Hoy –fiesta de nuestra comunidad- nos toca recordar esta
excursión a la montaña palentina que tuvo lugar en el siglo pasado, allá por
1991. Una da tantas que realizaste al lado de tus queridos nietos, forjando
lazos de un amor interminable, de recuerdos imborrables que gracias a tus
cartas, aun son mucho más fuertes.
Esta es la primera por orden de fecha que obra en mi poder y mi
archivo de tus cartas.
Feliz día escritor y lectores.
Marisa Pérez
EXCURSIÓN A LA MONTAÑA PALENTINA
-14-JULIO-1991-
Julio, 14 del 91
Otro Domingo más de Aventuras y
peripecias sendereando por la montaña palentina.
Caminatas multitudinarias por rutas
bien planeadas con participación no menor de treinta autocares y un millar
largo de alegres paseantes amigos de la montaña.
Resultaba un espectáculo emocionante
y multicolor recorrer con los ojos la
dilatada columna de personas marchando en fila india monte arriba.
En esta ocasión la excursión deportiva tiene como destino “Piedra Labra”.
La concentración y la partida se
realizará en el puerto de Piedrasluengas.
Como había que madrugar, para ganar tiempo, los nietos
durmieron en casa y, efectivamente, antes de que el día abriera el ojo ya estábamos
en el autocar emprendiendo viaje, y cuando el sol, como ampolla de oro, asomaba
su carota alegre y relumbrante por el Este, cruzábamos Palencia, la capital del
Carrión. Pronto, a la distancia, muy lejanamente, a través de la dilatada
llanura, del gran espacio abierto, con la atmósfera cristalina y el aire fino y
limpio, los ojos vuelan lejos, alcanzando a ver nítidamente la poderosa muralla
caliza que cierra el horizonte.
Circulando por la
carretera de Saldaña a Cervera de Pisuerga y cruzar la vega de la Valdavia, rozamos
Cornoncillo (hoy Santa Ana), pueblecillo pobrete y minúsculo que en época
invernal permanece cerrado, y el cierre hubiere sido definitivo si los
cornitenses no llevan a cabo, apanas hace unos años, la feliz ocurrencia de
levantar un pequeño dique sobre el río Cornón a su paso por el centro del
pueblo, hecho que les permite gozar de múltiples ventajas.
Como el agua por donde pasa moja, tienen bien regados los pequeños huertos
donde cosechan hortalizas para los días de riguroso calor, arboladas las
calles, frondosa alameda, y lo mejor:
disponen de una estupenda piscina de agua fresca y clara, que es la que actúa
de poderoso imán para atraer a los nativos residentes en la ciudad hacia el
rincón natal como delicioso lugar para disfrutar de plácidas y placenteras
vacaciones veraniegas. Razón bastante y suficiente para que el pueblo se
mantenga limpio, bien cuidado y las
casas en perfecto estado de habitabilidad. Todo debido al río Cornón, apenas un
regatillo de agua cristalina a la que los cornitos nos cabe sólo la gloria de
darle el nombre, porque, efectivamente, nace dentro de los límites del
territorio cornito, pero en el último
confín, por lo que no gozamos de ningún otro beneficio.
Pero dejemos
Cornoncillo para acercarnos a tiro de piedra de mi pueblo; allá, tras lomita,
acurrucado en una hoya, se ubica Cornón. Si; ce, o, erre, ene, o, ene, Cornón, ¡qué nombre tan rotundo y tan sonoro! Recuerdo que
de mozalbete, pusilánime, se me caía la cara de vergüenza pronunciar el nombre
de mi terruño natal delante de la gente, lo camuflaba pronunciándolo mal para
que pareciera otro cosa. Ahora no me pasa en absoluto. Todo lo contrario,
rechazo frontalmente la idea sugerida de cambiar el nombre al pueblo, me
integro en el grupo de los que dan a entender
que, en último término, sea Alcornocal de la Peña, por lo que de
alcornoque pueden tener los que optan por el cambio, por cierto, absoluta minoría.
