SOPAPOS DE LUJO
Valladolid 5 de Agosto de 2001
Queridos hijos: Como los viejos
vivimos con la ilusión de los recuerdos, hoy ha saltado del archivo de mi memoria una anécdota de mi niñez, cuando
contaba ocho o nueve años.
Mis padres eran labradores pobres, no la pobreza más
pobre, porque contaban con casa propia, algunas fincas, carro, vacas, cerdo
anual, un puñado de ovejas y cabras, gallinas, burro y hasta un buen caballo,
pero eran pobres porque no es cierto que todo tiempo pasado fue mejor y por
aquel entonces reinaba la pobretería.
Era verano, estábamos en la era
y a mí me chiflaba trillar, con la cabeza cubierta con un sombrerón de paja y
sentado en el trillo, aquel tosco trineo de madera gastada que avanzaba lento,
torpe, monótono como arrastrado por un burro uncido al mástil de una noria,
machacaba espigas, separando la paja del grano. Sobre la era se dejaba caer un
sol de fritura y como la trilla siempre está envuelta en una leve nube de polvo
dorado, permanentemente se tenía a mano el botijo con agua fresca, pero ese día
y en ese momento, todos sudorosos y sedientos, la famosa vasija estaba vacía.
Me envió mi padre al manantial que no estaba precisamente a corta distancia, a
lo lejos en la falda del monte.
-Deprisa -me dijo- ¿me oyes? Más volando que
corriendo. ¿Entendido?
Sí, padre -y salí zumbando, llegué a la fuente
y sacié mi sed con buenos tragos de agua clara y fresca, llené el botijo y...,
el diablo me tentó poniendo ante mis ojos una irresistible tentación, una
llamativa urraca de plumaje blanco y negro con larga cola que con mucho
revoloteo y las peores intenciones perseguía a un asustado jilguero. ¿Qué otra
cosa podía hacer que preparar el tirapiedras y salir tras ella? Es justo lo que
hice, pero cometí un error imperdonable, dejé el botijo lleno tostándose al sol
abrasador que caía sobre él. Me olvide por completo de que el tiempo corre y de
la recomendación paterna, se me fue el rato sin enterarme en la persecución
sigilosa de árbol en árbol tras la escurridiza marica, me entretuve excesivamente
en el juego, hasta que de pronto me asusté.
-Hay, madre, ¡mi padre!
Imaginando lo contento que
estaría el autor de mis días, salí disparado sin reparar que el botijo ardía y
llegué a la era sofocado, y jadeante, con la lengua fuera. Si ya de crío no
hubiera dado claras muestras de ser más tontaina que un pato de goma y
razonando cambio el agua caliente del
piporro, presentándome ante los acuciados por la vehemente sed, tarde pero con agua fresca me
hubieran recibido con una regañina, pero mi progenitor no me pone la mano
encima. Al probar el agua punto menos que hirviendo me obsequió un par de
magníficas bofetadas. Reconozco que merecidamente, por ello ni lloré, tomó de
nuevo el cachirulo y corriendo a todo corre, en un abrir y cerrar de ojos
estuve de vuelta con la botija rebosante de agua deliciosamente fresca.
Esos sopapos de lujo
significaron mucho para mí y se me quedaron grabados para siempre en la
memoria, porque fueron los primeros y los últimos que recibí de mi padre, dado
que él, como me ocurre a mí, no era partidario de ir sentando la mano sobre sus
retoños, aunque hay que reconoce que de
cuando en cuando una bofetada oportuna no está nada mal.
Besos y abrazos.