejó.
     Si ya eran insistentes los rumores de la intervención del ejercito ante la grave situación, este hecho nos lo confirmó plenamente, por lo que intrigados y temerosos los hombres del grupo, con el pretexto de comprar tabaco -pero en realidad pretendiendo recabar noticias frescas- me enviaron de avanzadilla a Muñeca, pueblo más próximo, a tiro de piedra, en la carretera de Cervera de Pisuerga. El estanquero me aconsejó no regresar corriendo a toda prisa, sino volando, porque el ejército se hallaba tan próximo que habían dejado atrás Villanueva de Arriba y se oía el ruido de los motores de los vehículos y se veía a los soldados desplegados en guerrilla a ambos lados de la carretera. Con el corazón acelerado llegué con la novedad y en tales circunstancias, los adultos consideraron que lo mejor era que los críos -mi hermano y yo- nos fuéramos al pueblo; ellos se hacían cargo del cuidado de los animales, así que ¿pies para qué os quiero?
     A correr, y en un periquete entramos en el pueblo. Mi hermano siguió corriendo hasta casa, yo incapaz de resistir la tentación de curiosear, con miedo, por qué negarlo,  me quedé en la esquina todo ojo y oídos porque allí se hallaban reunidas las autoridades para recibir al ejercito. Como los soldados avanzaban a buen paso llegaron pisándonos los talones trayendo por delante, con los brazos en alto, a las personas que se habían hecho cargo del cuidado de los animales.
     Muchos años han pasado desde aquel día, tres cuartos de siglo para ser exacto, pero me parece estar viendo con los ojos de la mente la escena: el jefe de la tropa cerraba filas y el alcalde, un hombrón tremendo, extremadamente gordo, obeso esferoide, se decía, y era cierto, que dentro de su chaleco cabían holgadamente media docena de hombres de complexión  normal. Bien, pues, jovial y dicharachero, en plan de bienvenida pretendió abrazar al capitán; tan extraño le pareció a éste la actitud del edil que le propinó una sonora bofetada y con un brusco empujón le alejó de su lado, siguiendo adelante, deteniendo cuanto hombre encontraba a su paso -entre ellos mi padre- pero como el autor de mis días era persona manifiestamente pacífica en unas horas estaba libre.
    