Claro que
apasionadamente cornito, lo máximo que se puede ser, decía en broma mi tío el
Rojo, con la alegría de la proximidad al terruño natal, me parecía percibir su
olor, sintiendo cómo se me esponjaba el alma, y a tope los canales emotivos, que suficientemente impresionado como para pasar el
resto del viaje rememorando paisajes y personajes, idealizándolo todo un poco.
Quizá demasiado.
Aunque tengo que
empezar diciendo que hoy por hoy Cornón en ningún sentado es lo que era. Por un
lado, con los problemas de éxodo y emigración se ha quedado sin gente dentro,
sin nada que ver, pero nada. La población se ha visto reducida a la mínima
expresión: docena y media de abueletes y poco más. Y en patente contrasentido,
como se han alcanzado más altas cotas de bienestar, el cambio logrado es
increíble, goza de buena carretera, las calles alumbradas y asfaltadas, agua
corriente, teléfono público, tele-club... Cuando yo florecí en el mundo, allá
por los alegres años veinte, Cornón era un aldea anodina y trasconejada, pero
llena de cornitos hasta el borde,
apretujados como sardinas en lata, pero sin más cordón umbilical para
comunicarse con el resto del mundo que un dificultoso caminito que trepando
cerros habían trazado las pezuñas de los animales y las ruedas de los carro; sin más agua que la que
proporcionaba una fuentecilla situada a
medio kilómetro del pueblo, alumbrado con pusilánimes candiles atizados con
sebo de oveja que más que alumbrar
creaban sombras y fantasmas. En años de vacas flacas -que no faltaban- el mejor
amigo del hombre, el pan, en algunas casas, podía, incluso, llegar a brillar
por su ausencia.
Pensándolo mucho y
bien, aunque parezca que en el corazón de estas mínimas y poco favorecidas
aldeas no late el más leve amago de cosa buena, qué va, qué va, nada de eso, la
gente es fundamentalmente buena, lo que ocurre es que la pobreza, -aunque no
extrema- la escasez de diversión, el vivir con reiteración casi fatigosa:
convivir en reducido espacio con las mismas personas, dirigiéndose las mismas
palabras en el mismo lugar y a la misma hora, a la larga llegan a no
soportarse. Las envidiejas son su dedito malo, porque si nacen pared con pared,
casi en la misma cuna y viven mezclados como guinda en canasta hasta que les
cantan el gorigori y les entierran codo con codo para, según su costumbre,
seguir dándose la espalda. .
Mi madre, nacida en un pueblo en nada parecido
al mío, que no encajaba en aldea tan dura de roer, ni tampoco armonizaba con
los cornitos porque decía que en vez de andarse buscando el talón de Aquiles y
disputándose el garrote para atizarse con él, lo que se imponía era un esfuerzo
unido y un corazón común, y ante imposibilidad tal, mi madre soñaba despierta y
dormida en integrarse en un bando de
aves migratorias y emprender graciosa huida
del pueblo hostil, porque tenía muy claro que ella no había nacido para
carne de arado, ni había venido al mundo para sufrir corniteces. Razón por la que nuestra salida
del pueblo fue temprana, cuando yo apenas contaba cuatro o cinco años. Pero
esto no evita que sea un terruñero de hueso colorado, ni tampoco que admita que
mi pueblo, a ras del suelo sea muy poquita cosa. Su atractivo está en el cielo.
Está feo que yo lo diga, pero alegremente digo que Cornón no es Madrid, pero
que ya quisiera Madrid ser Cornón. Bueno, me explico: Madrid con su cielo
desestrillizado, cuatro estrellucas
lánguidas y timoratas, situadas lo más lejos posible unas de otras, como
enemistadas, ya quisiera para sí la deslumbrante espectacularidad del nuestro firmamento con la aglomeración
abigarrada de estrellas florecidas y pestañeantes. Que me caiga de espaldas si
exagero al afirmar que por cada estrella del cielo madrileño le corresponden al de Cornón mil, o más. Más
digo, es decir, lo voy a decir todo,
pero eso será mas tarde, ahora contaré algunas anécdotas sencillas que retratan
de cuerpo entero a sus protagonistas.
