¡Qué bonitos recuerdos!
Una vez más he rescatado una de tus antiguas cartas. En ella nos das una lección de cómo eran los niños de antes. Estoy segura que después de recibir una lluvia de paja y polvo, no te picaba el cuerpo y ahora... Ahora que no nos roce ni el aire puro porque nos produce alergia.
Dices que los hombres después del duro trabajo regresaban a casa cansados; seguro que tanto que ni ganas de "darse una ducha" con barreño y estropajo y al día siguiente el polvo les caía sobre el del día anterior...
En fin, que feliz semana a todos nuestros lectores.
Abrazos.
Marisa Pérez Muñoz
LA GOZOSA
FIESTA DE LA TRILLA 23 FEBRERO-2001
Fui el primer nieto de mi abuelo materno, quien se mostraba conmigo muy
afectuoso y paternal, manifestando siempre deseos de tenerme a su lado; quizá, -pienso-
para acallar alguna inquietud interior por haber permitido a su segunda esposa
el trato poco amable que dispensó a mi madre.
En fin, fuese por la razón que fuera, sus manifestaciones cariñosas me
atraían y en mi infancia y juventud acudía con frecuencia a su lado, sin fallar
en fechas tan señaladas como las fiestas patronales del pueblo donde residía, por el veranillo de San
Martín con motivo del sacrificio de su majestad el cerdo, y de modo muy
especial en la época de la siega y la trilla.
La trilla
constituía para mí una gozosa fiesta.
Los días de acarreo de la mies desde los rastrojos a la era, se dormía
poco y a deshora, era labor nocturna, así que me gustaba madrugar, estar en la
era temprano, cuando el sol salía entre dorados resplandores, hora en que
llegaban los carros tambaleantes, pomposos y redondos de mies. Con dos de
aquellas carretadas se completaba una trilla.
Descargados los carros, se desataban las gavillas y se esparcían a
brazadas por el círculo de la era,
quedando expuestas al sol para que
secasen y se tostasen, la mies húmeda y
correosa dificultaba el trabajo.
Se uncían las vacas y se unían al trillo, un apero de labranza que
consistía en una plataforma de madera curva en la parte anterior, provisto por
debajo de pedernales y cuchillas de acero que cortaban y trituraban la paja y separaban el grano a
base de vueltas, vueltas y más vueltas de noria.
En la trilla, que duraba todo el día,
colaboraban mujeres, niños y mayores, porque trabajar con animales lentos y
mansos no suponía peligro alguno, a más de tratarse de una faena que no
requería especial maestría, sólo una mínima atención para no salirse de la
trilla y aguantar el pequeño incordio que suponía hacer las veces de retrete
ambulante con servicio a domicilio, dado que obligaba a estar ojo avizor, sin
despegar la vista del rabo de los animales para que en el momento que lo
levantaran con claras muestras de querer descargar el vientre, correr presuroso
para alcanzar en el aire la caquita de la vaca y depositarla en un recipiente a
propósito, evitando que la plasta se mezclara con el grano y la trilla no
resultase limpia, lo que de suceder mostraba claramente ser mal trillador. Todo lo demás se daba por
bueno, era fácil, agradable y divertido. Cierto que a la larga podía resultar
monótono y repetitivo dar un sin fin de vueltas al mismo redondel bajo un sol
que levantaba ampollas, pero antes de que se acusase aburrimiento, siempre
acudía alguien dispuesto a sustituir alegremente en la labor.
Por la tarde, terminada la trilla, llagaba la hora de la parva, recoger
la mies triturada y desgranada, labor que se realizaba con un apero llamado
aparvadera, una especie de gran rastro montado
con un tablón de madera colocado en sentido vertical en el que encajaba
horizontalmente en uno de los extremos
un varal largo y grueso, con unos tirantes cruzados para darle resistencia.