     Con el ejército en el pueblo disparando cañonazos, cuyos estampidos helaban la sangre en las venas al más intrépido; los rebeldes huyeron precipitadamente y en desbandada hacia el monte, algunos lograron huir,  la mayoría fueron hechos prisioneros.
     Los graves hechos tuvieron consecuencias, severas represalias, hombres brutalmente machacados a golpes, prisión en la cárcel de Burgos y en el penal de Santoña…  En aquellos revueltos tiempo resultaba fácil el acceso a las armas de fuego por lo que todo el mundo tenía su pistola -yo también- la encontré en medio de un matorral donde, sin duda algún huelguista en la confusión de la  huída allí la había arrojado para librarse de tan peligrosa posesión. Se trataba de un elegante revólver niquelado y cachas de nácar, cargada con las cinco balas.
     Con el juguetito en la cintura  y un amigo al lado, nos internamos un día en el monte a probarlo efectuando disparos; con los nervios alterados por el ruido de las explosiones, por la emoción, por los momentos de gloria que suponía poseer un arma que carga el diablo, por suma ignorancia, perdida la noción de la realidad, no sé lo que pasó, el caso es que creyendo haber efectuado todos los disparos, apreté el gatillo y sonó el quinto, el amigo palideció intensamente y se arrugó.
Los dos pensamos que le había matado. Milagrosamente no fue así: bendecido por el don de la buena suerte, la bala no le había ni rozado, pero si perforó la camisa por debajo de la axila, dos perforaciones, de entrada y salida. Aunque hicimos pacto de silencio, la camisa agujereada nos delató y si grande había sido nuestro susto, el de los padres para qué contar.
     Con el ejército ocupando el pueblo, se ordenó la entrega de armas; mi padre tenía un pistolón heredado de un tío capitán; para evitar explicaciones, mi madre, sin más, lo arrojó al pozo, mi elegante revólver siguió el mismo camino.
     Por si el  pueblo no estaba suficientemente conmocionado, por la misma fecha tuvo lugar otro hecho escalofriante: un hijo mató a tiros a su padre. Se trató del señor Rufo, un hombre que si cierro los ojos aún veo retratada su imagen en mi mente. Era chaparro, gordote y barbudo, muy notorio en la villa por ser el propietario del café-bar más importante del pueblo que aún hoy existe.
     También destacaba por su fama de borrachín agresivo que cuando apuraba la jarra hasta el fondo maltrataba cruelmente a su esposa, una mujer dulce y tierna. El drama de tal modo me impactó que recuerdo los hechos como si hubieran tenido lugar ayer por la tarde.
Uno de los hijos, el menor, tenía mi edad y éramos compañeros de clase; otro, el protagonista de la tragedia, joven de ventipocos años, buen chico según el decir de la gente, pero exasperado por ver a la autora de sus días insultada, atropellada y pisoteada, le falló la fuerza de voluntad y con la mente teñida de rojo disparó a su padre cuatro tiros.
Digo que fueron cuatro disparos, todos en el pecho porque en vivo y en directo los vi y los conté.
Bien conocéis ya  mi condición de chico  callejero y amigo de meter las narices en todas las partes, por lo que seguí a los cuatro hombres que usando como camilla una escalera de mano, trasladaron el cadáver al cementerio y en la caseta que servía de depósito de cadáveres lo dejaron para serle practicada la auptosia.
Merodeé por allí y cuando los hombres se fueron -las puertas del camposanto sólo se cerraban de noche- en un arrebato increíble de curiosidad me colé, y aunque con el alma sobrecogida y temblando de miedo, permanecí un buen rato contemplando de cerca al difunto. Me llamó mucho la atención que las heridas causadas por los balazos parecían apenas alfilerazos, yo imaginaba un gran boquete, como el tiro en la sien del guardia civil. No sé a vosotros, pero a mí me llena de admiración el valor que necesité para adoptar tal audaz decisión.
     Pero, bueno, al parecer así era yo entonces y así estaban las cosas en Guardo, que pendenciero y oliéndole la cabeza a pólvora, todo eran malquerencias, altercados, rencores y represalias, y a mí que tanto me afectaba todo aquello, siempre en primera línea de situaciones peligrosas, corriendo riesgos que tenían a mis padres con el alma en un hilo. La más elemental prudencia aconsejaba poner tierra de por medio, ya tenía yo 12 años y como las cosas no podían continuar así, con buen criterio decidieron internarme en un colegio de PP. Agustinos en Valencia de Don Juan (León).   

2ª Parte

     Ingresé receloso, imaginando el peor de los escenarios, pero mi suspicacia resultó injustificada, pronto caí en la cuenta de haber entrado en otro mundo donde reinaba la camaradería y la cordialidad, donde comencé a disfrutar de la alegría de tener amigos y profesores con pensamientos y sentimientos muy alejados de la atmósfera explosiva que dejaba atrás.
     Con la nueva disciplina y sistema de enseñanza del todo diferente al pasado que practicaba el lema: “las letras con sangre entran”;  que en vez de la humillación de los reglazos se esmeraban en estimular el espíritu de superación y el sentimiento de estima a los demás, con otra valiosa novedad, la incitación a la magia de la lectura. O sea que bien adaptado al nuevo orden de cosas, cambié, de alguna manera fui otro, muy otro, obediente, cumplidor, hasta diría que muchacho aplicado, situándome como estudiante, no entre las lumbreras del curso, pero sí en lugar más o menos destacado.
     El tiempo no pasa, pasamos nosotros y el roce con él nos deteriora no sólo el cuerpo, también la memoria, sin embargo, pese a que aquellos juveniles y alegres días me quedan remotamente lejos, si echo la vista atrás, recuerdo vivamente -entre otras muchas agradables cosas- la emoción que me producía la atmósfera misteriosa y mágica que se creaba en la iglesia con la solemnidad de los actos; la música, la mezcla de olores a incienso, cera y flores, que como tocándome interiormente me ponía a partir un piñón con Dios, haciéndole partícipe de mis cosas. Siento añoranza de aquel Dios, no porque haya perdido la fe, que creo en  Él sencillamente porque el hombre, el mundo y el universo, todo es tan complicado que necesariamente tiene que existir una inteligencia superior que orqueste el alborotado cotarro.
     El plácido y fructífero ambiente reinante en el que me sentía no sólo  a gusto, sino que era feliz, se rompió bruscamente en 1936. Tenía yo 14 años, con el estallido de la larga, dura y sangrienta guerra incivil, trágica  página que nunca debió escribirse, porque convirtió a España en una fábrica de muerte entre hermanos que vivían bajo el mismo cielo, respiraban el mismo aire y pisaban la misma tierra.

