EXCURSIÓN PINARES DE ROSTROGORDO
Melilla 18 Mayo 2001
Mi muy querida hija: He dicho, y no me cansaré de repetirlo,
que me encanta Melilla, una ciudad con una personalidad cautivadora, llena de
luz, color y paseos bordeados de palmeras de fábula, para soñar a doble
fantasía, algo que te hacer notarte como embriagado de entusiasmo, de sentir
que te hayas en un lugar distinto y especial, pero cuando intimas más y conoces
sus interioridades sufres una baja en el entusiasmo, “acongojona” bastante el
que no falten las emociones negativas, dado que vayas donde vayas, las calles,
el puerto, la playa, los pinos... en un
alarde de sinceridad has de exclamar: mecagüen en el agujero de la O, que
espectáculo tan denigrante ver acumulada tanta basura: bolsas de plástico,
latas de conserva, envases desechables, manchas de grasa, excrementos de perro,
las cáscaras de pipas son inundación. Además, y para colmo, si te asomas al
pretil del río y dejas deslizarse la vista por el cauce seco, forzoso es decir
entonces: - Disculpar, pero tengo que ir a vomitar.
Hoy, precisamente, el colegio ha organizado una excursión a
los pinares de Rostrogordo, el pulmón de Melilla, y llama poderosamente la atención que esta única zona verde de la ciudad que
debiera ser mimada como a un jardín, va camino de convertirse en páramo. Hay
sobre sus superficies más leña muerta
que verdes ramas sobre los pinos.
Triste es decirlo, pero así están las cosas. Pues eso, que
Valladolid brilla como una patena. Y es que, colega, el mundo es así, y en tanto
cambia o no cambia, recibe un millón de besos paternales.
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