En el extremo opuesto se uncían
las vacas, que guiadas por un hombre colocado delante de los animales
arrastraba lo trillado, haciendo un gran montón al lado de la era. Para que el
arrastre fuese mayor y más eficaz, el resto del personal que se hallaba por
allí, si no era suficiente se pedía ayuda al vecino, se colocaba sobre el
artefacto haciendo peso. Esta faena resultaba verdaderamente divertida para la
gente menuda, eran momentos de alegres risas al ser gozosamente arrollados y
semisepultados por olas de un verdadero
mar de paja.
También ocurría a veces que en la flor del
día y en el mejor de los escenarios para celebrar la fiesta de la trilla: el
sol luciendo poderoso y con luz explosiva; de pronto el aire se
cargaba de un excitante ardor y de las
vibraciones magnéticas que preceden a la tormenta, un destello cruzaba el cielo, un centelleante
relampaguéo ilumina la tierra y un
lejano retumbor es la señal para que aparezca por el horizonte una nube
redonda, grisácea, mágica, que visto y no visto eclipsa el azul del cielo y
después de una ráfaga de viento que levanta una tolvanera con mucho revoloteo
de paja, estalla una pasajera tormenta de verano.
Los primeros goterones, grandes como nueces y brillantes como diamantes,
se les puede seguir pista desde cierta altura hasta estrellarse en la tierra
reseca levantando una diminuta nube de polvo. Excitación nerviosa, emoción por
la aventura, gritos, risas, carreras... El chubasco después de arreciar, cede;
la ventolera se apaga y, súbitamente, como había comenzado, todo se calma y
vuelve la normalidad.
En ocasión similar, en que lloviznaba y brillaba el sol, lució tan
fascinantemente cerca de mí el arco iris que sentí la placentera sensación de que alargando los brazos, por
muy poco no pude realizar el anhelo de acariciar los colores con la punta de
los dedos.
Después de la parva se barría la era con
unos grandes escobones de brezo, dejando el lugar listo para la trilla del día
siguiente; entre tanto esperar que soplara el viento favorable para beldar,
esto es, lanzar a lo alto lo trillado de modo algo especial, en pequeñas
cantidades y abriéndolo en abanico para
facilitar al viento la labor de separar
en dos montones diferentes: la paja en uno, en el otro el grano limpio. Al
bieldo le seguía la criba, apero de cuero agujereado y fijo en un aro de madera
que sirve para rematar la total limpieza del grano.
Puedo ver con los ojos de la imaginación a mi abuelo acercarse al
rimero de trigo limpio y dorado, meter la mano y sacar un puñado, que después
de examinarlo y hacerlo bailotear en la palma, asegurar que no estaba mal, pero
que podía estar mejor, porque como todo labrador que se precie, nunca se
mostraba por entero satisfecho: "el año anterior el grano fue más gordo",
"la espiga granó más", "hubo más paja"...
Faltaba por realizar la faena más satisfactoria, la que producía íntima
y profunda satisfacción, acarrear el grano limpio al granero. Verdaderamente,
el labrador hasta no estar recogida la cosecha y el grano a buen recaudo no
está tranquilo ni las tiene todas consigo. Tener asegurado el pan de todo el
año suponía haber sorteado con éxito apuros difíciles de vencer: tormentas,
sequías, vendavales, granizos, haladas...Y, por último, ya con mayor calma, recoger
la paja, colocándola en el pajar, trajinando envueltos en una espesa nube de
polvillo y paja menuda que ahogaba el estómago y la garganta.
Pero estas eran faenas para adultos en la
que apenas participábamos los adolescentes,
sin embargo, para que la fiesta fuese completa faltaba correr una
aventura con un misterioso atractivo:
dormir en la era entre la paja, bajo el influjo de la luna en algunas de
aquellas noches sofocantes y grandiosas cuajadas de estrellas pestañeantes, de
cuando en cuando cruzado vertiginosamente por un astro errante acompañado de su
cabellera luminosa que pronto se desvanecía; oyendo a lo lejos el ladrar de los
perros, el croar de sapos y ranas, gargareo machacón y de una monotonía
asombrosa, y a los grillos, que como si dieran cuerda a su caja de música, no
se cansan de repetir su sonoro cri-cri.