     Como bien sabido es que en la guerra lo primero que se rompe es la verdad, y la mentira es una eficaz arma, aunque a los estudiantes no es que nos llegasen muchas noticias del curso de la contienda, pero en los patios decreció el movimiento, el bullicio y la alegría por los rumores que corrían de que en territorio enemigo se cometía la enorme barbaridad de llenar cada noche las cunetas de las carreteras de cadáveres de monjas, seminaristas, curas y buenas personas culpables de nada. Peor aún, se decía que en las carnicerías asturianas  se mostraban, colgados de los ganchos, sacerdotes desnudos abiertos en canal con un letrero, “se vende carne de cerdo”.
     Uno de los compañeros de curso era asturiano y sus padres residían en aquella región tan próxima a nosotros -provincias limítrofes- ocupada por las fuerzas adversarias y con sucesos tan alarmantes el muchacho vivía con el corazón encogido temiendo por la suerte de sus progenitores.
     Estábamos en la estación veraniega, pero la estancia de los estudiantes en el internado era permanente, quiero decir que incluso en las vacaciones de fin de curso, que nuestra ilusión hubiera sido pasarlas con la familia por aquello de que cada pajarillo quiere su nidillo, permanecíamos en el colegio, si bien es cierto que para hacérnoslas agradables organizaban divertidas actividades.
     La que considerábamos una fiesta por todo lo alto eran los  prolongados paseos campestres, todo el día al aire y al sol en una verde y sombreada arboleda, contando además con amplio espacio para practicar todo tipo de deportes. Salíamos temprano,  después del desayuno, comida y merienda en el campo, regresando en la atardecida.  
     Pues bien, en uno de esos días de asueto, sin tener nada planeado de antemano, todo ocurrió espontáneamente, sobre la marcha, el compañero asturiano preocupado por sus progenitores nos alborotó el corazón y la imaginación, cuando con la voz atiplada por la emoción nos hizo saber  que el amor patrio y filial le empujaban irresistiblemente a acudir en su ayuda antes de que les ocurriese algún daño irreparable.
     Tres compañeros  -yo uno de ellos- para manifestar nuestro espíritu  de compañerismo solidario determinamos no dejarlo solo, acompañándole donde quiera que fuese. Y dicho y hecho, llenos de ardor guerrero, sin tomar en cuenta consideración alguna, dificultades ni consecuencias nos lanzamos carretera adelante.
     Forzoso es reconocer que se trató de un verdadero disparate llevado a cabo por cuatro adolescentes ingenuos en estado puro, críos perplejos que habiendo oído campanas sin saber donde, pretendiendo luchar contra gigantes donde había molinos.
     Como no ocultábamos nuestros planes, lo contábamos en voz alta,  con conocimiento de muchos compañeros y en su presencia emprendimos la marcha sin volver la vista atrás. Resulta extraño, inexplicable que estando en boca de tantos nuestra peregrina peripecia de pirarnos a guerrear, nadie le concedió importancia ni corrió la voz llegando a oídos de los profesores que nos hubieran parado los pies al inicio de la loca hazaña que cambió totalmente el rumbo de mi vida, quedando claro que la suerte de cada uno está escrita en el libro de nuestra existencia.