Echo los ojos atrás
y me parece estar viendo a la señá Exuperancia, “la Murciégala”, y a la tía
Torcuata, “la Cagalita”, ambas de muy escasa palabra, que después de toda una
tarde juntas en el zaguan de la casa cardando lana, a la señá Super se le
desató la lengua y dijo:
-¿Quééé?
A lo que la tía Cagalita, más locuaz, contestó:
P'os naaa. Y eso
fue todo.
A don Sisibuto no lo conocí, era el maestro cuando
mi padre iba a la escuela, contratado por la aldea en igualdad de condiciones
que el pastor, una casucha donde vivir, equis reales, -pocos- anuales, unos
costales de trigo con el que amasarse el pan, en tales condiciones poco podía
esperarse de él, y así era efectivamente, fue
famoso porque apenas sabia leer y escribir, pero eso no importaba, su
fuerte eran los temas religiosos: "el
probe señor don Yesucristo que por la culpa de nosotros
en la faz le escopieron, y a la cruz
le subieron y le pincharon en el costillas, junto a la tetilla, y cuando se morria, vertió mucha sangre, y escapao se morió ya. Pero alegrarsos
por la resucitación del señor san Cristo, que jue endespués de ir al
infierno, y con mucho bullicio y ruido
de cornetas"....También recuerdo con pelos y señales el bulle bulle entre
el tío Joaquín y su costilla la señá Grigoria, respecto al tío Grabiel y la su burra preñá,
decía ella:
-Probe burrica, p'a parir y el mu desahogao
subido arriba d`ella, no tene concencia.
El tío Joaquin:
-Será burro, bien viejo qu'está y
cojitranco y la su burra de señoritinga y él andando a pata.
Aborrecido de los
dimes y diretes, bien enojadote bufó:
“Estomagao estoy y encalentada
la mi cabeza de oír consejas de cagarraches
que ni saben bien en onde tienen el
su culo. ¿sabis el qué?, que me dejis descurrir por mi mesmo, que sabré sobrao lo que quero,
p'os iré abajao o subido arriba de la mi asna cuando me
s'eminflen los mesmísimos”.
Por último, para
patentizar lo aficionada que es la gente a poner apodos, contaré lo que le
ocurrió a Abundio, “el Cigüeñito”,
que conociendo el percal como lo conocía, el muy pirulo, -ingenuo como Adán
antes de morder la manzana- comento: "lo qu'es la mi Domitila, por mucho que sea el friazo que haiga, los
sus piese siempre calientitos como la
hornacha". Para qué lo diría, en
el acto quedaron rebautizados con el remoquete de los "Patasfrias".
Estando tan encima
del terrón de tierra donde aterricé en el mundo, insoslayablemente he de regresar a mi tema favorito: reconocer
que no resulta fácil ser humilde cuando se ha nacido en un pueblo con un cielo
que es más cielo que el cielo de cualquier otro pueblo. Bueno, vamos a ver,
razonemos seriamente: probablemente no es que allí haya más estrellas que en
otro cielo cualquiera, lo que ocurre es que por su atmósfera nítida y
transparente como un cristal perfecto, se ven más.
Quizá, -es lo más
probable- por haber nacido bajo aquel mar de astros florecidas y pestañeantes me pirra el
firmamento y cuanto en él existe, pero me ocurre lo que en el pintoresco lenguaje
de mi pueblo se dice, me falta “taliento
en el celebro” para entender tan compleja cosa.
Pese a ello, me interesan las estrellas.
Tantas estrellas. Dicen los que saben de lo que hablan, que en el Universo
visible, una parte insignificante del Universo, puede haber billones de
galaxias con billones de estrellas, ¡Qué enormidad! Para mí esa cantidad
disparatada de cuerpos celestes es prueba irrefutable de la existencia de un
ser superior. Se me ocurre ponerme a imaginar a Dios loco de alegría lanzado a
hacer estrellas, estrellas y más estrellas, sin cuento, sin medida, ya puesto,
a lo colosal, a lo inmensurable, a lo inacabable, a lo divino. Pienso que hizo
bien, porque las estrellas son apasionantes. De nuevo según los cerebrudos, somos polvo de estrellas.