Estos pequeños detalles envolvían la noche en tan emocionante misterio
que a nuestro parecer tenia visos de peripecia verdaderamente notable. Lo que,
pese a todo, no evitaba que acariciados por un vientecillo suave y fresco
durmiéramos a pierna suelta, para
despertar de mañanita por los primeros
rayos de un sol alegre y madrugador, iniciándose un nuevo y activo día.
Pero, lógicamente, para poder trillar,
aparvar, cribas y recoger el trigo, primero había que segar.
Como
testimonio de admiración y agradecimiento, pervive en mi memoria la imagen del abuelo en medio
del campo contemplando detenidamente los sembrados, habla que te habla, no para
hacerse entender, sino para no ser comprendido, pero que yo quería entender que
si lo que veía no le dejaba enteramente satisfecho, tampoco por completo
decepcionado. Callaba después para escuchar con la máxima atención, como si
oyese el pausado crecer y granar de los trigales. Y cuando ya el todo poderoso
sol pintaba de oro viejo los trigales y el aire caliente cimbreaba los tallos y
el peso del grano combaba la mies en sazón de la miel dorada, tomaba una de
aquellas granadas espigas y cuando al suave roce de los dedos los granos se separaban con un leve trepidar
que sólo él oía, anunciaba el inicio de
la fiesta. Para los campesinos la siega, el acarreo, la trilla y la limpia constituyen el gran acontecimiento del
año.
La siega es un trabajo familiar, los
hombres cantean o mellan machacando cuidadosamente los borden de la guadaña, y afilándolas
después con la piedra húmeda para que corten bien, y comenzar la labor de
segar.
Las mujeres y los más jóvenes recogen lo segado en brazadas, llamadas
gavillas, y con ellas perfectamente
amarradas se montan las morenas, que permanecerán varios días en la tierra para
que sequen bien. Era trabajo de torcer mucho el cuerpo y cimbrear la cintura,
de echar todos un pie adelante, colaborando con ardor magnífico bajo los rayos
de un sol sin piedad que hacía sudar a chorros, y el ambiente se impregnaba
de olor a campo, a mies, a hombres. Sin
faltar, por supuesto, el rechinido estridente y monocorde de las cigarras, el
animal veraniego por excelencia.
No se concibe el calor estival sin su permanente presencia. Quiero decir
como recuerdo personal que las cigarras tenían para mí una sugestión
extraordinaria. Oírlas cantar -o tocar- que bien a bien no sé si lo suyo es una
u otra cosa; me hacía sentir gozoso y risueño, con la grata sensación de que la
vida era toda una estupenda aventura.
Las chicharras son cautas y evasivas, sus cantos tan monótonos como sutiles y
desconcertantes crean la engañosa
ilusión de hacer creer que están donde no es, con lo que no resulta fácil
aproximarse a ella; pero con suerte y caminando sigilosamente y de puntillas,
en ocasiones he logrado observarlas de cerca.
Es un insecto de cuerpo y alas transparentes, como hechas de cristal se las ve de parte a
parte, y tan escuálidas que da la sensación de no tener peso, ser todo pura
caja de resonancia. Llegada la época fría no dicen ni pío. No son
frenéticamente trabajadoras como las hormigas, ni tan previsoras, pero fenecer de hambre por
inconscientes, como sugiere la fábula, tampoco es eso, porque en cuanto el
calor aprieta y la luz ciega, acuden puntualmente a la cita anual, llenando el
aire caliente de positivas vibraciones que transmiten sentimientos alegres.
Yo también tenía obligaciones: me
correspondía cumplir la labor de mochiñ
o preilláan, que consistía en ayudar a recoger gavillas y, muy especialmente,
realizar gozosos y divertidos viajes en burro acarreando la abundante comida y
bebida fresca. ¡Arre, burro!, y el asno, un burriquito fino de cabos,
pulimentado, esbelto y castizo, salía al trote y yo me sentía en las nubes.