     Resumiendo, caminamos muchas horas, todo el día, jugueteando e inyectándonos moral unos a otros cantando a todo pulmón himnos patrióticos: “Que tiemble el enemigo, que ahí vamos nosotros, cuatro legionarios a darle su merecido”.
     Lógicamente, llegó el momento que fatigados, hambrientos y sedientos, el ánimo había perdido altura, pero nos volvió a cargar las pilas lo que sin duda eran los relámpagos y los truenos de una lejana tormenta de verano que nosotros patéticamente ilusos y desorientados, tomamos por fogonazos y retumbidos de los cañones del frente de batalla, que por cierto aún se hallaba a no menos de 100 Kilómetros  de distancia.
     En estas estábamos  cuando nos dio alcance el coche de la guardia civil con el rector  del colegio. Lo que nosotros considerábamos en nuestra suma ingenuidad noble actitud, fue considerado por los superiores falta gravísima y tomados como peligrosos antihéroes, de inmediato fuimos apartados de los demás compañeros y expulsados fulminantemente del colegio.

3º Parte

     Bueno, hubo freno con marcha atrás, rectificación de última hora tomando en consideración las especiales circunstancias que concurrían: al muchacho asturiano no tenían lugar donde enviarle, otro de los aventureros era sobrino de uno los profesores, un anciano y bondadoso sacerdote por quien yo sentía gran  respeto y estima, los otros dos, en realidad no éramos malos chicos. El cambio consistió en no mandarnos a casa, sino enviarnos a otro colegio: el monasterio de La Vid, (Burgos).
    
     En mi estancia en aquel lugar protagonicé tan sorprendentes hazañas o diabluras que voy a que no me las vais a creer, y la incredulidad estará justificada porque no resulta fácil hacerse cabal idea  de lo que ocurría en aquellos tiempos de guerra revueltos y complicados. Afortunadamente estamos en otra época en la que reina la paz y la democracia y tales insólitos sucesos en absoluto son posibles. Pero vemos a ver, como he creído notar ciertos atisbos de incredulidad en mi palabra, estoy dispuesto a jurar por mi honor si es necesario que todo lo que cuento es rigurosamente cierto punto por punto…

     Recordar todas y cada una de las aventuras, episodios, percances, aprietos en que me hallé envuelto no es posible, vivía cada día de ocurrencia en ocurrencia, de lance en lance, de apurones, de incidentes…citaré únicamente la larga serie de peripecias insensatas que por haberme proporcionado momentos de emoción llenos loca audacia se grabaron indeleblemente en mi memoria.
     Como cosa triste digo que en tocante a mí, el traslado significó un fracaso absoluto dado que El monasterio de La Vid no funcionaba como colegio, allí no había estudiantes, ni profesores y no exagero si digo que casi ni colegio; ni apenas espacio puesto que la mayor parte del anchuroso edificio estaba habilitado como cuartel en el que reinaba una disciplina tolerante, en razón de estar ocupado por soldados, que por haber permanecido largo tiempo en primera línea de combate necesitaban descanso, tanto físico como psíquico.
     La comunidad constituida por  un puñado de ancianos frailes -más necesitados de ayuda que de hacerse cargo de nosotros- apenas ocupaban un alejado y reducido claustro. Tocante a profesores, jóvenes sacerdotes, estaban en la guerra, eran capellanes del ejército.

