NI SANTO NI CANTO
Valladolid 20 de Febrero de 2007
Muy señor mío: Hace muchos,
muchos años, la friolera de setenta, cuando yo no era más que un atolondrado
mozalbete, en compañía de otro irreflexivo mozuelo cometimos una solemne
estupidez merecedora de un par de sonoras bofetadas. Pero el tal hecho tuvo
lugar en los enrarecidos días de la guerra incivil y manipulado y sublimado dio
pie a que la Justicia
nos castigase con severidad. Saldamos nuestra deuda con la sociedad con no
pocas humillaciones y varios meses de reclusión. O sea, que no se trató de un
hecho truculento merecedor de una condena de por vida a galeras.
No seré yo, en modo alguno,
quien escatime a nadie los muchos méritos que le puedan adornar para ser
encumbrado a lo más alto de los altares, pero cada quien cuenta la feria según
le va en ella. Vamos ver, la notabilísima virtud o actitud que según mi humilde
punto de vista ha de ennoblecer la personalidad de un ministro de Dios, saber
perdonar y olvidar los fallos de los demás, en el caso del P. Agustín y mi
persona brilló cegadoramente por su ausencia.
Como el más severo juez para el
que nada significó eso de redención ni rehabilitación, despreciando
olímpicamente el respeto debido al derecho ajeno, es decir, sin una brizna de
amor al prójimo ni caridad cristiana, de por vida continuó castigándome,
propalando a los cuatro vientos mi nefasta conducta. Abundan los testimonios
que me indican que donde quiera que estuvo, fue o vino, sin consideración
alguna se ensañó conmigo, que jamás le hice mal alguno, pintándome siempre como
un despreciable malhechor.
Después de mi indisculpable
villanía dos veces se cruzaron nuestras vidas. En la primera me acompañaban un
par de amigos y sin venir a cuento, a quemarropa, contó de pe a pa mi miserable
proceder. En la segunda se superó, resultando incomparablemente peor, puesto
que en ésta quienes me acompañaban eran mis seis hijos y varios parientes, y
fuera de toda razón, incomprensiblemente, de nuevo contó con lujo de detalles y
de la manera más denigrante para mí la oprobiosa canallada.
Una docena de testigos pueden
dar fe del hecho. El comentario de mis hijos, lógicamente, fue: “Papá, si ese
señor cura es tu amigo, nunca hemos conocido a nadie más indigno de llamarse
amigo y además ser cura”.
Pese a estar así las cosas,
siempre opté por la prudencia del silencio, pero ahora me resulta difícil
asumir lo suyo.
Por supuesto, no he leído su
libro, pero no ha faltado quien me informe que, aunque silenciando mi primer
apellido, ha venido usted –autor de él- a rematar la faena eternizando en
letras de molde mi deshonrosa acción. ¿Qué daño le he hecho yo? ¿Qué razón le
asiste?
En realidad quizá lo que me
corresponda hacer es agradecer su encomiable detalle: Resulta verdaderamente
emocionante figurar nada menos que en la biografía de un santo, aunque sólo sea
representando el papelón del malandrín que cometió un pecado inaudito e
imperdonable.
Estoy considerando recurrir a la Justicia en demanda de
amparo contra el atropello que cometen conmigo.
Atentamente:
P.D. Reconsiderada la cuestión,
de acuerdo, de acuerdo, en una ocasión maté un gato, para siempre matagatos.
He quedado marcado por un
estigma que jamás podré borrar, pero no paran ahí las cosas, hay más; tengo
familia, honorable, supongo, por ejemplo, mi hermano, un digno sacerdote que no
se dedica a infamar a la gente, sino a luchar denodadamente a favor de los
necesitados; mi hermana, una maravillosa monjita, mis hijos... a quienes la
chiquillada cometida el año catapún y que ustedes hasta el día de hoy elevan a
la categoría de asombrosa perversidad, siempre algo les salpica.
Por favor…