¡Tiempos aquellos!
Después de una intensa labor, vivido en plenitud, a la caída de la
tarde, cuando los rayos del sol que se ocultaba en el horizonte, alargando las
sombras y coloreando el paisaje de violeta, de carmín, volvía la gente a casa
silenciosa, fatigada y sudorosa.
Pero ya no se suda, eso era cosa de los tiempos que se fueron, tiempos
de admiración y de añoranza, casi heroicos, en los que se trabajaba largas
jornadas en condiciones harto penosas.
Los aperos de madera y otros aperos de carne y sangre que constituían
las bestias con las que se sufrió y convivió ya cumplieron con la obligación de
su destino. La tecnología con sus ingeniosos artilugios mecánicos de eficacia
magnífica han cambiado las formas, simplificando y facilitando los quehaceres
agrícolas de manera inaudita.
Ver actuar a una cosechadora es un espectáculo de insuperable eficacia.
Inevitablemente así son las cosas, el hombre vive permanentemente cambiando,
aunque en tiempos anteriores los cambios eran casi imperceptible, el arado, el
trillo y demás aperos de labranza permanecieron siglos sin modificaciones
notables, pero de pronto las cosas han cambiado a extremos tan inimaginables
que de hoy para mañana todo pasa, todo rompe, todo evoluciona vertiginosamente,
con una fugacidad impulsada por un empuje irresistible.
La cosechadora, máquina agrícola de
aspecto deforme, fea en grado sumo (cada día más sofisticadas y aerodinámicas),
que cuando avanza rugiendo, temblando de arriba abajo, crujiendo con resuellos
hidráulicos, las grandes aspas girando estrafalariamente infunden la fuerte
sospecha de que se trata de algún extraño artefacto llegados de otro planeta
para cazar, yo qué sé, quizá y por ejemplo, ¿dragones?. Pero este armatoste
mastodóntico y de aspecto destartalado y fealdad enorme, es un ingenio agrícola
de eficacia tal que cuando se lanza a
devorar ferozmente mies, en sus interioridades ocurre todo un prodigioso
portento: un hombre trajeado y encorbatado como para acudir a una fiesta,
instalado en una cabina con aire acondicionado, cómodamente sentado en un
mullido sillón de ejecutivo, fumando un puro y escuchando música estereofónica,
solo y de una vez, puesto que con eso de la
concentración parcelaria ni tiene
que salir del lugar, en dos amenes realiza
todas las labores propias de la recolección de la cosecha: siega,
trilla, bielda y criba, vomitando por un costado la paja en bien amarradas
pacas, y por el opuesto el trigo limpio
y envasado en costales perfectamente atados.
Si nuestros mayores, que el Padre Eterno
tenga a su lado, levantaran la cabeza para ver tantísimas novedades dignas de
echar un ojo encima, la volverían a agachar con gestos de sorpresa y
admiración, pero sin entender nada, imposible.
¡Cómo
explicarse el cambiazo que supone pasar del burro al tractor y del trillo a la
cosechadora!
Que gracia, Felix; he estado estos dias en Marruecos (por cierto vi a Rocio, encantadora) y vimos hacer esas faenas como las cuentas y Evelio Palentino tambien cuando llegamos a casa se pone a contar a mis hijas lo de beldar y bieldo, Laura decia que, que? papà alucinando con esas palabras y sin enterder nada; y increible haciendo esas faenas tal y como lo cuentas..... como aqui hace 60 años! sin palabras.Un beso
ResponderEliminarEs que nadie sabe despertar añoranzas como nuestro yayo.
ResponderEliminarSe alegrará mucho de saber que gracias a él, Evelio pudo revivir recuerdos y compartirlos con sus "retoñas".
Besotes guapísima.