     De los cuatro echados de patitas a la calle del colegio llegamos tres, el chico asturiano permaneció en Valencia, negándose en redondo a alejarse un paso más de su tierra, en espera de reunirse con sus padres lo antes posible.
     Nunca me ha quedado claro la diferencia de trato; al sobrino le recibieron con los brazos abiertos, cuidándole con esmero, en tanto que a mi compañero y a mí nos concedieron total y absoluta libertad para obrar a nuestro antojo. Imagino que siguieron considerándonos los pillastres que perpetraron la fuga y no merecía la pena tomarnos en consideración.
     He de anotar que la diferencia de trato al sobrino -Agustín Liébana- mereció la pena con creces, puesto que, aunque para mí no fue buen amigo, debió ser persona de excepcionales méritos, ya que precisamente por estas fechas  se tramita nada menos que su Beatificación. 
     En el cuartel improvisado reinaba una disciplina tolerante al estar ocupado por soldados que por regresar de la primera línea de combate estaban necesitados de descanso físico y psicológico; tranquilidad para gozar de merecidos días de paz. En tocante a mí, con pena lo digo, el cambio de colegio supuso un fracaso total, pues en vez de estudiar, pasaba los días entre los militares aprendiendo picardías.
     Los relajados soldados -como nos vestían con una especie de hábito-  encontraban gracioso y divertido ver dos curitas tan jovencitos y bromeaban hablándonos de chicas e incitándonos a fumar.
     El cuartel ocupado entonces por nuestras tropas, en fecha inmediatamente anterior lo había estado por italianas -las que acudieron en ayuda de Franco- precisamente parte de las que sufrieron la severa derrota en Guadalajara.
     Según se supo, o según se dijo, se equivocaron en todo, pues creyéndose aún en Abisinia -para ellos país donde se ataban los perros con longaniza- pretendieron romper el frente y conquistar la ciudad en tres días avanzando alegre y despreocupadamente sin encontrar oposición.
     Se trató de una emboscada; les tendieron una trampa bien tendida en la que, incautos, cayeron redondos. Consistió la estratagema en permitirlos penetrar a fondo en territorio adversario por una carretera con todo tipo de obstáculos, estrecha, encerrada entre montañas, con lluvia y barro que dificultaba la movilidad, situación no  advertida hasta chocar de narices con la dura realidad. Esto es, metidos a fondo en la ratonera, cuando los tuvieron a tiro fijo, bastaron unos certeros zambombazos con los que enviaron por los aires a los primeros y últimos vehículos del largo convoy, cortando el avance y la retirada, y de pronto: ¡qué rayos pasa aquí! El mundo patas arriba con el diablo suelto a las puertas del infierno donde fueron bombardeados,  cañoneados, ametrallados, acribillados sin piedad. Espeluznante hecatombe en la que entre muertos y heridos cayeron casi todos.

     Los escasos sobrevivientes que regresaron a La Vid lo hicieron con mucho miedo metido en el cuerpo, tan derrotados y desmoralizados que sin orden ni disciplina desalojaron el cuartel precipitadamente, a la desbandada, dejando abandonado por doquier material de guerra del que se hizo cargo el ejecito español, pero en un oscuro rincón de un claustro, mi compañero y yo encontramos, entre otras cosas, dos fusiles, cajas de munición  y de bombas de mano de dos tipos, unas, italianas,  de forma, color y tamaño de un tomate y otras llamada Laffite.
     La torre campanario del reloj, en el oscuro y estrecho espacio por el que se mueven las pesas, con acceso por un pequeño orificio situado en un sótano, era nuestro depósito de los peligrosos juguetitos bélicos que nos tenían fascinados y cuya peligrosidad por suma ignorancia y máximo atrevimiento ni veíamos ni temíamos, resultando realmente milagroso no haber sufrido algún accidente con consecuencias irreparables.
     Podíamos retener en nuestro poder y usar por darse  la propicia circunstancia de estar el monasterio abarrotado de soldados y eran  posible todo tipo de sucesos sin   que a nadie le extrañase ni tomase en cuenta.
     Hoy en paz y democracia resultarían lo más imposible de los imposibles aquellos inauditos hechos de los que fuimos protagonistas.
     Como perpetrábamos tremendas barbaridades un día si y otro también, contaré únicamente algunas de las más dignas de recuerdo, esto es, las que tengo grabadas en la mente como tatuaje.

     Por ejemplo, un día cualquiera,  siendo como éramos libres como el viento, salimos por la puerta del servicio con un fusil y munición bajo el hábito, encaminándonos al monte próximo a practicar el tiro. Por el camino, tonteando con el máuser, atolondrado, presuntuoso, pretendiendo saber lo que ignoraba, me equivoqué y en vez de accionar el seguro del arma -que era mi propósito- hice exactamente lo contrario y gritando al amigo la estúpida broma: “que te mato”. Apreté el gatillo, el fusil ladró seco y, milagrosamente, la bala se enterró entre sus pies sin rozarlo, había vuelto a las andadas, repitiendo de nuevo la insensatez de estar en un tris de pegarle un tiro a alguien. Del susto, en un instante, de la cabeza a los pies, mi cuerpo quedó bañado en sudor frío, pero el temblor de ruido no duró mucho, porque seguimos sin ver las orejas al lobo,  cometiendo arriesgadas barrabasadas.
     Jose, querido hijo, apasionado fotógrafo, acaba de visitar en plan turístico La Vid, y a la vista las fotografías del gran monasterio me hacer recordar de manera singular que las victorias guerreras se celebraban entre gran alegría colectiva, con clamoroso volteo de campanas y explosiones de cohetes. Nosotros desde la espadaña, -que por cierto llama la atención por su elegancia- con mucho entusiasmo lanzábamos al vuelo esas campanas  y desde allí disparábamos muchos tiros al aire.
     A propósito, permitirme mencionar de paso, que entre las pocas obligaciones que teníamos figuraba una francamente desagradable.
    