Estamos hechos de carbono, oxígeno, hierro, cinc y otras mil sutiles materias
que se cocieron en el interior de una estrella que explosionó, esparciendo sus
interioridades por el espacio que evolucionó y de ello procedemos. Es
emocionante saber que somos estrella en polvo, que somos un trozo de estrella.
Resumiendo, y
perdón por lo reiterativo, soy cornito y estoy orgulloso de serlo, ¿pero quién
no? Si en una noche tibia y callada te acercas a la era y tumbado boca arriba, en aquel firmamento
tachonado de astros titilantes y
cintilantes sientes la inefable
sensación de que allí Dios palpita, se palpa al Creador. Más digo, lo digo todo:
que allí sólo falta dar un paso adelante, abrir la puerta, entrar y abrazar al
Altísimo.
Llegamos al lugar
de la cita e iniciación de la marcha con el tiempo justo para acercarnos al
estratégico mirador de Piedrasluengas y después de contemplar el extraordinario
panorama, repetir la mirada, pero ahora a la manera típica del lugar: vueltos
de espaldas al paisaje e inclinados para contemplar el profundísimo valle por
entre las piernas entreabiertas, que resulta aún más impresionante.
Nos integramos en la alegre,
colorista e interminable cadena humana que emprendía la marcha monte
arriba. Ascendemos parsimoniosamente para no sofocar el corazón por praderas
donde pastan lucidas vacas entre matorrales fáciles de penetrar y ramaje poco
apretado de brezos. Vamos remontando el repechón acariciados por un fresco y
perfumado airecillo y breves detenciones para inhalar largas bocanadas de aire
ozonizado.
Cada repecho ganado produce la grata sensación
de logro. Al coronar el encrespado risco donde esperábamos contemplar un extraordinario
panorama, nos vemos envueltos en una niebla blanca y espesa como el algodón que
nos desorienta total al no permitir ver más allá de la punta de la nariz.
Bien, hubo suerte y poco a poco, después de
unos guiños del sol, la tupida bruma rueda cuesta abajo desleída por un sol,
ahora sí, alegre y brillador. ¡Qué maravilla! Nos rodea un espectáculo
sobrecogedor.
Tenemos sobre nuestras cabezas, bajo un cielo
fantástico, como recién hecho, de un azul ideal, la inmensa mole de Piedra
Labra ofreciendo una perspectiva alucinante: un auténtico mar de verdor, con
hermosos y profundos valles, pintorescos desfiladeros entre montes y más montes
cubiertos de robles y hayas, y más lejos, cerrando el horizonte, las infinitas
cresta y agujas de los rocosos Picos de Europa.
Con ser todo tan
espectacular, lo que resulta más
sorprendente y admirable es ver al personal que, aunque embelesado en la
contemplación del bellísimo paisaje, se capta de manera patente el florecer de
la amistad y la cordial convivencia. Todo el mundo habla con todo el mundo
afable y simpáticamente, manifestándose mutuamente su admiración y su emoción.
Alegre y
gratificante ha resultado la excursión deportiva, regresando con el ánimo feliz
y alborotado, acariciado por el cálido bienestar que proporciona ver reflejada
en la cara de los nietos la alegría de haber sentido la vida como una fiesta,
impregnada la imaginación de novedades y situaciones nuevas, pues saltando de
emoción en emoción se han fundido con la Naturaleza, percibiendo y gozando de cuanto les
ha rodeado: ver nacer el día; oír el canto de los pájaros; aspirado el olor de
las flores silvestres; disfrutado persiguiendo con los ojos los quiebros
caprichosos de llamativas mariposas, aprendido el nombre de algunos árboles y
escalado una elevada montaña, y en la cima, nimbados por el impetuoso azul del
cielo, vieron, muy por debajo del nivel al que se hallaban, nubes de formas
veleidosas correr presurosas empujadas por el viento.
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