     En la cúpula de la iglesia anidaban cientos de palomas y en tiempo de cría éramos los encargados de arrebatarles a sus tiernos hijos; el guiso de pichones resultaba una golosina que se servía en la mesa los domingos y festivos.
     Con vértigo recuerdo que por esa cornisa de apenas un metro de ancho, entonces sin temer la altura, no en pocas ocasiones he paseado tranquilamente.
     Las cocinas del ejercito estaban instaladas al aire libre, protegidas con lonas del sol y la lluvia, lugar, por cierto, donde la limpieza brillaba por su ausencia, constituyendo el paraíso de los roedores las montañas de desperdicios. Había ratazas como gatos, cabeza grande, ojos desmesurados, negras, con joroba…Para mí el desfile sin fin de los desagradables mamíferos constituían diversión de muchas tardes: instalado en lugar de poco transito de personas, pero de paso obligado de ratas y ratones que acribillaba a tiro limpio sin que nadie, ni fraile ni militar me tomase en cuenta, como si un muchacho disparando tiros a discreción fuese la cosa más lógica y normal del mundo, por lo que nunca nadie se me acercó para llamarme la atención diciéndome:
- Mocoso, ¿qué hacer ahí con un fusil tirando tiros? Muy al contrario, si acaso alguien me hablaba era para animarme:
- Bien hecho, chico, dalas duro, acaba con ellas.
Las bombas de mano eran incomparablemente más comprometidas, por lo que nos ocultábamos de las miradas de la gente y saliendo por la puerta de los carros, en las traseras del convento, en una chopera a orillas del río Duero con escaso transito teníamos establecido nuestro campo de operaciones. Las granadas italianas eran pequeños artefactos que entrañaban escaso peligro, se les retiraba una anilla y se lanzaban lejos, explotaban siempre, jamás fallaban. No ocurría lo mismo con las llamadas Laffite que encerraban un peligro extremo. Basta decir que eran dinamita pura, de hecho sustituían a los cartuchos de dinamita. Se asemejaban a una lata de refresco con una cinta enrollada que después de retirar la correspondiente argolla se lanzaba lo más lejos posible, imprimiéndole cierto efecto a fin de que la tal cinta se desenrollase por completo dando lugar a que actuase el percutor y activase el fulminante que al impactar contra la tierra explotaban con estruendo ensordecedor.
     El mecanismo era simple, lo conocía a la perfección porque cometía la inaudita locura de montarlas y desmontarlas corriendo el grave peligro de salir volando por los aires.
     Como digo, el mecanismo era sumamente sencillo, no encerraba complicación alguna, pero resultaba poco eficaz y con relativa frecuencia rodaba por el suelo sin estallar y entonces se nos presentaba la seria dificultad de tener que hacer lo posible e imposible por lograr su explosión, porque aunque locos inconscientes, teníamos clara conciencia de que no se trataba de tirar la piedra y donde diese, porque dejarla allí abandonada vivita y coleando era incurrir en grave responsabilidad, ya que suponía para alguien que transitase por allí, pastor, pescador, paseante…un volcán a punto de entrar en erupción con fatales consecuencias. Así que había que actuar con valentía suicida y acercarse poco a poco, muy despacito, tomarla y rápidamente lanzarla de nuevo, a la vez que te aplastabas contra el suelo, y si había suerte, ¡¡¡Bruuummm!!! Temblaba la tierra. Y si ni aún así -ocurría a veces- había que atacarla a tiro limpio, sin cejar hasta alcanzar el éxito.
     Era yo buen tirador, me habían instruido los soldados: los pies algo separados y firmemente asentados en el suelo, la culata del fusil bien apoyada en el hombro, retener la respiración y apretar el gatillo. Lo de buen tirador se confirmó años después, cumpliendo el servicio militar al ser elegido para participar en un concurso regional de tiro en el que no llegué a participar porque fue entonces cuando ocurrió el triste fallecimiento de mi padre y me licenciaron antes de celebrarse la competición.
     Por supuesto, los bombazos y el tiroteo se oían perfectamente, pero con cuartel lleno de soldados nadie los daba importancia suponiéndolos cosa de militares. ¿Parece un relato de ciencia ficción? Fue real y si no ocurrió alguna terrible desgracia  fue porque como para Dios no existe nada imposible, viendo nuestra ignorancia supina y máxima temeridad, visiblemente nos protegió.

     Y aún no es todo. Por mucho que la edad deteriore mi memoria no creo me sea posible dejar de volver atrás el tiempo, regresar hasta llegar al día que se organizó una excursión al monte próximo, muy concurrida por que entre otros, creo recordar, asistieron, el sacerdote, las catequistas y los catecúmenos del pueblo de La Vid. Compinchados con los cocineros –seglares- en el carro de las viandas llevábamos camuflados los fusiles, munición y bombas. Después de la misa y la comida camperas, el personal se dispersó dispuesto a gozar de la naturaleza paseando, jugando y corriendo por entre los olorosos enebros.
     Nosotros a lo nuestro, con el material bélico nos alejamos hasta un apartado rincón y organizamos nuestro particular zafarrancho de bombazos y tiros, ¡aquello era la guerra! Guerra que confiábamos  plenamente que, como ocurría siempre, nadie se sorprendiese ni extrañase atribuyendo todo aquel ruido a ejercicios  de la tropa. Pero, no; no en esta ocasión, porque sin percatarnos estábamos en valle y, para colmo, soplaba un juguetón airecillo que llevaba por todo el contorno el estruendo, y la gente en medio de tan fuertes detonaciones y la nutrida balacera, huyó espeluznada creyéndose atacada por “los rojos”.
     A nuestro regreso, emocionados pero tranquilos, nos cogió de sorpresón no encontrar a nadie  en el lugar de reunión; todos habían desaparecido. Con la mosca tras de la oreja regresamos sigilosamente, con mucho disimulo, fingiendo plena inocencia y  nunca nadie sospechó que fuéramos nosotros los autores del hecho vandálico, por lo demás,  como nada se aclaró,  todo quedó envuelto en  el misterio, en suceso misterioso sin más.
     Como dirían los italianos, llevaba una vida “molto agitata”, en año y medio que permanecí en el monasterio cometí todas las tremendeces mayores que se pueden cometer, era mi sistema de vida y como ya tenía bien cumplidos los quince años, aquello me empezaba a resultar frustrante y nada optimista; metido de continuo en aventuras peligrosas, y este plan todo el rato -lo que no era plan- por lo que con la conciencia intranquila, sintiéndome mal conmigo mismo, determiné informar a mis padres de la situación, quienes con pena,  se apresuraron a ordenar mi regreso a casa. El día de mi marcha me avisaron en el ultimísimo momento, con apenas tiempo para llegar a la estación.
Detesto admitirlo, pero lo admito, me puse estupendo, negándome rotundamente a subir al tren, no lo hice hasta dos días después, llevando en la maleta -verdad por mentira que parezca- el resto del material bélico que me quedaba: dos bombas Laffite y unos cargadores de balas de fusil, que ya en casa  escondí en el pajar.
        La respuesta del superior a mi pregunta  a qué venían tantos apurones fue tan  peregrina como graciosa: “no querían brindarme la oportunidad de romper los cristales de todas las ventanas del edificio”. Por favor, señores, no den ideas.
        No lo digo por fanfarronear, pero ese era el concepto de enfant terrible que aquellos santos varones tenían de mí, con sobrada razón, me temo. Ese fue el triste fin de mi convivencia con los agustinos.
4ª Parte
Con la perspectiva que da el tiempo transcurrido, en ocasiones doy en cavilar cuál hubiera sido el derrotero de mi vida si, pongamos por caso, la chiquillada no hubiera tenido lugar, o si aquellos superiores no hubieran actuado tan drásticamente y en vez de la expulsión nos hubieran propinado unas bien merecidas bofetadas,  o ultimadamente, si en La Vid nos hubieran recibido con la consideración que prestaron al sobrino, en ese caso, digo, ¿cabría contemplar la posibilidad de ser hoy un anciano sacerdote? ¿Imposible e impensable? Ese es también mi parecer, me separa un abismo. O dos. 

Fui la oveja negra de la familia, mi hermana, bien lo sabéis, es una monjita de la caridad profundamente buena, y mi hermano un sacerdote misionero que ha  luchando denodadamente, y con sus ochenta y muchos años sigue trabajando a brazo partido en  favor de los demás. Sin embargo no dejo de considerar que tampoco está mal, está bien, incluso muy bien, ser padre de seis estupendos hijos y abuelo de nueve floridos nietos.

     De nuevo en Guardo y lo siento, pero así ocurrieron los hechos y obligado resulta ponerme como auto ejemplo del  perfecto tipo atrevido e irresponsable; pues otra vez fui protagonista de inusitada andanza, dado que aquellas bombas y aquellas balas tienen su historia.

He aquí los hechos: con la casa cuartel con los techos por el suelo a causa del incendio de los días de huelga, los guardias civiles residen desperdigados por el pueblo en casas particulares, uno de ellos muy vecino nuestro, con un hijo de mi edad, Tony Sagüillo, recuerdo su nombre a pesar de que han transcurrido tres cuartos de siglo y no hemos vuelto a vernos.
Pues bien, a este amigo le conduje hasta el pajar y le mostré mi tesoro bélico, el pobre muchacho no pudo evitar sentirse entusiasmado y estar dispuesto a acompañarme a las afueras del pueblo a explosionarlas, esto, claro, después de convencerlo de que llevásemos oculto en un saco el fusil de su padre; balas teníamos, para el posible fallo de las granadas de mano, lo que efectivamente ocurrió.
La primera funcionó correctamente, no así la segunda que hubo que lograrlo de varios impactos de bala. Bombazos y disparos que resultaron exacta repetición, ocurrió mismamente igual, igualito que en la sonada excursión en La Vid: estábamos en un valle, soplaba el viento en dirección al pueblo donde las fuertes explosiones y lo tiros causaron gran conmoción.
Nosotros regresamos algo sobrecogidos porque las fuertes detonaciones y los disparos emocionan poniendo la sangre en ebullición, pero por entero ajenos a la convulsión que habíamos organizado. Por supuesto, nadie, ni remotamente, imaginó que fuésemos nosotros los autores da la barrabasada, pero como nada se aclaró del intrigante y anónimo suceso, pero si corrió el incordiante rumor de que los maquís -de los que se suponía el monte estaba infectado-  iban a entrar en el pueblo soltando bombas y pegando tiros, lo que produjo fuerte impacto, porque permitirme anote aquí de paso, rápidamente, que aun corrían para el pueblo malos vientos, nunca mejor dicho.
La situación durante los cuatro años de mi ausencia había cambiado drásticamente para peor. Los señoritos falangistas se habían hecho dueños y señores del pueblo, sembrando la muerte a diestro y siniestro; lo aclarará este espeluznante ejemplo: una funesta noche “pasearon” a siete infelices mujeres, siete jóvenes esposas de hombres huidos al monte, siete desventuradas madres de hijos de tierna edad. Eran los infaustos tiempos en que se mataba y se moría, no por los hechos, sino por las ideas.
Los falangistas pensando lo que pensaban se creían autorizados a arrebatar el divino tesoro de la vida a quienes no pensasen como ellos.

     Afortunadamente, hoy lejos quedan los días en que las carreteras españolas amanecían sembradas de cadáveres. Bien sabido es que la guerra se llevó por delante un millón de ciudadanos entre muertos en combate, asesinados y víctimas del hambre. 


     Besos y abrazos de Félix… Niño de la guerra